La cara B del rockero
Llegamos al final de nuestra serie de Relatos de Agosto de ‘El Asombrario’ y el Taller de escritura de Clara Obligado con una noche de desenfreno con un rockero. “Los besos de Matt Turner sabían a whisky, óxido y agua estancada. Las manos frías le recorrían el cuerpo por debajo de la ropa. Se tumbaron en la cama. Él le clavaba la hebilla del cinturón mientras le intentaba quitar la camiseta”…
Por ANA ISABEL PALACIOS
Alicia había vuelto a sentir el calor de aquellas tardes en las que entre ecuación y análisis de texto se masturbaba mirando el póster de su pared. Empezó a calcular cuánto tiempo hacía de aquello, pero las matemáticas le asustaron cuando se llevó dos. Aunque de la gente de la cola ella era de las más jóvenes, no pudo evitar matar el tiempo contando las canas que se escondían entre los mechones de su pelo. Al final de la cola, Matt Turner se hacía fotos con un grupo de hombres calvos que llevaban camisetas ajustadas como si quisieran competir por quién tenía la tripa cervecera más definida.
La última vez que había sentido un calor similar había sido unas semanas antes en el trastero de su madre. Mientras revolvía cajas, se sorprendió de la mucha ropa a rayas que tuvo, encontró un cinturón de tachuelas que no recordaba haberse puesto y un par de medias rotas que en su día guardó por si acaso. Las Marteens ahora le quedaban justas, pero se las había puesto para el concierto con unos pantalones pitillo. Le costó un poco encontrar la camiseta, la recordaba de un gris más claro y la M y la T en blanco menos resquebrajadas. Se la había regalado el chico con el que salía por aquel entonces. Manuel era dulce, tocaba la guitarra y no sabía desabrochar sujetadores. Los viernes por la tarde, antes de que sus padres volvieran de trabajar, subían a su habitación y escuchaban la cara A de la cinta de Matt Turner. Ella siempre se ponía debajo para poder mirar el póster por encima del hombro de Manuel.
Con disimulo, se metió la camiseta por dentro del pantalón. Se alegró de que a ella le quedara aún un poco holgada. Era la última de la fila. Delante, una pareja no paraba de ponerse de puntillas y contar en alto cuánta gente quedaba. Hablaban de lo bien conservado que estaba y de que se le notaba que se había retocado la nariz. En aquel momento, Matt Turner se hacía una foto con dos señoras cubiertas de tatuajes. A Alicia le dolían los dedos de los pies después de haberse pasado dos horas de puntillas para avistar el escenario entre la multitud de cabezas. Además, no paraba de espantar el pensamiento intermitente que aparecía en su tren de conciencia: “Ojalá estuviera ya en casa”. Pero tenía que aguantar. No se iba a marchar sin que Matt Turner le firmara la cinta. Tenía elegido el hueco, justo debajo de sus versos favoritos.
Déjame ser la última gota de tu trago de cerveza
La que espera en el borde de la botella
Impaciente porque tus labios la borren.
La cola avanzó y cuando la pareja de rockeros que había delante de ella se apartó, Matt Turner la miró de arriba abajo. Ella hizo lo mismo. Se fijó en que se había cambiado de ropa después del concierto, pero aún tenía el pelo mojado del sudor de los focos. Inmediatamente Alicia se colocó bien la camiseta y deseó que no se le hubiera pegado el olor del público.
–Veo que hemos dejado lo mejor para el final.
Le tendió el casete.
–Alicia –murmuró, aunque él no se lo había preguntado. Se quedó mirando la cajita de plástico y levantó una ceja.
–Hacía mucho que nadie traía uno de estos –dijo.
Ella se encogió de hombros. Matt Turner quitó el tapón del rotulador con la boca, extrajo el librillo de la funda de plástico duro y comenzó a escribir en la portada. Cubría su cara con un hilo de tinta negra permanente y ella quiso indicarle que no era el lugar adecuado pero no se atrevió a articularlo. Mientras trazaba la A mayúscula de su nombre se fijó en la topografía de sus manos, las mismas que las del póster pero ahora arrugadas. Las uñas pintadas de negro estaban adornadas de padrastros y su vena cubital formaba una cordillera en medio del reverso de la mano. Alicia se fijó en el tatuaje de la muñeca, no lo recordaba del póster. Era un ojo en un triángulo y justo una de sus arrugas cruzaba la pupila.
–Ahora supongo que quieres una foto.
Dudó un momento y contestó:
–No gracias, con esto me vale.
Entonces Matt Turner miró al fondo del bar y vio que no había nadie más en la cola.
–Alicia, vamos a tomar una copa.
Alicia pidió una cerveza, pero le sirvieron un whisky. Se sentaron en la barra y mientras brindaban el camarero les dejó un par de chupitos de tequila.
–No debería beber tanto, mañana trabajo– dijo Alicia mientras se frotaba las manos en los muslos e intentaba adoptar una postura estable en el taburete.
Matt Turner sonrió con la copa en los labios.
–No pasa nada, solo estaremos un rato.
Seguidamente se encendió un cigarro y nadie le llamó la atención. No dijo nada más, se quedó allí callado. Alicia podía contarle mil historias pero todas le parecieron estúpidas en aquel momento.
–Si te soy sincera, no sé qué decir.
El humo daba vueltas a su alrededor, creando espirales que bailaban entre ellos. Luego Matt Turner lo soltó y Alicia se tragó el aire sucio.
–¿Es la primera vez que vienes a un concierto mío?
Asintió.
–La última vez que estuviste en la ciudad no tenía edad para entrar al bar. Estuve esperando en la salida, pero ya te habías ido.
Matt Turner alzó el chupito de la barra y se lo bebió de golpe. Se limpió la boca con la manga y Alicia pudo intuir la sonrisa de lobo que ponía en las fotos de las revistas. Ella intentó morderse el labio inferior, pero los dientes le resbalaban.
–Qué gran perdida.
Alicia quiso contarle como había esperado allí horas abrazada a Manuel, bajo la atenta mirada del chico de seguridad, con la cinta en la mano, mientras su padre esperaba en el coche escuchando jazz manouche. Pero cuando iba a decir algo más, Matt Turner ya había empezado a hablar.
–La verdad es que si no me obligan, suelo salir nada más dejo la guitarra. –Apagó el cigarro contra la barra y tiró la colilla al suelo. Luego, hizo un gesto hacia el chupito de Alicia pero ella negó con la mano, así que se lo bebió y repitió la operación con la manga. Se inclinó hacia adelante y se acercó a la oreja de Alicia y susurró: “La gente está muy loca”.
Los dos rieron. Él no volvió a echarse para atrás, siguió allí, en su oreja. Estaba tan cerca que podía contar todos los surcos que tenía en los labios. La mirada la tenía plantada en la M y la T del pecho de Alicia.
–Recuerdo una vez que una mujer estuvo casi una hora enseñándome fotos de su perro. Le había puesto mi nombre. ¿Has visto? ¡A un chucho! La gente es un poco patética.
Alicia rio con él de nuevo, pero miró hacia sus Marteens mientras se acordaba de los dos peces que Manuel le regaló: Matt y Turner. Notaba su aliento en el cuello y el tímpano le molestaba. Entonces él le puso la mano en la rodilla y la empezó acariciar. Y se quedó parada, con la espalda recta mientras aquella mano dibujaba círculos en su rótula. Ella le tocó el brazo. Por el tacto supo que la camisa era cara. Luego separó las piernas y dejó que él colara su rodilla entre ellas. Luego le preguntó si su hotel estaba muy lejos.
–Podemos coger un taxi.
Las puertas del ascensor tardaron una eternidad en abrirse. La moqueta del pasillo ahogaba sus pisadas y Alicia se sintió como un fantasma. No dijeron nada, solo recorrieron el camino hasta llegar a la puerta 505. Él intentó meter la tarjeta, pero no funcionaba. Ella esperaba con el abrigo recogido entre las manos. Empezó con delicadeza y luego dio un par de empujones a la puerta hasta que consiguió abrirla. La cama estaba deshecha, había un olor cargante mezclado con el ambientador de lavanda del baño. Él encendió la luz de una mesilla al otro lado de la habitación, lo justo para que nada estuviera totalmente iluminado. No le dio mucho tiempo a observar nada más. Matt Turner le agarraba las caderas mientras la besaba. Los besos de Matt Turner sabían a whisky, óxido y agua estancada. Las manos frías le recorrían el cuerpo por debajo de la ropa. Se tumbaron en la cama. Él le clavaba la hebilla del cinturón mientras le intentaba quitar la camiseta. Lanzó la prenda por los aires y le estrujó los pechos por encima del sujetador de forma violenta. Alicia miró hacia abajo y vio cómo las uñas negras se le clavaban en la piel.
Una mano se separó de su pecho y empezó a revolver en la mesilla. Escuchó volcar un vaso y Matt Turner empezó a refunfuñar por lo bajo. Se incorporó, se disculpó y fue al baño. Cuando le quitó su peso de encima, Alicia cerró los ojos y disfrutó un segundo de poder volver a ser ella misma. Las sábanas estaban ásperas y tenían restos de cabello rubio. En la mesilla había un libro titulado La felicidad está en tus manos, un cenicero con un bosque de colillas, unas gafas de leer y una caja de pañuelos. No sabía si quitarse las botas o esperar a que volviera. Si no se daba prisa, se iba a morir de frío. Desde el baño, se seguía escuchando el refunfuño de Matt Turner mientras abría y cerraba las puertas de los armarios. Alicia se tapó con la sábana y empezó a tiritar. Alcanzó de la mesilla una caja vacía de medicamento. “Viagra” leyó y luego sonrió.
–¿Va todo bien?– preguntó.
–Sí, sí, es que no encuentro una cosa– dijo entre una tos de fumador. Luego se escuchó cómo escupía una flema.
Alicia giró la caja entre las manos. Abrió la solapa de cartón deformada, retiró el papel del prospecto y sacó la tira de plástico. Los huecos de las pastillas estaban todos mellados.
La cabeza de Matt Turner asomó por la puerta del baño envuelta en luz halógena.
–Mira a ver si tú puedes hacer algo.
Quedó de pie, con los pantalones por los tobillos y la camisa abierta dejando descubiertos sus pectorales caídos. Como si estuviera en negativo, un hilo de canas blancas iba desde su ombligo y se ramificaba en su pecho moreno. Su polla colgaba flácida entre las piernas, sin un atisbo de vida. Alicia se encogió de hombros. Se acercó, pero cuando estiró la mano le dio una arcada. Se tragó la bilis. Él la besaba el cuello de manera exagerada mientras ella ponía cara de concentración. La primera paja que le hizo a Manuel también le había costado. Había sido mirando al póster y tampoco notaba nada.
–Será mejor que me marche.
Recogió del suelo el bolso y el abrigo y los hizo una bola. Matt Turner la observaba mientras ella se volvía a poner la camiseta. Agradeció el contacto del algodón cálido. Él abrió la puerta y ella le dio un beso de despedida en la mejilla. Caminó en silencio por el pasillo de nuevo, pero está vez era consciente del rasguido de sus pisadas contra la moqueta. En el ascensor, se vio reflejada en el espejo: el pelo revuelto, la camiseta del revés y el abrigo aún hecho un lío. Tarareó la canción que sonaba en el hilo musical y entonces soltó la primera carcajada.
Comentarios
Por Jesús, el 31 agosto 2018
Qué buen relato Anabel. No me canso de leerlo. Enhorabuena. Es genial.
Por Sergio, el 31 agosto 2018
Me encanta el cuento, leyéndolo se puede apreciar el deseo en estado puro.