‘La botánica de los sentimientos’: un bosque urbano para superar el dolor
Una bella historia de dos mujeres aprendiendo a cuidar de las plantas a la vez que aprenden a cuidarse de sí mismas frente a los maltratos de la vida. Para superar miedos y dolor. Incluso cuando todo parece terminado, cuando la vida parece yerma, puede brotar un bosque urbano, puede brotar la esperanza. A partir de muchas notas autobiográficas, la italiana Ilaria Bernardini construye en ‘La botánica de los sentimientos’ (Grijalbo) una historia en la que meter las manos en la tierra significa reconstruir una vida. Hablamos con la autora.
Son muchas las cosas que llaman la atención en tu novela. Por ejemplo, la musicalidad con que vas relatando la desesperación de la protagonista. Se nota que has huido del efecto rebote que lleva casi siempre implícito el dolor. Que has huido de las casas cerradas, de las paredes que acaban convertidas en nocivos y pulcros espejos. La intemperie a la que sometes la constante evolución de tu protagonista es un hallazgo, pero también un arma de doble filo si el lector no se adentra en ese silencio premeditado que convierte cada capítulo en un enigma. ¿Jugaste a propósito con esa dualidad o fue el regalo que te ofreció su medido ritmo narrativo?
El ritmo de la novela es lo que permite acceder a ella y a sus raíces y significados hondos. Por todos lados aparecen, subyacen mantras, palabras que se repiten como un abracadabra para abordar y aliviar el dolor. A veces pienso que algunos fragmentos podrían tomarse como una canción para cantarla en voz alta, en momentos de necesidad.
Otra de las cosas más llamativas de ‘La botánica de los sentimientos’ es el futuro imaginado como una grandilocuente excentricidad. La protagonista ha perdido parte de su pasado, no le encuentra un sentido práctico a su presente y, sin embargo, se permite pensar en el futuro como si en él estuviese el paraíso. Supongo que eres consciente de que ese optimismo pudo dar al traste con la verosimilitud de una historia cimentada sobre un amplio ramillete de desgracias. Me gustaría saber si piensas como yo que el equilibrio argumental en este aspecto reside en las sulfurosas reflexiones de su protagonista.
En esta historia hay un compromiso con la honestidad, en el sentido de que se sumerge en la vida real, en un pasado común a distintas personas y sigue, al menos de alguna manera, las reglas de la autoficción. Al mismo tiempo, la postura existencial, en la conciencia de nuestra protagonista, es también la del pensamiento mágico. Y, de alguna manera, la de un musical poco técnico.
Aunque tu historia tiene una silueta muy marcada y los personajes se circunscriben a una clase social acomodada es evidente que has conseguido que brille entre el relato una agudeza emocional capaz de hablar de todos los seres humanos. Todos podemos ser María o Alessandro. Todos somos héroes dentro de un grupo, pero también en un solo segundo podemos acabar siendo mártires. Sin embargo, la derrota no entra en los planes de ninguno de los protagonistas. ¿Cómo conseguiste escribir la historia sin dejarte vencer por la asfixiante piel que maniata siempre el porvenir de los perdedores?
La mayor parte del viaje, por el bosque y en busca de raíces escondidas y de las inmensas ramas que somos, surge de abrazar una idea de totalidad que no tiene que ver con el ego, con el yo, sino con el ser una parte y ser en conjunto. Ana deja de sentir dolor, quizá nosotros también, cuando la obsesión por uno mismo deja de ser la clave de la interpretación de la vida, el engañoso concepto de que en esa obsesión reside su significado.
También es evidente que tu historia es una lucha encarnizada contra la soledad del desamor, contra la soledad de la enfermedad, contra la soledad familiar, contra el miedo y sobre todo contra esa losa que implica sentir que se fracasa como madre. ¿Cómo fuiste capaz de sobreponerte a ese cerco en apariencia infranqueable y dotar a esta historia de una positividad tan rotunda?
Por supuesto, tuvo que ver con el intento de aprender la distancia adecuada para ser capaz de sobreponerme. La distancia adecuada de yo misma, en aquellos días, de ese dolor. El intento de aprender a crecer en un bosque en medio de la sequía o de sacar provecho incluso de las ramas muertas, de elegir las palabras en el vacío inmenso.
Da la sensación de que, a pesar de que tu protagonista tiene tan presente el pasado, jamás mira hacia atrás, que su evolución es una constante inalterable, que su imperfecto jardín es la excusa perfecta para insuflar longevidad a su casi obscena alegría. ¿No pensaste en algún momento de la narración en aligerar las buenas intenciones de la protagonista? ¿No quisiste rendirte a esa dosis de amargura que su inestabilidad y la del resto de personajes parecía demandar en el devenir de la historia?
Siento que el dolor siempre está ahí, a pesar del pensamiento positivo o el enfoque inusitado. Es solo una manera de lidiar con ello que tiene que ver con el cuestionamiento, con estar en movimiento, fluyendo, con el ser vivo y dudando (la cantidad de signos de interrogación en esta novela destacan este fluir, la incertidumbre, la búsqueda de sentido y significado así como diferentes teorías y soluciones). En la forma de pregunta, que es la manera filosófica de estar vivo, y en el abrazo de lo desconocido y del otro, reside también la vida. Y florece.
Algo que me ha conmovido mucho de tu novela es la madurez de Nico, un pequeño que con cuatro años ve la vida con una transparencia apabullante. La escena de su liberación emocional es una maravilla, ese momento en que sus padres dejan de hacer movimientos que huelen a podrido incluso antes de ser ejecutados y le permiten ser libre, ser niño. Nico es un sabio que le imprime un carácter altamente refrescante al argumento. ¿No te dio miedo dejar que recayera sobre él la que es a mi juicio la parte más valiosa de la novela? ¿Crees como yo que es la generosidad de Nico lo que convierte en verdades todas la mentiras que salpican la cotidianidad de sus desorientados personajes?
Hay un aprendizaje al principio de la vida que es el de la curiosidad, de la adaptación –de nuevo el cuestionamiento constante, de todo–. Educar a un niño –ser educado por un niño– fue una revolución en términos de creencias. No tienen miedo. Siempre están más dispuestos que nosotros a escuchar, tocar, aprender, ser parte de la vida de un modo muy sabio, abierto y honesto. Así que, claro, en esta novela, como en mi vida, a menudo veía la claridad de intenciones, de pensamientos, en los niños. En mi niño.
Otra de las grandes bazas de ‘La botánica de los sentimientos’ es que se aleja con muchísima inteligencia y con un desparpajo conmovedor del absolutismo emocional. Es contagiosa la soltura con que compartimenta y distribuye página a página el caos sin que en ningún momento se desordene la historia, sin que fracase la efervescente odisea de quienes la habitan. Imagino que para que ningún personaje salga desplazado con violencia de la dinámica estructural que has construido es importante la férrea presencia de la impresora del abuelo. Está claro que a veces los objetos son quienes escriben nuestra biografía. ¿Supiste desde el primer momento que ese objeto sería la piedra angular de tu novela? ¿Que su inerte existencia sería el corazón del jardín que alimenta el alma de la novela?
No tenía ni idea al principio, pero en esta búsqueda constante, durante mi viaje y en nuestro viaje, el viaje de Roland Ultra también había comenzado, y era una señal tan precisa, una metáfora muy práctica de muchos de los conceptos que me había repetido constantemente: el de replantar, reforestar, empezar de nuevo, dejar atrás y vivir, elegir un lugar nuevo donde un nuevo significado de la vida e identidad propias eran posibles, más fuerte, más amplio. En la práctica botánica, en la historia de un objeto, en una inmensa máquina que vuelve a imprimir de nuevo, todo lo que sucedía tenía un eco, era un alfabeto para aprender una nueva gramática y encontrar nuevas frases para construir una idea más novedosa de la vida. Por la vida misma.
En tu novela nada ocurre por casualidad, hasta los títulos de los capítulos mantienen un estricto orden que paradójicamente se ve interrumpido por la polivalente imaginación de la protagonista. La aparición de algunos elementos como la tortuga con muñones disparan el valor de su narración. ¿La introducción de estos elementos tan ricos, tan imprevistos, tan imaginativos tiene que ver con la vuelta al génesis emocional de la protagonista? ¿Con su indefensión o más bien con su inagotable esperanza?
Todo lo anterior. Y con los elementos imprevistos, así como con los milagros y regalos minúsculos que no cesan de sobrevenirnos, incluso en plena sequía, el invierno y la nada. Eso es algo por lo que, en ocasiones, algunas páginas están repletas de dibujos. Quería que esos regalos surgieran ante el lector, porque para nosotros, los que compartimos este bosque, esta única vida, este mundo, y esas pequeñas cosas que a menudo brillan (o avanzan despacio como una tortuga, o brillan como una promesa escrita en el cielo, o crecen enormemente, mucho más que la imagen de un girasol tan alto que el niño quiere colocar una silla encima… ), en estas bellezas minúsculas, inmensas, se manifiesta toda esperanza y salvación.
Es muy curioso también que en tu novela todas las mujeres son abandonadas por los hombres a los que aman; bueno, todas a excepción de la bohemia Alicia. ¿Me gustaría saber por qué haces esa distinción? ¿Por qué no equilibras la balanza? ¿Piensas que el dolor luce más sobre la mirada y la carne de una mujer?
El abandono no es algo que piense que subyace en la novela. Y, por ejemplo, Anna es la que se aleja del marido. Para querer desde otro ángulo, para estar presente en la ausencia, para ser una raíz invisible en una estructura que se convierte en una selva a pesar de las estaciones, para florecer y dar frutos y oxígeno, plantas y vida a pesar de las inclemencias del tiempo. Para crear un modo de vida más amplio que el nuestro; ese es el sentido último tanto del dolor como de la felicidad. Las mujeres, en esta historia, son las que plantan esas semillas, dando la bienvenida al crecimiento.
Por último me gustaría preguntarte si habrá segunda parte de ‘La botánica de los sentimientos’, si tu protagonista dejará de heredar plantas y sí se atreverá por fin a dibujar su siguiente jardín desde cero?
Pienso que sí, debería haber una secuela, una para cada jardín, cada planta y flor para una historia como esta, que lleva intrínseca la idea de circularidad, de eternidad. El bosque debería repoblarse. O morir de nuevo. O la protagonista podría necesitar llevar a cabo una nueva exploración, una nueva búsqueda, un baile, una lucha y perderse en su inmensidad, otra vez, para encontrarse a sí misma una y otra vez y aprender que no es cuestión de perderse y encontrarse, tampoco.
Traducción del inglés de Cristina Pineda.
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