Juan Gómez Bárcena: “El Holocausto es una historia de ciencia-ficción que se hizo realidad”
Tras ‘El cielo de Lima’ (Salto de Página), Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) publica ahora ‘Kanada’ (Sexto Piso), donde asistimos de nuevo a la incomprensibilidad de la guerra, el Holocausto y Auschwitz desde otra perspectiva. “Por mucho que creamos conocer de manera académica el tema, siempre tropezamos en último término con la perplejidad y el asombro de que tales conocimientos fueran posibles”, afirma.
La literatura de Gómez Bárcena viaja, se mueve por el tiempo y el espacio, interroga el pasado para conocer el presente, para conocerse a sí mismo, y en su último libro se detiene en la II Guerra Mundial, se para a escuchar el interior de un hombre que regresa a su casa tras el conflicto, una casa que ya no es su casa, un lugar que parece más una pensión, un hotel, un sitio de paso, porque ya nada es lo que era y porque un hogar “no está hecho de paredes ni cimientos sino de detalles, de olores”.
Empecemos por una cita. La que abre su nuevo libro, ‘Kanada’. Dice el teólogo Hugo de San Víctor: “(…) Pero sólo alcanza la plenitud aquel para quien el mundo entero es un país extranjero”. George Perec, en ‘Especies de espacios’ (1974), proponía una doble alternativa: arraigarse, encontrar o dar forma a las raíces de uno o, por el contrario, no llevar más que lo puesto, “no guardar nada, vivir en un hotel y cambiar a menudo de hotel y de ciudad y de país”. Su literatura viaja, indaga, no se detiene, es una escritura que sugiere, que recrea ciudades, que se adentra en los claroscuros de la Historia y la interroga. ¿Se escribe mejor siendo un extranjero siempre?
Sí. Concibo la escritura de manera similar a como un antropólogo afronta su trabajo; desde la intuición de que conocer al Otro es la única manera para mirar desde fuera mi propia realidad y así poder entenderla e interpretarla. Mis libros se desplazan en el espacio y sobre todo en el tiempo, para desde esas coordenadas regresar a la comprensión del aquí y el ahora.
La idea de retorno, de regreso a casa, de vuelta a Ítaca, laten desde las primeras líneas en ‘Kanada’. Su novela es la vuelta de un hombre a casa tras la Segunda Guerra Mundial, un hombre transformado por unas circunstancias que no ha elegido, unos acontecimientos que, indefectiblemente, lo han hecho otro. Pero, como leemos pronto, la casa a la que vuelve ya no le parece su casa, porque un hogar “no está hecho de paredes ni cimientos sino de detalles, de olores…”. Las guerras es la destrucción de lo más íntimo, la voladura de la razón, de cualquier lógica y pensamiento racional…
Por lo menos es la sustitución de la lógica en la que vivimos por otra incomprensible e inhumana, a la luz de la cual el ser humano se convierte en meros recursos, en cifras, en objetos. Qué decir de la II Guerra Mundial, tras la cual millones de seres humanos -judíos, gitanos, comunistas, homosexuales, criminales corrientes, etc- se convirtieron no ya en objetos, sino en basura que había que barrer y volatilizar. Aquellos que lograron sobrevivir a la guerra regresaron con la sensación de que nada volvería a ser igual: de que ese mundo y esa sociedad que ahora les ofrecían la mano eran esencialmente el mismo mundo y la misma sociedad que apenas unos años antes los sacaron de la seguridad de sus hogares para arrojarlos a las cámaras de gas.
Y la guerra es también soledad, vacío y nada. Este hombre lo va descubriendo a medida que pasea por las habitaciones de la casa, “que parecen cuartos de pensión o de hotel”. Me gustaría detenerme en ese símil. Comparas la casa con un hotel, tan presente siempre en la literatura y en el cine. El hotel como metáfora de provisionalidad, de fugacidad y también como refugio, como espacio donde encontrarse con uno mismo, donde este personaje en su soledad recupera su lugar para la reflexión, para hablarse a sí mismo, para sentir de nuevo, en esas habitaciones cerradas, una engañosa libertad…
El protagonista de Kanada regresa, efectivamente, a un hogar que ya no es su hogar sino una pensión, un lugar de paso, sin intimidad, sin muebles. En cierto modo el edificio simboliza al propio personaje, que tras el paso por los campos de concentración ha quedado vacío y despersonalizado. Pero como mencionas, también en estos espacios provisionales puede uno en ocasiones encontrarse a sí mismo: poner en suspenso todas las distracciones de la vida cotidiana para buscar más allá.
La ambigua actuación de los vecinos de este hombre no parece que le esté sirviendo de mucha ayuda para recobrar su espacio, para recuperar su propia identidad, para empezar otra vez de cero… aunque, dices, que no se puede empezar de cero porque nada nunca termina…
Durante el proceso de documentación leí docenas de testimonios de supervivientes del Holocausto. En casi todos se repetía, como un leitmotiv siniestro, la recomendación “tienes que empezar de cero”, pronunciada por sus familiares, amigos, vecinos. En cierto sentido, lo que parecían recomendarles es que simplemente olvidaran su pasado reciente. No hay nada que aterrorizara más a las víctimas que fingir que nada había sucedido: regresar a su rutina como si la tragedia de Auschwitz fuera sólo un paréntesis en su biografía y aun en la Historia de la humanidad. El protagonista de Kanada está permanentemente asediado por vecinos que le piden que haga precisamente eso: “empezar de cero”. Pero él no puede hacerlo, porque en cierto modo jamás ha logrado traspasar las alambradas de Auschwitz, y tal vez jamás logre hacerlo.
En esa primera exploración que hace el personaje encuentra el telescopio, que no es casual que además ilustre las cubiertas del libro. El hombre se pregunta: De qué sirve un telescopio en plena guerra, quién pagaría un solo pengó por ver la vida amplificada, perturbadoramente cerca, cuando lo que todos desean es alejarla lo más posible. Y páginas más adelante continúa: Porque los telescopios no sólo sirven para mirar lo que tenemos frente a nosotros. El brillo de su lente también nos devuelve, pequeñito, lo que tenemos a la espalda e incluso nuestro propio reflejo. El significado de los objetos y su disposición juegan un papel clave en tu historia y sirven al personaje como reflexión, especialmente este telescopio y la frágil idea de tiempo presente, pasado y futuro, de presencia y ausencia, de lo que está y no está, de lo tangible e intangible, de lo concreto y abstracto de vivir…
Los objetos son efectivamente muy importantes, porque el personaje no tiene más que eso: un puñado de objetos diversos, supervivientes como él del saqueo de sus vecinos. Y todo lo que encuentra -los libros, el caldero de bronce, el colchón roto, la estufa, el propio telescopio- tienen una carga simbólica que remite a su pasado traumático. El telescopio representa, además de lo que señalas, también el trabajo como científico del protagonista: un inocente telescopio que en algunos momentos parece transformarse en una hoz, o como sucede en la portada, en una siniestra guadaña.
Están también los libros esparcidos por todas partes de la casa, con las encuadernaciones rotas y algunas páginas arrancadas. Y se afirma: Si se piensa con detenimiento es tan asombroso el milagro de la lectura. Los libros de otros autores, tus propias lecturas, tus influencias literarias te sirven para avanzar en tu escritura y para conectar al lector con otras épocas, con otros relatos, abrirles ventanas más allá del propio texto que tienen en sus manos. La escritura como hipervínculo.
Creo que eso era particularmente cierto en mi novela anterior, El cielo de Lima. Aquí, por supuesto, también hay referencias a libros y autores de la tradición, aunque más diluidas. En Kanada, esos hipervínculos que mencionas remiten menos a novelas y más a la experiencia y los testimonios de los supervivientes.
Sin embargo, los libros abrigan pero no salvan de una guerra, incluso tus personajes los queman. En ‘Kanada’ se arrojan a la estufa libros de matemáticas avanzadas, manuales de física, la Enciclopedia Británica… En ‘El cielo de Lima’, Carlos y José lanzan al brasero los Consejos para un joven novelista, un volumen de más de 700 páginas “que da pocos consejos y muchas órdenes”… Recuerdo ahora una frase de ‘Fahrenheit 451’: Quizá los libros puedan sacarnos a medias del agujero. Tal vez pudieran impedirnos que cometiéramos los mismos funestos errores. ¿Escribes de la Segunda Guerra Mundial para seguir recordándonos aquellos errores, aquella quema de libros, aquel tiempo de horror sin tiempo?
Durante mucho tiempo creí firmemente en el papel de los libros, de la literatura en general, para evitar esa repetición de errores que mencionas. Ya no creo así, o al menos no del todo. Es tentador mostrar al nazismo, por ejemplo, bajo la imagen de esa turba bárbara que lanzó miles de libros a una inmensa hoguera; pero no es menos cierto que el nazismo sostenía su ideología en otros tantos libros que adquirieron un carácter casi sagrado, y que además contaban con un nutrido equipo de escritores, ideólogos, científicos y especialistas de todas las materias. En Kanada la quema de libros desempeña un doble papel: por un lado es un eco de la violencia nazi que el protagonista acaba de padecer, pero también un recordatorio de que un mundo que ha permitido germinar el nazismo es un mundo que merece ser destruido.
¿El mal es banal?
Por supuesto. Suscribo con triste resignación todas las tesis de Hannah Arendt.
¿Nos hacemos malos conforme interaccionamos, conforme entramos en nuevos contextos o crees que el mal ya va en los genes?
Considero que los factores ambientales son más importantes que los genéticos a la hora de conformar nuestra personalidad. En cualquier caso, creo que detrás de los grandes genocidios de la humanidad no está un psicópata o una mente trastornada, sino una ideología lo suficientemente firme e inflexible para ser despiadada. Los grandes dictadores de la Historia creían en un mundo mejor, pero tan radicalmente nuevo que para alumbrarlo era necesario exterminar a los millones de seres humanos que lo entorpecían.
¿Qué no has llegado aún a comprender, a asimilar, tras tus lecturas apasionadas sobre la Segunda Guerra Mundial y también sobre la Primera Guerra Mundial, que citas en ‘El cielo de Lima’, y tras la escritura de esta novela?
El interés que tiene la II Guerra Mundial y el Holocausto en particular es que es inasequible, incomprensible. Por mucho que creamos conocer de manera académica el tema, siempre tropezamos en último término con la perplejidad y el asombro de que tales acontecimientos fueran posibles. El Holocausto es una historia de ciencia-ficción que se hizo realidad.
Antes de ‘Kanada’ publicaste ‘El Cielo de Lima’, una obra traducida ya a varios idiomas y donde narras una historia distinta, en una época distinta. Estamos en Lima, a comienzos del siglo XX, y unos jóvenes poetas, con ciertos ecos de ‘Los detectives salvajes’ de tu admirado Bolaño, consiguen que el poeta Juan Ramón Jiménez se enamore de una joven que no existe: Georgina, una historia real que recreas en esta obra. Hoy, en el mundo digital, ¿sería posible un engaño así o incluso crees que sería mucho más fácil?
Probablemente más fácil, pero la experiencia resultante no significaría tanto para nosotros como significó para Juan Ramón: vivimos en una época marcada por una cierta superficialidad y pragmatismo. En cualquier caso, me gusta que compares la correspondencia entre Georgina y Jiménez con el juego de máscaras y engaños del mundo digital: mientras escribía la novela siempre sentí que eran fenómenos claramente emparentados.
¿Por qué se te ocurre perseguir esta historia enterrada de amor entre el poeta y la joven limeña?
Tuve noticia del engaño cuando todavía estaba en el colegio y preparaba un trabajo sobre Juan Ramón. He olvidado casi todo lo que aprendí entonces, pero no esa anécdota, supongo que porque se las arregla para tocar muchos temas que me obsesionan como creador -la fragilidad de la frontera entre la realidad y el simulacro; la idealización amorosa; la palabra como creador de una realidad alternativa, etc…-. En algún momento, en 2011, decidí que sería el argumento de un relato breve: poco tiempo después comprendí que lo que tenía entre manos era una novela.
Todo eso transcurre en aquellos años de ingresos de sanatorios de Juan Ramón Jiménez, de juventud, los años previos al amor de Zenobia Camprubí, que por cierto conoce en 1913, fecha en el que está escrito el poema que le dedica a Georgina y que titula: ‘Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima’…
Todavía hay ciertas lagunas y puntos oscuros en torno al episodio. Décadas más tarde los propios artífices del engaño, Carlos Rodríguez y José Gálvez, no se ponían de acuerdo a la hora de recordar lo sucedido. Según algunas versiones, Juan Ramón tardaría años en recibir la noticia de la supuesta muerte de Georgina: eso explicaría el desfase temporal entre su intercambio epistolar -entre 1904 y 1905- y el momento de redacción del poema. En mi novela, que no deja de ser una recreación libre y fantasiosa del episodio, juego con una versión diferente.
Y tras Juan Ramón Jiménez, la Lima de principios del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración, ¿qué vendrá después de ‘Kanada’?
Llevo mucho tiempo investigando los libros parroquiales de una diminuta aldea de Cantabria, Toñanes, y reconstruyendo las vidas de los habitantes en sus últimos 400 años de historia. Mi novela parte de este esfuerzo documental, y se dirige a algún lugar que por ahora no soy capaz de precisar.
Comentarios
Por Castor, el 14 septiembre 2017
Segun este individuo, la segunda guerra mundial,en realidad, era un parque tematico.
Por Daniel L., el 14 septiembre 2017
para la mayoría de la gente tiene razón, es una mentira repetida miles (millones) de veces y todos la toman como verdad.
yo lo llamo la pildorita semanal del holoc…
Por Satis, el 21 mayo 2018
Castor: no se te da mal simplificar, no; ¡Caray!