La boda de Yoani-Afrodita
“Yoani avanza por el pasillo. El vestido largo blanco modela su cuerpo mulato. Los rizos recogidos en un moño lleno de anémonas. Imagino su culo provocador moviéndose al compás de la música y me emociona su belleza”. En nuestros Relatos de Agosto realizados con la colaboración del Taller de Escritura de Clara Obligado, hoy estamos invitados a una boda muy especial, entre pasiones y llantos.
Por ROSA ESTEFANÍA DÍEZ
El día amenaza lluvia. Desde el mar, nubes grises se aproximan a la playa. Me temo lo peor.
Los invitados han comenzado a ocupar las sillas. En el lado derecho, los que vienen de mi parte. En el izquierdo, los de la suya. El viento tira al suelo un jarrón con espigas y flores. Semillas y pétalos blancos cubren la alfombra de color arena. “Cerquita del mar”, insistió Yoani, pese a que la boda se celebraba en abril. “Cerquita del mar, mi amor”, y me miró con sus ojos de miel. “Quiero sentir la presencia de los míos, al otro lado”.
Días después de cruzar el océano que ahora la separa de los suyos, la encontré subida en una de las bicicletas de mi tienda. Un modelo antiguo, recién restaurado.
—Me encanta… Es igualita a las de mi tierra… ¿Cuánto cuesta?
Era junio. Una gota de sudor le bajaba por el cuello e ingresaba en los pechos tapados por una camisetita de licra. Se le había subido la minifalda vaquera y asomaba el blanco de una braga de algodón.
—¿Perdone?
Bajó de un salto de la bicicleta. Se estiró la falda con una carcajada y los labios desaparecieron tragados por unas encías bermellón.
—El precio, mi amor.
La imagen de un triangulito de tela blanca y una gota de sudor en la clavícula se alternaron en mi cabeza durante toda la tarde. Cerré pronto. Me lavé las manos hasta desollarme la piel.
Me miro las uñas. Normalmente pierdo la paciencia y dejo algún resto de grasa. Hoy están relucientes como aquel día.
Mi padre me pasa el brazo por el hombro. Contra la costumbre va a ejercer de padrino.
—¿No tarda?— pregunta.
Elevo los hombros y miro hacia los invitados. Los de ella ya están en su sitio. Todas las sillas ocupadas por colores fuertes, vestidos ceñidos y trajes brillantes. Falta Caridad. Reynaldo lleva una corbata roja y una cazadora de cuero negro. Las faldas de algunas invitadas son tan cortas que parecen cinturones. El lado contrario, el mío, está casi vacío. Cuatro trajes oscuros de antiguos amigos de la infancia, acompañados por los vestidos a media pierna de sus mujeres y el traje chaqueta malva de mi madre, que no ha querido invitar a nadie de la familia porque los trapos sucios se lavan en casa.
Una nueva ráfaga de viento bambolea las tiras de gasa blanca que enmarcan el espacio donde esperamos a Yoani. De pie, detrás de un atril, el concejal que va a casarnos pasa las páginas de un libro. Algunas invitadas se sujetan los sombreros o devuelven a su lugar los cabellos despeinados.
—De algo tiene que servir habernos quedado calvos a los treinta —bromea mi padre, y se pasa la palma de la mano por la cabeza.
Tintinea el vidrio de los jarrones. No sé cuándo los han atado a las columnas.
Suena la música. La flaca de Jarabe de Palo. Nuestra canción. Mi madre tuerce el labio, para mostrar su desagrado.
Yoani avanza por el pasillo, con Caridad junto a ella. El vestido largo blanco modela su cuerpo mulato. Los rizos recogidos en un moño lleno de anémonas. Imagino su culo provocador moviéndose al compás de la música y me emociona su belleza. Mi padre me alcanza un pañuelo.
No puedo creer que vaya a convertirse en mi mujer. Hefestos, el feo, el cojo, el contrahecho tomando como esposa a la bella Afrodita, la diosa que nació del mar, después de ser escupida con saña desde su isla caribeña.
El concejal llama con la mano a alguien. De entre los invitados surge Ernesto, los músculos del pecho tatuados bajo la tela transparente de la camisa plateada, las nalgas empujando el lamé brillante de su pantalón. Todos los ojos le persiguen y algunas bocas se humedecen. Incluso mi madre sigue el paseo de este Adonis hacia el atril. Algunas mujeres sacan fotos.
—Me dijiste que estaba en Cuba —le digo a Yoani al oído.
Ella levanta los hombros y sonríe.
—Ya ves, mi amor. Ha vuelto.
La voz melosa de Ernesto comienza a recitar los primeros versos de una conocida canción de su tierra:
Esto no puede ser no más una canción
Quisiera fuera una declaración de amor
Romántica sin reparar en formas tales
Que ponga freno a lo que siento ahora a raudales.
A Yoani le tiemblan los labios. Disimula humedeciéndolos con la lengua.
Te amo, te amo, eternamente te amo.
Me pongo tenso. No ignoro que llegaron juntos de Cuba y siguen buscándose en algunas noches de soledad, pero miro a mi madre, los ojos bajos, las manos trabadas, y pienso que no es el día para recitar esta Yolanda tan parecida a mi Yoani.
Hoy celebramos el amor —dice Ernesto—, por eso me he permitido recordarle a mi salpicona, a mi bella trigueña, la hermosura del amor en nuestra tierra. Con permiso de mi socio.
Sonrío y confirmo con la cabeza. Miro a Reynaldo. A él tampoco le ha gustado.
El concejal recupera su lugar en el atril. Habla. Lee. Sonríe. Nos mira. Recita artículos del Código Civil. Vuelve a mirarnos. Yoani trata de recuperar la compostura. Nos dice que nos tomemos de la mano y pronunciemos los votos.
Empiezo yo:
—Prometo adorarte. Gozar de tus días buenos y acompañarte en los malos. Te quiero, Yoani, y te querré para siempre, pase lo que pase.
No miento. Pronuncio cada una de las palabras como si me fuera la vida en ello.
A mi madre no le impresiona mi pasión. Sigue con los ojos bajos y los puños apretados. Yo diría que está rezando.
Continúa Yoani:
—Prometo quererte para siempre, mi papito bello. Acompañarte en la jarana y en la enfermedad y darte unos hijos hermosísimos.
Sé que miente: “No puedo amarte”, me dijo cuando le propuse matrimonio. “Aunque temple con todos, solo Reynaldo me calienta el corazón”.
No me engaño. Este Hefestos deforme y cuarentón nunca conquistará el amor de la bella Afrodita. Me duele, como me ha dolido desde niño el desprecio de mi madre, que escondía de las visitas al hijo torpe y contrahecho, tan distinto a su padre el notario, pero podré soportarlo mientras el azúcar de su aliento acaricie mi oído y su risa contagiosa me acompañe al despertar. Reynaldo, ese Ares de pacotilla que contiene a duras penas la cólera, arrugando con saña la corbata, tendrá algunas de sus noches, pero yo siempre disfrutaré de sus amaneceres.
Aplausos y gritos de “Vivan los novios” y “Viva Cuba” anuncian que el concejal acaba de casarnos. Yoani se tira sobre mí y me besa con furia. Después abraza a Caridad.
Todos sus invitados la rodean. La veo ir de brazo en brazo como una peonza. Luego se acercan a mí y me dan la enhorabuena, afectuosos pero discretos. Mi padre sigue a mi lado, sosteniéndome. El viento mueve con furia las espigas del jarrón, bailan las tiras de gasa blanca. Se acercan algunos de mis amigos.
Mi madre permanece en su sitio. Ha alzado la cabeza y nos mira altanera. Un gesto de mi padre la obliga a levantarse. Besa a Yoani, como si quemara. Los labios alejados de su piel achocolatada. Tampoco la abraza. A mí, sí. Al principio, sin ganas, musita una enhorabuena mentirosa. Después me mira y me estrecha con fuerza contra su pecho.
—¿Cómo has podido hacernos esto? ¿Cómo? —rompe a llorar—. ¿Cómo has podido equivocarte tanto, hijo mío?
Mi padre, siempre atento, la aleja de mí, con cariño, pero con firmeza.
Se echa a llover. Los invitados corren hacia el interior del restaurante. El viento arranca un jarrón de su atadura y lo hace añicos contra la alfombra. Mi padre agarra el brazo de Yoani.
—Un momento —dice—, que yo no he besado a la novia.
Y mientras la besa en la mejilla, me sorprende descubrir en sus ojos hastiados, por primera vez en mi vida, un destello de envidia. De puritica envidia, como diría mi mulata.
Y pienso que, tal vez, no me haya equivocado tanto.
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