Juan Ariño: ¡Sé rectángulo!, my friend
Juan Ariño (Madrid, 1945) vive el otoño del debutante. Por primera vez expone sus propias obras en La Casa Encendida de Madrid. Él, que lleva décadas creando los espacios para exhibir la pintura de los grandes -Goya, el Greco, Picasso-, ha vencido su timidez para mostrar su personal búsqueda de la belleza, de la que asegura que “se encuentra en todas partes”. Eso sí, la base de todo es el rectángulo, la confluencia entre lo horizontal y lo vertical, la montaña y el agua.
Arquitecto, diseñador de espacios, ha hecho algunas salas del Museo Reina Sofía, del Patio Herreriano de Valladolid y la sala de la Alhóndiga de Bilbao. Ha remodelado también la mítica galería Cahiers d’Art en París. Ahora ha entrado en la etapa gozosa de mirar sus propias obras en un espacio que ha llenado de vitrinas, porque así es como le parece que han de verse sus obras.
“La pintura es esencial en mi vida… Un gozoso ejercicio de la sensibilidad y una excelente forma de meditación”. Sus obras son borrones, manchas: “No pinto paisajes sino cuadros”, afirma, y su calculada ambigüedad entre el paisaje y la abstracción pueden verse en esta exposición, una selección de un centenar de obras realizadas desde el año 2000, comisariada por Carmen Giménez, “la mamá grande” del arte, elección que le ha costado algún que otro palo acusándole de ser un protegido privilegiado. Ariño, imperturbable, hace honor a los principios del libro de La ceremonia del té, de su adorado maestro Kazuzo Okakur y busca en las tripas de la pintura cómo se pinta y en el taoísmo cómo se vive.
Horizontes, Shojis, Ultramar o Hespérides, las definiciones que utiliza para agrupar sus pinturas, cabalgan entre el paisaje y la abstracción. Sus naturalezas son hipnóticas, llenas de referencias a clásicos y modernos. En ellos está Patinir, Caspar David Friedrich, Turner o las cuevas de Altamira. Pequeños de formato, se acercan a la pintura de gabinete, como una delicatessen.
“Esta exposición es como abrir un diario. Tengo esa sensación. Cómo me hubiera ayudado a mí tener esto a mis 14, 15 años en Extremadura. Me hubiera ahorrado muchísimo tiempo de búsqueda. Siempre he discutido en el terreno de la museografía qué es esto de que los centros vayan bien o mal por la cantidad de visitantes. No, no, dígame usted si de ahí ha salido algún pintor. Por eso he hecho el esfuerzo de contar de qué va esta exposición, porque para mí lo importante es que la gente se pueda plantear cosas viéndola. Yo no quería enseñarla y con Carmen Giménez teníamos siempre la discusión de si existe el arte sin el espectador. Yo afirmo rotundamente que sí. El objeto artístico existe autonómamente, lo conozca o no la gente. Yo, por ejemplo, he sabido que Victor Hugo también dibujaba hace muy poco, para mí antes Victor Hugo era sólo un escritor».
¿Por eso pinta?
Cuando leí los diarios de Darwin hubo dos cosas que me llamaron la atención. En una, decía sentir mucho no haber cultivado la afición por el arte que tenía desde pequeño porque intuía que en la vejez hubiera sido un gran consuelo. Y la otra que decía es cómo sus observaciones sobre el mundo animal le llevaron a la conclusión de que todo está relacionado con la sexualidad. Ambas cosas me retratan, y, como Darwin, yo también pienso que todo es sensibilidad, sensualidad.
¿Por qué la pintura ha estado metida en cuatro ángulos rectos? ¿Cuál es la razón?” se pregunta Ariño retóricamente. Lleva años preocupado por estas cuestiones. Para él es algo que impone la naturaleza. Esa relación entre la vertical y la horizontal, montaña y agua de los orientales, es para él de importancia capital: “De alguna forma hago lo que no parece. Mi trabajo es geométrico, pero está enmascarado por la sensualidad para intentar emocionar”.
Nadie diría, observando estas pinturas, que sea usted un pintor cerebral.
Yo pienso mucho, pero lo racionalizo de una forma sensible. Hace poco he ojeado unos libros sobre las ideas estéticas y me he encontrado con esa idea del espíritu que para mí es como si me hablaran de fantasmas. A mí me gusta hablar del cerebro. No es que mi pintura sea cerebral, es que actuamos con la mente. Es un falso problema el del fondo y la forma. Ambas están ligadas. El problema se plantea con el desequilibrio psicológico. Como dice Hölderbil, el hombre, cuando razona o sueña, es muy vulgar y, cuando siente, es un dios.
Oyéndole podría ser usted un personaje de Stendhal. ¿Se ha sentido alguna vez enfermo de belleza?
Enfermo no, porque tampoco me gusta eso de la mística, pero entiendo que puede ocurrir, porque a veces se roza.
¿La exaltación?
Sí. Frente a ciertas cosas, tú tienes una sensación como de escalofrío. Si eso es mística, pues fantástico.
Las referencias a Diego Lara, su gran amigo, con el que trabajó durante muchos años en el estudio de diseño gráfico y arquitectura interior que montaron en los 70, saltan de vez en cuando en la conversación. Cuenta cómo, en referencia a Torres Campalans, el personaje inventado por Max Aub, un vanguardista intuitivo y perspicaz que admiraba a Picasso y detestaba a Juan Gris, Lara y él inventaron a Don Caprici. “Hacíamos obras de Caprici, acciones que eran virtuales, fantásticas; por ejemplo, fotografiabámos 40 botellas de butano y en las asas les poníamos orejas de Mickey Mouse; o instalábamos una bobina de papel de prensa en la Castellana de Madrid y poníamos unos cuantos pavos a corretear. Lo nuestro era provocar. Hacer patente lo fácil que era ir por esa vía”.
Su exposición se abre con las series de Chinos, un explícito recuerdo al que fue su socio, Diego Lara, diseñador gráfico y artista plástico, al que La Casa Encendida también dedicó hace unos años una muestra, por cierto, comisariada por su hija, Amaranta Ariño. ¿Recorrieron juntos el camino de la pintura?
Diego Lara y yo coincidimos en la Universidad, Diego hacía filosofía y yo arquitectura. Por entonces, en la Universidad funcionaba la Fude [Federación Universitaria Democrática, una organización estudiantil antifranquista ] y Diego y yo entramos en ella y nos ocupábamos de la cosa estética, de los carteles. En el reparto de papeles nos tocó ir a pedir dinero a los pintores y a uno de los que fuimos a ver fue a Zóbel, Torner…, al grupo de los de El Paso y allí, en Cuenca, vimos la primera revista de arte internacional. Y también descubrimos el expresionismo americano. Y nos enamoramos de Pollock, Kline… Diego derivó más al cartelismo por su amor al cine y al juego de títulos de Duchamp; él se fue hacia eso y yo siempre estuve en la abstracción americana, aunque cuando leí que Miró decía que entendía a Pollock y a Rothko pero se habían metido en un callejón sin salida, es decir en una fórmula, pensé: es verdad, y por eso siempre quise buscar algo que me sacara de cualquier fórmula.
Para no suicidarse, como Rothko…
No. Pero sí para no aburrirme. Me gusta Rothko, pero me gusta más Monet ,porque yo no creo en la historia del arte, la entiendo, pero a mí no me sirve porque ahí están las cuevas de Altamira. Algunas de mis pinturas son un homenaje a esas pinturas rupestres. A mí me obsesionan los tres colores que utilizaron, el carbón, el rojo, el amarillo.
Que están en casi todas sus obras… Pero hablemos de uno de sus temas, el arte por el arte, el arte no comercial.
A mí no me gusta el sometimiento a las modas. Como decía Coco Chanel, la esencia de la moda es pasar de moda. Me adhiero a esa frase de Eugenio D’Ors de que todo lo que no es tradición es plagio, o, como decía Giacometti, que él no trabajaba para sus contemporáneos sino para los muertos; es decir, los que se han ido y los que van a venir.
¿Alguna vez ha vendido alguna de sus pinturas?
Nunca. Sólo he expuesto antes de ahora una vez en mi vida, en la UIMP (Universidad Internacional Menéndez Pelayo), en un curso sobre nuevos creadores, en el que estaba también Diego Lara.
Sus cuadros de Estigia, son un homenaje a Patinir…
Tengo absoluta devoción por el cuadro El paso de la laguna Estigia, de Patinir.
¿Y por la pintura oriental?
Soy de gustos muy definidos. El libro del té de Okakura me marcó muchísimo. Fue un enamoramiento. De hecho, la exposición empieza con tres collages dedicados a Rikyu, el maestro del té más conocido en Japón. En pintura no hay un espectador pasivo, sino un espectador activo, que medita y contempla. Los japoneses consideran agresivo tener un cuadro colgado en una pared de tu casa. Porque llega un momento en que ya no lo ves. Ellos los tienen enrollados y cuando quieres verlos acudes a ellos, como si cogieras un libro de poesía para leer unos párrafos. Esa parte activa del espectador que elige lo que ve es la gran diferencia con el arte occidental.
De los artistas contemporáneos, ¿quién le interesa?
De después del 45 me interesan mucho Tombly, Serra. Los dibujos y acuarelas de Barceló. Es como con los libros; cuando me preguntan si he leído lo nuevo de este o aquel, contesto que como no me he leído a todos los clásicos, ¿cómo voy a meterme en los nuevos? Es que para mí siempre está ahí Velázquez, siempre he querido hacer una ampliación fotográfica a gran tamaño de la falda de la Infanta Margarita para estudiarla, porque cuando te vas acercando se convierte en un Pollock. Para mí, Velázquez es el azar controlado. Como Goya.
Escribe usted en el catálogo que “no se trata de pintar el agua, sino de que ella misma se manifieste como si de un océano de tinta se tratara”, aunque viendo sus pinturas creo que pintar el mar ya es más que un océano.
Pero visto como la traducción de lo horizontal y lo vertical. El termino paisaje en chino se escribe con los pictogramas de montaña y agua. Es el yin y el yan, la oposición de los contrarios. Es un truco para componer. A mí lo que me gusta es pintar y no me interesa qué se pinta sino cómo se pinta. Las olas son el horizonte. Es la esencia del paisaje. Yo díria que una persona que no se enamora del rectángulo no puede hacer ni arquitectura ni pintura.
O sea, el rectángulo es lo más.
Sí, porque las dos teorías clásicas del universo, la de Newton y la de Einstein son teorías sobre la gravedad. La fuerza que mantiene el cosmos es una fuerza misteriosa. Newton ya lo decía: sé que la Tierra se mueve alrededor del Sol por la gravedad, pero a mí me falta la cuerda. Porque cuando tú das vueltas a una piedra, la piedra gira alrededor de tu mano. Einstein pretende saber qué es la cuerda, el fenómeno electromagnético. Cuando tú cuelgas un sólido de una cuerda, se produce una vertical, y cuando pones agua en un plato, es el nivel y esto es una poderosa fuerza. Cuando los primeros pobladores salen de las cuevas comienzan a pintar en formato rectangular porque se empieza a construir y buscan con la plomada que las piedras estén encima unas de otras. Todo es rectangular. El suelo es el nivel, el suelo es el mar. No hay paisaje que no tenga horizonte y siempre hay una relación entre lo vertical y lo horizontal. Así, a pesar de que no hablamos de pintura geométrica, las líneas, sin embargo, están en la base.
Juan Ariño. Hasta el 1 de noviembre en La Casa Encendida de Madrid.
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