La capacidad de asombrarse
El autor aprovecha el primer aniversario de El Asombrario, que será el próximo día 12, y su asistencia a la representación de MBIG, el Macbeth en La Pensión de las Pulgas, para reivindicar la capacidad para asombrarse como un acto puramente humano.
Si hay algo que diferencia al ser vivo del zombie es la capacidad de asombro. Existir, que es algo mucho más complejo que respirar, implica acción, actividad, compromiso y, desde luego, capacidad de emoción. En ocasiones nos arropamos con una superioridad evolutiva que lo único que logra es mermar nuestra aptitud para el asombro. Relacionamos, erróneamente bajo mi punto de vista, la experiencia con la costumbre, abandonamos en la infancia la capacidad de asombrarnos y crecemos convencidos de que eso es evolucionar.
Una vez conocí a un hombre de 101 años. Había nacido con el siglo XX, con seguridad el intervalo temporal con los mayores cambios y avances tecnológicos de la humanidad –no la reforma laboral del PP, como manifiesta la necedad-, y aún tenía intacta su disposición al asombro. Conoció el impacto social del automóvil, el nacimiento de los aviones, la entrada en casa de los electrodomésticos, la fotografía instantánea y el poder de los antibióticos. Vio como el hombre pisaba la Luna, como se calentaba un vaso de leche en el microondas y como, tecleando el nombre de su actriz favorita en un ordenador, aparecían millones de páginas escritas sobre ella. Fue creciendo con el siglo, descubriendo el progreso y, en cada instante de su vida cotidiana, no dejó de asombrarse. Lo que más le impactaba era el teléfono, que pudiera hablar con personas que estaban en otro continente y escucharlas como si estuvieran a su lado.
¿Alguna vez se han detenido ante cualquier avance tecnológico que emplean habitualmente, ante cualquier prodigio de la naturaleza, y se han dejado volver a asombrar? Les aseguro que hacerlo sigue siendo una experiencia maravillosa. Escribir una palabra en un buscador y tener un segundo de asombro ante la rapidez con la que recibimos la respuesta. Observar un DVD y pensar que ahí dentro hay imágenes y sonidos perfectamente fusionados en una película. O bastaría con ver florecer las semillas plantadas en la jardinera del balcón. Esas cosas a las que ya no prestamos atención porque las hemos asimilado de tal manera a nuestra vida cotidiana que no perdemos un segundo en readmirar el prodigio.
Yo, por ejemplo, a veces me aíslo de lo frecuente y tengo unos instantes de asombro pensando en lo fascinante que es poder enviar una fotografía por whatsapp. Esa capacidad de sorpresa, que ejerzo mucho menos de lo que quisiera, es el motor de mi emoción.
He perdido la cuenta de la cantidad de veces que he visto El planeta de los simios, la clásica, la de 1968, y aún hoy me asombro cuando llega el final. Siento un escalofrío como si fuera la primera vez que descubro, a la vez que el coronel George Taylor, dónde estamos. Posiblemente sea el mejor final de la historia del cine y ahí resida su mérito pero no hay pase en el que no me sobrecoja, como si no supiera ya lo que va a pasar.
Algo parecido me sucede con la actuación de Jennifer Holliday en la entrega de los premios Tony de 1982. Ella estaba nominada por su papel de Effie White en el musical Dreamgirls. Sobre el escenario, algunos de los actores y cantantes del musical representan un número que se cierra cuando ella interpreta And i’m telling you (i’m not going), un tema que cantas desde las entrañas o no lo cantas. La actuación de esa mujer es sobrehumana. Una barbaridad que cada vez que veo me asombra y emociona como la primera vez. Con la nota final suelo tirarme al suelo en una especie de ritual de veneración que aquí mismo les confieso sin pudor. El video de Youtube, sin tener una buena calidad de imagen y sonido, tiene 1.370.281 reproducciones y no me extrañaría que gran parte de ellas fuesen mías. Si tienen oportunidad de verlo –cuidado, crea adicción- piensen que ella hizo eso cada noche, durante dos años, en un teatro de Broadway. Por supuesto, ganó el Tony a mejor actriz.
Me invade la admiración cada vez que me sitúo ante la Torre Eiffel. Lo he hecho dos veces en mi vida y siempre es la primera. Viajar es mantener viva la capacidad de asombro.
Me sigue maravillando el talento de amigos como José Martret o Alberto Puraenvidia y lo que son capaces de hacer. Si van a La Pensión de las Pulgas y reservan para asistir a su Macbeth lo entenderán. MBIG (Mc Beth International Group) es una bofetada a nuestra disposición a acostumbrarnos. Como ya escribí en su momento, la costumbre es un insulto y, ante esa versión de Macbeth, un pecado.
Y asombrándome podría estar horas. Si bien es cierto que hacerlo no siempre está relacionado con sensaciones positivas (la indignidad de nuestro de Gobierno, la sinvergonzonería de la clase política, la impunidad con la que trabajan los corruptos, no deja de sorprenderme y les aseguro que no hay nada de bueno en eso), quiero pensar que asombrarse es un síntoma, como reconocen los antropólogos, de inteligencia espiritual. No deberíamos dejar de descubrir y de disfrutar de lo descubierto. Esa es la única manera de existir.
Muchas felicidades El Asombrario & Co.
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