La España deshabitada: las canciones y sonidos perdidos por el exilio rural
El escritor Manuel Rivas decía hace poco en esta entrevista que la idea de despoblación debería acompañarse de la palabra extinción. La España deshabitada es cada vez mayor, mientras la poblada se reduce a ciudades, globales y poco representativas del patrimonio que las rodea. Seguimos los pasos del etnomusicólogo Alan Lomax (1915-2002) por la España rural que le enamoró, al estilo de Capa o Hemingway. Hace más de 50 años ya era consciente de la extinción de este mundo, de su música, cantos, sonidos. Una España multicolor y valiosa que también rescatan inspiradoras iniciativas que luchan hoy por mantener viva la llama de la tradición oral, los paisajes emocionales que son resonancias de las canciones que entonaban nuestros abuelos.
Una aldea abandonada es como un santuario. Porque la vegetación amortaja sus ruinas, y porque cada ruina precinta un lugar que fue habitado. A pesar del tiempo transcurrido o de haberle volado el techo y crecido las plantas, al cruzar sus puertas aún se siente invadir algo íntimo y privado. Si se mete el nombre de esa aldea en un buscador puede que ni aparezcan resultados, pero si se consulta una hemeroteca digital y se remonta la búsqueda 50, 70 o 100 años atrás, las menciones empiezan a aflorar. Conforme se retrocede en el tiempo, la aldea está de más actualidad y figura en más noticias: las casas reaparecen habitadas, los caminos se repueblan y la aldea recupera su actividad. Las noticias del siglo XIX pueden incluso reflejar una colorida vida social, insospechada a la vista de sus ruinas: la llegada del nuevo maestro, nacimientos, casamientos o variopintos sucesos. ¿Cómo un lugar tan desolado pudo estar tan vivo?
Cuando España vivía en el campo más que en la ciudad y los pueblos conocían su esplendor demográfico, lo rural estaba en el candelero y la actualidad informativa se cocía en la naturaleza. Los sucesos costumbristas, trágicos o romancescos que retrataban aquel modo de vida (las experiencias de aquella gente, tan intensas como las nuestras) fueron luego eclipsados o desvirtuados por el repentino interés urbano, y todo este anecdotario popular, esta microhistoria rural, se perdió entre legajos en los archivos provinciales, lejos del alcance público y el interés general o histórico. Hasta hoy, que al escanearse vuelven a la vida 2.0.
La remasterización del mundo rural es aún más vívida en los archivos sonoros o fonográficos, de los que quizá el mejor ejemplo lo da el etnomusicólogo Alan Lomax (1915-2002), que hace más de 50 años era consciente de la extinción de este mundo: “Incluso la rama más pequeña de la familia humana ha grabado alguna vez sus sueños en la roca donde ha vivido. Sueños reales, y a veces, llenos de sufrimiento, pero que apelan a su particular rincón de tierra. Todas estas formas de expresar los sentimientos han formado la obra de generaciones de anónimos poetas, músicos y corazones humanos. Ahora, en la era de los aviones, comunicaciones y explosiones atómicas, estamos a punto de barrer de la Tierra el folklore virgen que queda, al menos el que no se ajusta rápidamente a los cánones de éxito de la economía de consumo urbana. Lo que antiguamente era un jardín exuberante con inmensa variedad de colores está en peligro de ser reemplazado por un sistema cómodo, pero estéril y aburrido de autopistas culturales, con un solo tipo de consumo y música cultural. Hoy, solo a unos pocos folkloristas sentimentales como yo nos inquieta este panorama. Pero mañana, cuando sea demasiado tarde y el mundo se aburra con la música automatizada distribuida de forma masiva, nuestros hijos nos despreciarán por haber tirado a la basura lo mejor de nuestra cultura”.
Lomax consagró su vida a recopilar canciones como frutos silvestres, inmortalizando en su archivo sonoro las voces de la cultura popular para que no se perdieran, como había aprendido de su padre, al que acompañó desde joven por cárceles y campos de cultivo grabando cantos nativos. Tras abandonar Estados Unidos acuciado por la caza de brujas, recorrió medio mundo, recalando en España casi por casualidad. A petición de la Columbia Records viajó a Mallorca en 1952 para asistir a un congreso de música popular. A su llegada le esperaban las recelosas autoridades franquistas: “El ponente, un refugiado nazi, llegó a sugerirme que me fuese de España, y yo me dije que grabaría la música de este país desgraciado aunque tuviera que invertir en ello el resto de mi vida”. Como hicieran años antes Robert Capa en sus fotografías o Hemingway en sus novelas, Lomax recorrerá la península durante meses pintándola en un álbum de paisajes sonoros. Cuanto más tiempo pasa, más se enamora: “Este es un gran país. Días cálidos. El mar cercano (…). Pueblos antiguos y hermosos. La gente más simpática que he conocido. Quiero quedarme a vivir en cada pueblo y casarme con cada adorable joven señorita que veo”.
Descubre Aragón, Euskadi, Asturias… “Por todas partes hay cuarteles polvorientos con un cartel sobre la puerta: ‘Todo por la patria’. Es tan forzado que uno se pregunta ‘qué patria’, y basta una mirada alrededor para convencerse de que no es la patria de esta gente (…). Descubrí que en España el folclore no es mera fantasía o entretenimiento. Cada pueblo era un sistema cultural independiente con tradiciones que penetraban cada aspecto de la vida, y eran estas costumbres, a menudo paganas, la armadura espiritual del pueblo español contra las muchas formas de tiranía que se le había impuesto durante siglos. Fue en su folclore heredado que los campesinos, pescadores, arrieros y pastores que conocí, encontraban los modelos de comportamiento noble y sentido de lo bello que los hacía tan amistosos (…). Yo era su invitado, más que eso, un alma gemela que apreciaba las cosas que ellos encontraban hermosas. Por eso, un folclorista en España encuentra más que canciones, hace amistades de por vida y renueva su fe en la humanidad (…). Recuerdo la noche que pasé en la cabaña de un pastor en las llanuras de Extremadura iluminadas por la luna. Tocaba la vihuela, instrumento de los trovadores medievales, mientras cantaba baladas a las guerras de Carlomagno”.
En una entrevista, años más tarde, Lomax admitía haber descubierto en su oficio algo más que una investigación de campo. No solo quería poner en valor la autenticidad de esta música, la que brotaba espontánea del trabajo o los anhelos de personas corrientes, cuya calidad no residía en el sonido tanto como en la emoción, el paisaje o la forma de vida que la impulsaba. Era un acto de justicia para dar voz a los sin voz: “La industria del entretenimiento representa una manera de silenciar a la gente. Se supone que la comunicación debe ser recíproca, pero ha acabado siendo unidireccional. Sale de quienes pueden comprarse un transmisor, que cuesta millones de dólares, y va hacia la persona que puede comprar un receptor, mucho más barato. De forma que hay millones de receptores y solo unos pocos transmisores. Este es uno de los problemas más grandes que tiene la humanidad hoy. Lo más importante que podemos hacer es intentar restaurar el equilibrio. Yo lo llamo equidad cultural”.
El mosaico ibérico: del pastor de voz incansable al afilador que inspiró a Miles Davis
Hoy, la asociación que lleva ese nombre, Cultural Equity, difunde el patrimonio de incalculable valor cultural y emocional que él recogió. En el bonito documental Lomax, the songhunter, un admirador sigue 50 años después los pasos del musicólogo por Europa, entrevistando a los protagonistas de sus grabaciones, y a sus descendientes, desde Escocia a Italia. A él debemos el sonido de la España popular más variopinta, bajo la sombra de la dictadura, sí, pero reflejo del verdadero mosaico ibérico, transnacional, vivo, depósito de una herencia secular ligada a los cantos de labor o a los oficios artesanos sin parcelar por los cotos nacionalistas. En el otoño de 1952 Lomax llegó a una pequeña población gallega para conocer al afilador José María Rodríguez, del que había oído hablar. Grabó varias piezas tocadas por él con su chiflo o flauta de pan, entre ellas la Alborada de Vigo, una melodía simple, pero que años después, al volar a Estados Unidos, llegaría a oídos del genio del jazz, Miles Davis, quien la versionó e incluyó en su disco Sketches of Spain. Mantiene el persistente tono de llamada o reclamo del afilador, que se anuncia al llegar al pueblo, pero envuelto de un aire sugerente y enigmático.
Sorprende el caso de José Iranzo, el pastor de Andorra (Teruel), que rebosa vitalidad en el documental. En su diario, Lomax apuntaría: “Crucé las montañas hasta las llanuras de Aragón. Esta es la tierra de la Jota, realzada por la renovación folclórica promovida por los fascistas. Pero hay que admitir que, pese a la influencia de la ópera italiana, la jota de Zaragoza es admirable (…). El cantante es un hombre bajo y fuerte, tiene unos 40 años y una voz incansable”.
Solemos velar el pasado con un fúnebre blanco y negro por complejos o nostalgias, olvidando el color de la vida real, y sus matices. Además, en España cuesta concebir un rural próspero o juvenil porque lo hemos visto a menudo desolado o lastrado por la pobreza, el aislamiento y el tradicionalismo, tristuras que no conocen ni la Toscana italiana ni la Provenza francesa. Pero conocer las experiencias que despertó la naturaleza en otro tiempo ayuda a entender las que todavía puede depararnos bajo un paradigma cultural distinto, rejuveneciéndola. El álbum sonoro de Lomax muestra un país multicultural, no uniformado por la televisiva España cañí, así como un folclore no enlatado por el folclorismo, sino reflejo de una forma de vida arraigada al territorio durante generaciones. Todo eso que subyace a la música se extingue con el exilio rural. En vasco, catalán, castellano o gallego, el archivo de Alan Lomax recoge canciones marineras de Galicia, cantos de pastores baleares, baladas de Extremadura, canciones de amor vascas, sardanas catalanas, bailes del pandero de Asturias, villancicos de Cantabria, cantos de fruteros andaluces, parrandas de Murcia, romances de Castilla y León o romances de Castilla La Mancha, coros de hombres de Navarra, nanas valencianas o jotas de Aragón.
Todavía hoy persisten iniciativas que mantienen viva la llama de la tradición oral y abanderan su patrimonio con orgullo y dignidad rural, dando vida a los montes y bosques del país con mayor biodiversidad de Europa, haciendo más real una España que optimice sus recursos y haga habitable su naturaleza mediante la custodia del territorio y la autosuficiencia energética. El festival Son d’Aldea (soy de aldea), en Galicia, promovido por el agroturismo Arqueixal, revitaliza con rutas teatrales sus paisajes abandonados, sumergiendo al espectador en la naturaleza de otro tiempo. Otros proyectos, como los Paisajes sonoros del portal turístico Turinea o el portal Escucha la Palma, recurren también a la experiencia acústica para poner en valor esos lugares, que son mucho más que una foto bonita. Todo ello es signo del Renacimiento rural que rejuvenece el campo remasterizando la experiencia ancestral con nuevas tecnologías. Luchando contra el abandono de paisajes emocionales que son reminiscencias, resonancias, de las canciones que cantaban nuestros abuelos.
SIGNUS, COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
Comentarios
Por José L. Gómez Vizcaíno, el 02 mayo 2018
Fantástico trabajo. Gracias, gracias Alberto.
Por Nadia L. S., el 03 mayo 2018
Gracias Alberto.
ENHORABUENA por éste gran trabajo.