Kubrick antes de Kubrick, los primeros pasos de un genio incipiente
Hace 70 años, en 1952, Stanley Kubrick concluyó su primer largometraje, ‘Fear and desire’ (Miedo y deseo). Aún no era el Kubrick autor de tres de las mejores películas de la historia, según la encuesta que acaba de publicar la revista inglesa ‘Sight and Sound’: ‘2001, una odisea espacial’, ‘El resplandor’ y ‘Barry Lyndon’. Era un veinteañero, pero su talento ya había despuntado en tres cortometrajes documentales, un género al que renunció cuando despegó su carrera de director. Revisamos aquí los orígenes cinematográficos del cineasta estadounidense.
Tiene 21 años y un apellido austríaco, Kubrick, deformación del original Cubrik que figuraba en la documentación de sus ascendientes inmigrantes cuando llegaron a Nueva York en 1899. Vive en el Bronx, en la casa familiar comprada por su padre médico. Ya ha decidido que será director de cine y rumia sobre el asunto de su película. En la cabeza le fluyen incontables imágenes que ha ido acumulando desde que a los seis años empezó a ir dos veces por semana al cine, y más recientemente, en largas sesiones, a la sala de proyecciones del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), a los cines Loew del Bronx o a los de Long Island. Ve Ciudadano Kane, Luces de la ciudad, Enrique V, Ángeles del infierno. Lee textos teóricos de cine escritos por los grandes directores rusos Eisenstein y Pudovkin, y la técnica la aprende durante una mañana: un empleado de la Camera Equipment Company le enseña el manejo de la cámara de 35 milímetros que va a usar. Más tarde le instruye en la tarea de empalmar, cortar y usar el sincronizador de sonido.
El argumento por el que Kubrick se decide lo tiene ante sus ojos. Es un amplio reportaje fotográfico, Prizefighter (Campeón de boxeo), que ha publicado en enero de 1949 en la revista Look sobre el púgil de peso medio Walter Cartier, de 24 años. Kubrick había vendido su primera fotografía a esta publicación cinco años atrás, cuando tenía 15: la imagen de un vendedor de periódicos que anuncia la muerte del presidente Roosevelt. Al poco tiempo, Look lo contrató como aprendiz de fotógrafo. En esos años ha hecho fotos de circo, de campañas políticas, de viajes como enviado a Portugal, y ha ahorrado dinero suficiente como para pagarse la producción de un cortometraje. De modo que ahora vuelve a hablar con el boxeador y le propone el rodaje de un documental, Day of the fight (Día de combate), que describe un día en la vida del púgil, desde el amanecer hasta el momento final de la pelea que va a disputar esa jornada.
Ayudado por su amigo de colegio Alex Singer, que ejerce de ayudante de cámara, Kubrick filma a Cartier y a su representante, su hermano gemelo, en las calles de Nueva York, en el piso donde viven, en el estadio. “Nos íbamos alternando. Yo rodaba mientras él cargaba la película”, recuerda Singer en el documental Stanley Kubrick, una vida en el cine.
Las imágenes son mudas. Sobre ellas una voz en off va narrando ese día, una sucesión de momentos anodinos o convencionales (el desayuno, el afeitado, el rezo en la iglesia, la comidas, los juegos con un perro, el ritual de vestirse para la pelea: ajustarse los guantes, embadurnarse con linimento…).
La voz del narrador, sin gran énfasis, cuenta en breves trazos las aspiraciones de un hombre que persigue la cumbre del campeonato del mundo de peso medio. Uno de sus momentos más brillantes llega justamente cuando esa voz calla y se suceden las imágenes del combate rodeadas del murmullo de los espectadores, de sus gritos. Una cámara filma la pelea a pie de ring y otra, a distancia. Cartier lleva la iniciativa y golpea fuerte. Una vez, otra, hasta que engancha un golpe directo a la cara de su oponente y lo derriba. Cartier vence. Pero esa victoria no es más que una estación de paso de una ambición que el boxeador jamás cumple.
Al concluir Day of the fight, Kubrick intenta, en vano, venderla a la televisión y seguidamente a un distribuidor de la compañía RKO que trabaja con cortometrajes. La productora acepta la película y le paga al cineasta 4.000 dólares, cien más de lo que le ha costado al director. A Kubrick le complace su pequeña historia de boxeo. Tanto que, como cuenta uno de sus biógrafos, John Baxter, la recicla en El beso del asesino, su segundo largometraje, que estrena en 1955, repitiendo incluso la toma de un cartel de boxeo colgando de una farola. De hecho, Day of the fight es lo mejor que rueda Kubrick hasta su primera gran película, Atraco perfecto.
A pesar de la magra ganancia que obtiene por el documental, Kubrick acepta un encargo de la RKO, otro documental sobre un famoso sacerdote, Fred Stadtmuller, que cubre en avioneta un extenso territorio de Nuevo Méjico, donde tiene a su cargo once congregaciones, a cuyos ciudadanos conforta con la palabra de Dios y su propia ayuda material. Flying Padre (El Padre piloto) se estrena en marzo de 1951 y de los tres cortos documentales de Kubrick, este es el más heterodoxo, porque está rodado como si fuera una ficción, y de hecho algunas de las secuencias del filme son recreaciones de acontecimientos reales.
Con estas dos películas exhibiéndose en los cines, Kubrick ya no duda. Será director. Abandona el trabajo en Look y empieza a planificar su primer largometraje. En Nueva York pasa horas jugando, por dinero, al ajedrez, otra de sus pasiones. Espera recaudar fondos para la película. De modo inútil, porque las ganancias son escasas. En 1953, su padre le da el impulso definitivo. Liquida el seguro de vida que tiene y entrega el dinero a su hijo, que lo invierte en Fear and desire. Aun así, no cubre lo que necesita para la producción y busca trabajos patrocinados, de nuevo como documentalista. La Unión Internacional de Trabajadores del Mar lo contrata para rodar The seafarers (Los marineros), con el que esta organización confía en atraer a nuevos afiliados.
Como trabajo de encargo, Kubrick no tiene el control absoluto que ha ejercido sobre sus dos cortometrajes previos. Pero con todo lo impersonal de un encargo, su trabajo es irreprochable. Las imágenes se abren paso entre el carácter propagandístico del filme, una defensa del sindicalismo, de la unión laboral de “unos hombres que no desean vivir en una ciudad grande o pequeña sino en el mundo, independientes”, frente a los patronos. Como en Day of the fight, sobre estas imágenes una voz (la de un cargo sindical) dice un texto. Kubrick informa sin énfasis. Muestra las instalaciones de la sede del sindicato: un restaurante, una sala de juegos, un centro de formación, una barbería, un bar, una tienda; los servicios de asistencia que presta la organización: ayudas económicas a familias, a enfermos hospitalizados… Sometido a un guion ajeno, a su carácter publicitario, limitado en la concepción de imágenes significativas, Kubrick no queda satisfecho de The seafarers. Nunca lo menciona a iniciativa propia.
Del cuarto de sus documentales ni siquiera queda, de momento, huella filmada. Lo rueda durante la Asamblea Mundial de Jóvenes en 1952, patrocinado por el Departamento de Estado de Estados Unidos con el propósito de instar a los jóvenes a realizar trabajos sociales. Ese mismo año lo contrataron como segundo director de un episodio de la serie televisiva Mr. Lincoln. Cuando en 1953 resuma para un crítico su trabajo previo hablará, refiriéndose a su escaso bagaje fílmico, de “una serie de cosas menores para televisión y departamentos estatales”. Esta omisión la aplica también a Fear and desire, que concluye en 1952. La peripecia de cuatro soldados durante una guerra innominada, perdidos tras las líneas enemigas, carece de interés. Kubrick repudia la película y la retira de la circulación. “Fallido ejercicio de cineasta aficionado”, “inepta, aburrida y pretenciosa”, escribe en 1994, cuando empiezan a reaparecer copias del filme en archivos. Pero ya está a un paso de Hollywood. Y pensando en él acomete el rodaje de El beso del asesino, de nuevo en un formato familiar (en dinero y en equipo). La piensa como una antología del cine negro de la época, con un final feliz para que complazca a los productores de la costa oeste. Y sí, le abre las puertas de la industria. Ya está a punto para mutar en Kubrick, el apellido que identifica su cine, su impronta, esa marca antirrealista, alegórica (paradójicamente indeleble en su denostada Fear and desire), de la que extraerá sus imágenes más perdurables. La mutación se completará a partir de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, cuando ya no tienen cabida ni el realismo ni los encargos, y lo documental de sus orígenes parecerá un azaroso tránsito hacia sí mismo.
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