Josef Koudelka, una historia europea de la marginalidad y la desolación
La marginalidad ha sido el primer motor de su creatividad. Koudelka, el reportero de Magnum, el apátrida que alcanzó la categoría de artista con su serie ‘Gitanos’ y que logró el anhelo de todo fotógrafo -imágenes icónicas, de ésas que nunca pasan- captando la invasión soviética de Praga, ha retratado como nadie la Europa sufriente. La Fundación Mapfre nos muestra su trabajo este otoño en Madrid.
Hay quien sostiene que la vida empieza a cambiar cuando uno se interesa por el trabajo de otro. Cabe pensar, por tanto, que ese otro -con permiso de Rimbaud- puede nacer de nuevo a la vida a través de su obra. Es un pensamiento hermoso porque se sabe, sobre todo, que semejante acontecimiento sucede en contadas ocasiones. Pero la vida es caprichosa y en ocasiones teje el milagro: un encuentro pitagórico convertido así en un fenómeno que en realidad nada tiene de ejemplar, pero que de insólito y aislado se nos aparece como una revelación. Eso es al menos lo que sucede con algunas exposiciones, y la obra del fotógrafo checo Josef Koudelka (Moravia, 1938) no es ajena a ello.
Iniciado en la aeronáutica, Koudelka pronto abandonó sus estudios de ingeniería para sumergirse en el panorama cultural de un grupo de jóvenes alocados que coqueteaban con el teatro, el surrealismo y las nuevas tendencias. Un entorno vivo en el que Alfred Jarry, Václav Havel y las vanguardias europeas jugaban la mayor baza para abrirse camino hacia un mundo nuevo, muertos ya Stalin y su émulo checoslovaco Klement Gottwald, nefasto usurpador de los años 50. Desaparecidos estos bastiones del horror, el fotógrafo se inmiscuyó entre numerosos grupos de teatro atraído por un mundo entre bambalinas en el que, sin pudor alguno, se infiltró para presenciar los ensayos. El único pretexto fue la fotografía. Y el ingeniero operó el milagro con una Rolleiflex al cuello, recortando, acotando encuadres, seleccionando fragmentos, manipulando las muestras con tesón hasta que conseguía el detalle que ansiaba. Un minucioso y obsesivo trabajo que, unido a varias tomas al aire libre que evidenciaron su sagacidad con el objetivo, se tradujo en una intensa colaboración con revistas teatrales, para las que diseñó portadas y compuso el cuerpo visual de lo que sería, parcialmente, la victoria de una suerte de renacimiento cultural sobre la tiranía de las dictaduras.
Su evolución puede calibrarse desde varias perspectivas. La técnica es una de las más sugerentes, porque a través de ella comprobamos que la tecnología no sólo es el instrumento de una determinada evolución individual, sino también un vehículo capaz de dilatar el vocabulario en base a la adopción de distintos formatos, soportes o herramientas. De nuevo la conjunción y, sobre todo, el aislamiento. Quien decidiese emprender un análisis epistemológico de la obra de Koudelka lo vería con claridad: la marginalidad es el primer motor de su creatividad. La misma que lo llevaría a abandonar Praga para vagar por campamentos gitanos y retratar así su vida, sus miserias y su cotidianidad ritual y cifrada. Esta vez el pretexto fue más humano que artístico, y su afán por llevarlo a cabo trascendió la mera publicación del libro que llevaba años planeando dar a luz. La Rolleiflex y un gran angular fueron los únicos instrumentos que utilizó y, como apunta Matthew Witkovsky, comisario de la muestra, «lo que empezó en los años 60 como una investigación sobre los límites entre el arte y el ritual se convirtió […] en un documento social para las revistas ilustradas». Auspiciado, en cierto modo, por Cartier-Bresson, Elliott Erwitt o John Szarkowski, entonces conservador de fotografía del MoMA de Nueva York, colaboró en revistas como Camera o la legendaria Life. De las miles de tomas que hizo, logró salvarse un centenar, de las cuales sobrevivió una treintena. El resultado de la primera exhibición de este trabajo se redujo a 27 fotografías expuestas en el vestíbulo de un pequeño teatro de Praga. La marginalidad.
Esta serie, que se llamó lacónicamente Gitanos, sería considerada después su obra maestra indiscutible y lo catapultó como artista a una dimensión que él mismo desconocía. Claro que las postrimerías de los años 60 todavía le tenían reservada la oportunidad de demostrar de qué harina debe estar hecho un verdadero fotógrafo. La prueba vino en agosto de 1968. Regresando de un viaje a Rumanía, Koudelka entró en Praga. Aquello nada hubiera tenido de especial de no ser por que las fuerzas soviéticas del Pacto de Varsovia estaban invadiendo la ciudad. Se dijo que algo importante debía estar pasando y se echó a la calle para fotografiarlo todo. La antigua Rolleiflex dio paso a una Exakta Varex de 35 mm con la que -digámoslo así- se le abrieron las puertas de la agencia Magnum. La serie se llamó Invasión y es de una hermosura profética. Un anciano desolado cuyo entumecimiento se aplasta contra un telón de acero (su casa) agujereado por las balas; soldados soviéticos que con la faz indolente de la muerte observan a un ciudadano que reclama su tierra, su identidad o acaso su libertad; un hombre que arroja un adoquín contra un carro blindado que pasa a su lado; o la aparición de un recurso característico desde entonces en la obra de Koudelka: un reloj de muñeca que introduce el tiempo en la fotografía. «Para el mundo entero, ese verano de 1968, ese paisaje de indignación, iba a tener un nombre gracias a las fotografías de Koudelka […] La ciudad así captada en un instante de trágica confusión sintetizaba un momento crucial en la historia mundial, un pliegue, una contracción del tiempo, que incluso ahora sigue siendo doloroso para la memoria colectiva», afirma Gilles Tiberghien en el catálogo.
Las fotografías fueron reproducidas en revistas y periódicos internacionales. En algunos medios incluso fueron censuradas. Koudelka, repentinamente, se había convertido en un objetivo. El compromiso y la implicación de estas tomas adquirió tal cariz que la identidad de ese tal fotógrafo «P. P.» [Prague Photographer] -pseudónimo con el que firmaba sus obras- no fue desvelada hasta 15 años después. Magnum pudo preservar su integridad y la de sus fotografías. Pero Koudelka no tuvo más remedio que emigrar a Londres. De este modo imprevisto (e histórico a la vez) dará comienzo un exilio de más de 16 años que pasará en Francia, Irlanda, Italia y España. Cosas de la vida: el libro Exilios, tal como se tituló, se publicaría el mismo año en que le fue devuelto el permiso para regresar a su país.
Dormía al raso, se alimentaba de lo que le daban, una pieza de fruta o un mendrugo de pan y, ante todo, no dejaba de caminar. Como dice Stuart Alexander en su ensayo: «Se hizo amigo de las estrellas». Y no sólo de las del cielo, pues en París también entró en contacto con una constelación de fotógrafos en torno a la galaxia Magnum, que no sólo le abrió las fronteras de Europa, sino que hizo de su exilio un retiro creativo. Es más, desde que Szarkowski apostó por él incluyendo primero una fotografía suya en Looking at Photographs y después a él mismo en la propia colección del MoMA, un hito en su carrera después de la monográfica de 1975, Koudelka ya se había convertido en un fotógrafo de talento indiscutible. Sin embargo, ese conjunto de imágenes de dépaysement (ausencia del propio país) que compondría Exilios daría paso a otra serie sin figuras humanas ni contexto visible, un paisajismo panorámico, espectacular y deshumanizado que él mismo llamó Panoramas. En este punto cabe hacer una distinción entre la representación bella de algo, por un lado, y la representación de algo bello, por otro. Koudelka se decanta por la primera sin olvidar que visiones legendarias como la de Leptis Magna (actual Libia), Rumanía, Calais, Roma, Brandemburgo, Beirut o Israel hundieron sus raíces en el comercio y la guerra. Una realidad que el fotógrafo, en toda su inevitable devastación, propone devolvernos con sus alteraciones y, quién sabe, tal vez para hacernos partícipes del desastre. En este sentido, El Triángulo Negro (1994) y la más actual, Muro (2010), son el ejemplo perfecto de la definición desoladora que Maurice Blanchot dio del desastre: una tierra abandonada a sí misma. A lo que habría que añadir el desarreglo del hombre, la desatención política y las vicisitudes de la guerra, la supervivencia o la muerte misma.
Koudelka se presenta así en la Fundación Mapfre revestido, no sin razón, por el halo místico del apátrida. Uno puede pensar que la palabra exilio conlleva intrínsecamente una serie de dificultades que conforman un significado problemático. Por determinadas razones, no me parece que este sea el caso, no estrictamente, sobre todo viendo y comprobando la producción de esos años y el círculo de profesionales en el que se desenvolvió. Por eso mismo, tal vez, el período teatral de injerencia surrealista, el más enigmático y sobre el que personalmente hubiera metido el dedo más en la llaga, queda un tanto al descubierto, desvalido, aunque bien representado. Sin circunloquios: tan solo la serie de Gitanos y las tomas de la invasión soviética de Praga podrían justificar esta exposición. Todo lo que yo pueda contarles es el resto de algo que es preciso ver.
Josef Koudelka. Fundación Mapfre. Sala Bárbara de Braganza. Hasta el 29 de noviembre.
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