José Ovejero, Vallecas en crudo, sin la nostalgia cosmética tan de moda
El nuevo libro de José Ovejero, ‘Mientras estamos muertos’ (Páginas de Espuma), es un puzle de relatos crudos sobre una familia obrera, sobre la infancia y la adolescencia, de pasado y de presente, de la vida en Vallecas cuando el barro dejaba quietos a sus habitantes. Una violencia supersónica de la que no escapan ni las víctimas ni los que la ejecutan. Hay en ella frases tan sinceras y tan frías como la misma muerte. Es duro ver la boca de un niño marcada y herida por un sinfín de brutales reflexiones. Hemos hablado con el escritor.
Empecemos por el título, un título valiente y poético. Un título que convierte la infancia en un espejismo tal y como se la conoce y se la venera. Tu título es una bellísima contradicción, un verso en el que queda clara la desidia de su joven protagonista, su lucidez pese a lo precario, pese a esa indefensión que lo convierte en un muerto exultante de vida. Tu título forma ese sudario en el que nos hemos visto envueltos todos aquellos niños obligados a vivir entre las manos ardientes de la violencia. Tus palabras están llenas de miedo, pero también de vergüenza: “Yo dudo en el umbral, no me gusta estar a solas con mi padre. No es que sea especialmente violento. En los años sesenta, los padres pegaban a los hijos porque no sabían qué hacer con ellos”. “Yo escupía cada mañana en el bocadillo de un compañero que no había aprendido a defenderse”. ¿Fue premeditada esa contradicción o fue fruto de las malas pasadas que demasiado a menudo nos juega la memoria?
La verdad es que yo no veo contradicción alguna, quizá porque desde el principio de la escritura he asumido que la memoria es una ficción que preferiría no serlo. Pretendemos recordar las cosas como fueron, pero sabemos que todo recuerdo es un trabajo de reconstrucción en el que añadimos materiales para que se sostenga, aun sabiendo que no todo lo que utilizamos estuvo allí. En cuanto a las contradicciones del narrador, me parecen consecuencia necesaria de intentar mirar el pasado sin embellecerlo, sin esa nostalgia cosmética que se ha puesto tan de moda últimamente.
Como lectora me doy cuenta de que la seña de identidad de este libro es la violencia. Una violencia supersónica de la que no escapan ni las víctimas ni los que la ejecutan. Hay en ella frases tan sinceras y tan frías como la misma muerte. Es duro ver la boca de un niño marcada y herida por un sinfín de brutales reflexiones. ¿Te costó mucho hacerte cargo de la biografía que compartes con los lectores? ¿Te costó mucho tomar conciencia de lo duro que resulta ver a través de sus páginas que la niñez y la adolescencia son a veces un foso oscuro lleno de ecos que necrosan la carne? ¿Eres consciente de que hay frases que definen a toda una generación, a todo un barrio, a toda una clase social?
Es verdad que este libro está atravesado por violencias cotidianas, tanto que son casi invisibles en el momento en el que se producen, a veces incluso para la víctima. Forman parte de la normalidad, por ejemplo la violencia en el colegio. Violencias que son parte de mi biografía, pero sobre todo, y eso es lo que importa, lo son del bagaje afectivo de una sociedad. Justamente esta mañana veo un vídeo de unos individuos de un colegio mayor insultando y amenazando a las alumnas del colegio de enfrente y pienso que eso tiene consecuencias, que será parte de nuestra memoria, que conforma la sociedad en la que vivimos. Y la literatura, autobiográfica o no, muestra las grietas de la realidad, sus tensiones y ferocidades. ¿Difícil escribir sobre ello? Lo difícil es no hacerlo.
Como te decía más arriba, toda la novela está llena de frases lapidarias que llevan implícitas la herida y la cicatriz. Pero hay una que me ha helado la sangre, una que también pertenece a mi vida, ya que nosotros compartimos barrio, Vallecas, y es esta: “También en un barrio como el mío hay clases. Y yo pertenezco a la clase alta de la clase baja”. ¿No sentiste pudor al hacerlo, no sentiste que esa sentencia podría arrebatarle credibilidad al resto de texto?
Por suerte, cuando estoy escribiendo no siento pudor; ahí estoy a solas con mis fantasmas, mis personajes, mis vivencias. Escribir es como pensar: todo está permitido, nada es culpable. El asunto se vuelve más complicado cuando publicas, cuando lo que era introspección y creación se convierte en comunicación. Ahí sí se da la tentación de recortar, de maquillar y ocultar. Pero también eres consciente de que eso significa destruir el libro. Y, con frases como las que mencionas, creo que no se resta credibilidad al texto, sino todo lo contrario. Las contradicciones y las miserias del narrador, que a veces pueden hacer sentir rechazo hacia él, paradójicamente conceden mayor credibilidad al texto. Quien lee se da cuenta de que la literatura no es una operación cosmética, sino todo lo contrario: una manera de eliminar máscaras, disfraces, maquillajes. Y para mí eso es así también en la literatura alejada de la autobiografía, y a la que yo me refería como «literatura cruel» en mi ensayo La ética de la crueldad.
Negarle la verdad incómoda a una biografía está al alcance de muy pocos escritores, remarcarla y extenderla es aún más difícil y, sin embargo, lo haces de fábula, te recreas en ella, la usas como materia de defensa, pero jamás ajustas cuentas. La usas como vehículo literario, pero no como forma de redimirte o para que la piedad del lector sea el bálsamo capaz de cerrar las heridas, no. Tú eres consecuente con tus dudas y tus deudas, con las debilidades del muchacho que fuiste. Durante toda la narración y a través de frases como esta: “Tengo quince años, pero convivo con un cansancio de siglos. El mundo me oprime y no encuentro la violencia necesaria para romperlo” queda claro que hubieses querido ser otro. Podrías haber mentido y crear un héroe maniqueo y, sin embargo, no lo haces. ¿Por qué optaste por mostrarlo como alguien falible, pese a las suplicas de valor que salpican los labios del protagonista con párrafos como este: “Hace pocos días Torres me dijo: habría que matar a todos los capitalistas. Una bomba en cada casa. Yo hice el papel de mi madre; ¿y los niños que viven ahí? Son hijos de capitalistas, comentó mi amigo. Que se jodan también. Solo siento que me falte esa capacidad que tiene Torres, que tienen mis otros amigos, de responder con violencia”?
Entiendo que la literatura puede ser una fuente de consuelo, pero lo que no me interesa es el falso consuelo, es decir, que ni ahora ni antes he deseado crear un mundo al que le quito imperfecciones –volvemos al tema de la cosmética– para hacerlo más soportable, para que se ajuste a nuestras necesidades. Por eso desconfío cuando un personaje provoca continuamente la empatía y la aceptación de quien lee. El consuelo no es hacer desaparecer las miserias, sino, por el contrario, que quien lee descubra que eso que duele no le duele solo a él o ella, que nuestros miedos y nuestras culpas son tan individuales como sociales.
Pese a que tu protagonista desayuna, come, merienda y cena violencia, es un tipo reflexivo, flemático, casi invisible en la idiosincrasia del barrio y de la familia. Solo es dura su lengua o, mejor dicho, lo que proyecta su lengua, las palabras que produce, las sombras que empujan y derriban esa falseada silueta perniciosa del proletariado. Conoce a la perfección cada vicio y cada virtud del barrio y de la época que le ha tocado vivir. Tiene un idioma emocional muy, muy maduro. Tiene conciencia de clase y lo grita a los cuatro vientos: “La familia, en aquellos tiempos de pobreza, era una sociedad de producción en la que cada miembro tenía un cometido. Los patronos era los padres”. ¿Buscabas conmover o, por el contrario, buscabas fidelizar y redimir a un barrio estigmatizado desde los observatorios sociales externos?
Yo creo que ninguna de las dos cosas. En realidad, cuando escribo carezco de intenciones o al menos no las tengo claras. Hace poco decía en otra entrevista que desconfío de la preposición para a la hora de exponer las razones de mi escritura. Parto de inquietudes, escenas aún difusas, y me pongo a escribir. Que luego el barrio obrero vaya construyéndose en mi escritura me parece un resultado interesante. Aunque creo que la literatura tiene utilidad, no escribo para darle una función determinada. Sencillamente escribo y de ahí emergen mis preocupaciones y mis intereses, y por supuesto y de forma inevitable, fragmentos de mi ideología.
Tu escritura es seca como la tierra desahuciada, como la mujer yerma que tiene las entrañas mal lubricadas por los duros ecos del lenguaje que la estigmatiza. Ni un adorno, pese a la belleza áspera de sus atmósferas. La manera en que narras la ausencia de ternura en la infancia y adolescencia del protagonista es extraordinaria y a la par estremecedora. Excepcional a este respecto es el capítulo ‘Lo que no se ve sí existe’. ¿No te dio miedo que el lector empatizara demasiado con ese aspecto y desoyera el torrente de denuncias que empapan las páginas de este libro?
Vuelvo a algo que ya apuntaba antes: no me planteo lo que va a hacer el lector con lo que escribo ni me planteo la literatura como denuncia. Lo que sucede es que la literatura es una caja de resonancia que permite oír cosas que pueden pasar desapercibidas y darle una mayor textura emocional a nuestras experiencias.
Aunque todos los capítulos son extraordinarios quizás el más significativo del libro sea ‘Todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros’. Quizás este sea el caballo de Troya de su protagonista. Es el que le otorga a la narración la honestidad total, la que la aleja de cualquier atisbo de postureo. La que hace que el protagonista se implique en su biografía de manera totalitaria, pese a no ser nada halagüeña: “Una biografía ciega hacia otras llagas que las propias debería estar penado con varios años de exilio”. Que se entregue a la denuncia sin cacofonías morales, que lo haga a pecho descubierto habilitando un análisis lúcido de la realidad porque es conocedor de que la realidad no prescribe nunca: “A mí la realidad se me pega a la piel; yo sí me siento culpable, soy testigo y verdugo”. “Mis ojos deberían ser filtros que borrasen automáticamente al yonqui tirado delante de mi portal”. ¿En qué momento de la escritura supiste que serías feroz con la auto indulgencia biográfica?
En más de una ocasión me han preguntado por qué soy tan duro con mis personajes, o me han dicho que debería ser más piadoso con ellos. Creo que hay un malentendido: no soy duro con ellos, no aborrezco a ninguno, no me caen ni bien ni mal; me interesan, y eso me lleva a suspender cualquier juicio moral. Y si el personaje soy yo, intento hacer lo mismo: mirarme con desapasionamiento y con curiosidad.
No dudas tampoco en deshacer una y otra vez el equilibrio que buscan tantas vidas como aparecen en este libro. Quieres que habiten lo incómodo hasta llegar a la comodidad ética que su narración necesita para alcanzar los niveles de honestidad que alcanza. ¿Cuántas veces sentiste la soga alrededor del cuello mientras ibas en busca de este camino?
No dramaticemos. Por dura que sea la literatura, nunca puede llegar a serlo tanto como la vida. Así que, aunque ha habido momentos durante la escritura en los que me costaba adentrarme en ciertos asuntos, en rememorarlos o reconstruirlos –la tentación de desviar la vista hacia lados más amables siempre está ahí–, el dolor que puede causar la escritura o la lectura es siempre más fugaz que nuestras tragedias personales.
En tu libro se habla de política, de sueños, de libertad, de muerte. Hablas de pasado y de presente, de la vida en Vallecas cuando el barro dejaba quietos a sus habitantes, pero también de la pandemia sin que ese hecho inesperado sea un atajo para el triunfo. Y lo haces desde un imponente arrojo. Sin embargo, el futuro es un hombre silenciado. ¿A qué se debe? ¿Piensas como yo que el futuro que nos toca vivir es un verso muerto que ha tenido la total desvergüenza de tratar de aniquilar la ejemplar clarividencia del gran Celaya?
No sé si te refieres al poema de Celaya La poesía es un arma cargada de futuro. De cualquier manera, no me parece que podamos prever más silencio en el futuro que en el pasado, ni a nivel literario ni a nivel social. Salvo en las crisis más profundas, la mayoría calla, bien por miedo, bien por desinterés, bien porque está muy ocupada con la supervivencia.
Me gustaría hacerte una última pregunta, quizás demasiado atrevida, pero necesaria para mí como lectora, y también hablarte de tu libro como epitafio, como exterminador de espectros. Al protagonista le pesa mucho el padre, le ha dejado ásperas y profundas huellas en el porvenir y, sin embargo, le has construido esta fastuosa elegía. Jorge Manrique estaría muy orgulloso de ti, de tu forma de concatenar verdades, de compartimentar la vida propia hasta convertirla en un valiosísimo espejo. ¿Escribiste este libro, que para mí es una caricia masiva a pesar de algunas brutales confesiones, porque eres consciente de que la violencia parental y social trastocó la personalidad de toda una generación?
Siempre me ha interesado la violencia y no son pocas veces las que me han dicho que hay mucha violencia en mis libros, lo que yo considero una gran exageración. No solo porque hay mucha más violencia en la gran mayoría de las películas que consumimos, también y sobre todo porque la hay a nuestro alrededor. Una parte de esa violencia es la que se da en las familias, en la escuela, en el trabajo; violencias a menudo que no llegan al maltrato o al acoso y que, sin embargo, están ahí. Y si me interesa tanto la violencia en la niñez y adolescencia es porque se trata de edades en las que todo deja más huella, una marca más profunda, que no se borra nunca por completo.
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