“La herencia de Tiziano no está en Duchamp, sino en Mel Gibson”
Miguel Ángel Hernández, profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia, tiene publicados diversos ensayos sobre la relación del arte con lo real y con el tiempo, como ‘La so(m)bra de lo Real: el arte como vomitorio’. Dándole vueltas a sus reflexiones, en 2013 fue finalista del Premio Herralde con su primera novela, ‘Intento de escapada’ (Anagrama), una obra de ficción en torno a los límites del arte, que nos da pie para esta entrevista, que nos lleva a re-direccionar muchos puntos de vista.
Te planteo la misma pregunta que se plantea el joven protagonista: “¿El arte o la vida?”
La vida, siempre la vida. Si bien es de por sí negativo que se tenga que proponer este dilema, ante la elección siempre hay que escoger la vida. ¿El arte o la vida? Doy el arte y me quedo con la vida, porque creo que a la vida no le gana nada ni nadie.
Sin embargo, un artista podría responderte que para él el arte es vida.
El problema radica precisamente en pensar que el arte y la vida son dos cosas irreconciliables. La novela plantea la pregunta tratando de diferenciar, sobre todo al inicio, los dos ámbitos; sin embargo, para mí no son dos cosas separadas, arte y vida se conjugan. De todas formas, puestos a considerarlos como dos ámbitos separados de los cuales hay que quedarse con uno, la vida debe ser la elegida, puesto que no hay arte, no hay literatura que justifique un atentado contra la vida, es decir, un atentado en contra del mundo.
En una entrevista planteabas que la legalidad es la línea que permite reconciliar arte y vida.
Yo planteaba en una entrevista que el límite del arte y, por tanto, el límite que permite reconciliar arte y vida es la ley porque ésta rige lo social. La clave está en el hecho de que nada está por encima de lo social: el artista no es alguien que tenga más derechos que tú, no es alguien que pueda estar por encima de la ley ni de cualquier regla que rija lo social.
Parece obvio.
Y, sin embargo, esta idea no ha sido siempre bien aceptada; al contrario, todavía hoy hay quienes observan el arte como una especie de estado de excepción donde todo puede ser posible, donde todo se puede hacer y probar. Mi idea, por el contrario, es que este supuesto estado de excepción no existe, es una ficción, y en el caso incluso de existir sería peligroso e inactivo, puesto que siendo un estado de excepción no afectaría a lo social, sería un ámbito separado sin repercusión alguna. Para mí, el arte debe estar imbricado en la vida y en lo social y, por tanto, debe estar sujeto a las mismas leyes a las que está sujeto cualquier ciudadano.
Sin embargo, la historia del arte ha demostrado que a veces hay que quebrantar determinadas leyes sociales para crear algo nuevo: pienso en los impresionistas o en el París de los años 20 y en personajes como Kiki de Montparnasse.
Lo que puso en discusión el arte en esos dos momentos históricos que mencionas es la moral, aunque es cierto que a lo largo de la historia muchas veces la moral y las leyes han ido de la mano. Por supuesto, desde siempre, cierto arte ha tensado las leyes de lo moral, y esta tensión, para mí, tiene que ver con la ética del arte y del artista; me refiero a ética en cuanto el cuestionamiento de lo moral que, por su parte, es aquello que pone el límite entre lo legal y lo no legal. Para mí, el arte debe subvertir determinados límites morales que evidentemente existen; el problema aparece sólo si pensamos que el arte está más allá de todo límite. Y, sinceramente, la ausencia de todo límite me parece no sólo peligroso, sino que desactiva cualquier potencia política del arte.
El personaje de Montes, el artista, pone en discusión planteamientos éticos de la sociedad. Sin embargo, al final, la novela parece proponer una conclusión cínica: todo queda igual, nada cambia en la sociedad y sólo se salva el artista
Esta es una de las lecturas que puede desprenderse de la novela que, desde el principio, no quiere dar una respuesta única y, de hecho, decidí abandonar el ensayo y escribir una novela para no tener que dar una respuesta autoritaria acerca de lo qué es el arte y cuál es su función. La posible conclusión que comentas es aquella que deriva directamente de las experiencias de Marcos, el joven estudiante, aunque al final de la obra, a esta posible lectura se suma el interrogante sobre si Marcos caerá él también en los mismos pecados de Montes.
Montes aparentemente no ve límites ante la puesta en cuestión y denuncia de determinadas realidades sociales, como el tema de la inmigración.
En cualquier caso, lo que hace Montes es plantearse la pregunta sobre cómo mostrar la injusticia, pero sin ponerse ninguna cuestión ética. Montes no se pregunta en ningún momento si con su arte lo que está haciendo es victimizando al otro, si lo está objetualizando o si lo está salvando. Podríamos decir que el trabajo de Montes no es ético, en el sentido en que no se pregunta en ningún momento acerca de las significaciones de sus actos; él simplemente realiza la obra en la que aparentemente se denuncia el tema de la inmigración por un sentido estético, por un sentido poético, pero no ético. La pregunta ética está en el campo de Marcos, él es quien se interroga sobre las significaciones de la obra de Montes, sobre si objetualiza o victimiza al inmigrante. Marcos es aquel que se pregunta si el arte sirve para algo y para qué debe servir, Montes, por el contrario, se deja llevar por la fruición estética.
No en pocas ocasiones se comenta que el arte contemporáneo es más elitista y requiere una mayor formación para su comprensión respecto al arte de siglos anteriores. ¿Esto no pone en cuestión la función del arte en sociedad?
Evidentemente, el problema que se plantea no sólo en la novela sino en el arte contemporáneo, se enmarca en un espacio concreto, el del campo artístico que, hoy por hoy, no es, no se corresponde con el campo de lo social, sino que es un espacio concreto y cerrado, con un determinado público y, sobre todo, con una muy limitada posibilidad de llegar a la sociedad en su totalidad. Actualmente, el espacio artístico es un espacio de consenso: cuando uno va a un museo, va a una galería o ve una performance, por lo general, suele estar de parte del artista, es decir, conoce por referencias el artista, sabe más o menos lo que puede esperar de él y, por tanto, la obra de arte en sí misma no va a cambiar nada en tanto que no actúa donde debería, sino que actúa en un espacio de consenso.
¿Crees que esta circunstancia define sólo el campo artístico?
No, al contrario, el cine o la literatura experimental también se dirigen y son consumidos por aquéllos que ya conocen su mensaje. El problema que plantea esta nueva situación es que el arte no llega a cambiar las cosas ahí donde deberían ser cambiadas, puesto que transmite discursos en ámbitos donde dichos discursos ya están desactivados en cuanto ya han sido asumidos.
Luego hay el problema de la censura: pienso en Ai Weiwei cuyo arte de denuncia no puede exhibirse precisamente allí donde debería ser exhibido.
En el caso de Ai Weiwei, como en muchos otros, el lugar en el que arte debería poder cambiar las cosas está vedado al artista, ya sea por la censura ya sea por el elitismo del mensaje, cuyos códigos no son comprendidos por un público amplio. Aquí está la cuestión: si el arte denuncia realidades a tipos que ya la conocen, este arte ya no es efectivo; a partir de esto, creo que actualmente el arte político está jugando una contradicción en el sentido en que no está trabajando en el lugar donde debería trabajar.
¿Podemos decir que, a lo largo de la historia, el arte ha vivido un progresivo alejamiento de la sociedad?
Absolutamente. Hay una división absoluta desde mediados del siglo XIX entre el arte y la sociedad: cuando comienzan a surgir los medios de masa, la fotografía, el cartel publicitario, en definitiva, lo que Walter Benjamin denomina la imagen democrática, el arte deja de servir de imagen de lo social puesto que esta tarea la empiezan a realizar estos nuevos medios, que asumen las funciones que tradicionalmente había tenido el arte. Es en este momento cuando el arte comienza a alejarse de la función que había tenido habitualmente –dar cuenta de la realidad- y empieza a dar cuenta de sí mismo –el arte por el arte, la autonomía del arte…- hasta el punto de que el arte termina por convertirse en un mundo autónomo.
De ahí también la percepción de que el arte contemporáneo es difícil de comprender, que se dirige a un público restringido…
Por esto, ante el comentario común de que antes se entendía el arte, mientras que ahora somos incapaces de entender el arte de nuestro tiempo, yo suelo decir que la función del arte actual no tiene nada que ver con aquella que tenía el arte del pasado: la herencia de Tiziano no está en Duchamp, sino en Mel Gibson, es decir, en el cine, en los anuncios de Dior, en los medios de masa en general, puesto que la gente comprende estos códigos con la misma facilidad con la que en el pasado se comprendían los códigos del arte. Si pensamos en La muerte de la virgen de Caravaggio o en la Cappella Sixtina y en la relación que estas obras establecían con los sujetos, observamos que se trata de la misma relación que se establece entre nosotros y la televisión o el cine de Hollywood.
Ha cambiado, por tanto, nuestra relación con el arte.
Nunca antes había existido una relación como la que tenemos nosotros con los museos; es una relación completamente nueva, que no puede rastrearse en la historia de la humanidad y que está completamente separada de lo social. Ya no puede impactar de la misma manera una imagen de Bill Viola que el Pantocrator de San Clemente de Tahull.
¿Piensas que incluso el escándalo e impacto que despertó la ‘Olympia’ de Manet, sobre todo entre la burguesía, resulta incomparable con el impacto que puede despertar Bob Flanagan, clavándose el pene en una tabla de madera?
Yo creo que fue mucho más escandalosa la Olympia de Manet que el martillazo en el pene de Bob Flanagan en el sentido en que en el Impresionismo el arte todavía no se había separado del todo de la sociedad. En la novela, la imagen de Flanagan clavándose el pene escandaliza porque se muestra descontextualizada ante un público de estudiantes todavía no acostumbrados a ver performance de este tipo; sin embargo, el público acostumbrado a ir a ver performance de Flanagan ya no se escandaliza, pues saben qué tipo de arte van a ver. La Olympia de Manet produjo, por el contrario, un escándalo absoluto porque no se adecuaba a la norma académica, y no se adecuaba no sólo porque mostrase una prostituta, puesto que el arte ha retratado en muchas ocasiones a prostitutas, sino porque no se posicionaba éticamente: Manet no decía explícitamente si lo que se mostraba en su cuadro era bueno o malo, obligaba al espectador a sacar sus propias conclusiones a la vez que, sin moralina, le estaba obligando a mirarse en el espejo, a verse reflejado.
Se trata de aquella pérdida de certeza de la que habla el postmodernismo: ya no hay un relato central ni unas verdades absolutas.
Exacto y, más en concreto, en este caso se trata de la pérdida de la última palabra del artista, éste ya no tiene la respuesta. Con Courbet se comienza a implantar la idea de que arte y ética son dos cosas diferentes: el artista ya no está haciendo relatos morales, como Flaubert no trataba de moralizar con Madame Bovary, tampoco Manet intenta moralizar con la Olympia.
Y es ahí, en esta separación, que el artista comienza a ganar.
En ese momento es cuando el artista comienza a ganar porque es en ese momento cuando el artista empieza a quitarse todo los prejuicios morales. Este fenómeno comienza con la vanguardia artística, no me refiero a las Vanguardias de inicios de siglo, sino con el arte de vanguardia, que es una expresión que comienza a utilizarse a mitad del siglo XIX en relación al primitivismo artístico: todos los artistas intentan llegar a lo primitivo, a la visión del niño, es decir, a la visión más allá de la cultura y de los prejuicios. Esto implica que lo primero de lo que se desprende el artista es de la moral, en particular, la moral cristiana. Desde entonces y hasta ahora, el arte no es un arte moral.
Otro de los temas que gravitan en tu novela es el de la representatibilidad y la imposibilidad de representar miméticamente. Este tema me hizo recordar ‘La obra de arte desconocida’, de Balzac.
Lo que plantea no sólo Montes sino el arte contemporáneo es la puesta en cuestión de la idea de simulacro o de la representación. La performance desde los años sesenta rompe con la idea de la representación y la sustituye con la idea de mostración; esto se ve muy claramente cuando Picasso decide no representar la cucharilla y el vaso de ausenta, sino que decide ponerlo directamente, o no representar el hule sino cortarlo e insertarlo directamente en la obra, así como cuando Duchamp coge el urinario y lo coloca tal cual como obra de arte.
¿Podemos considerar la presentación del objeto como punto de origen de las performances sobre el propio cuerpo?
Exacto, puesto que es partir de aquí que se llega, posteriormente, a que los artistas de performance utilicen su propio cuerpo, es decir, deciden no representar sino utilizar el cuerpo real; al final, de lo que se trata es de la entrada de la vida en el mundo de la representación y, a la vez, es una puesta en cuestión de la frontera entre la representación y la presentación. Todo esto tiene que ver con la idea de que aquello que se está mostrando es lo real y no lo ficciones, y esta es la idea que está detrás de la Obra de arte desconocida, aunque en ella todavía Balzac está jugando con la idea de los sublime.
Hemos pasado del idealismo ‘balzaquiano’ y de lo sublime a borrar toda idea de trascendencia en nombre de una pantalla global.
Exacto y, de hecho, Montes define su obra como “sociologismo visceral”, porque es o quiere ser lo real. Y esta misma idea la encontramos también en el cine dogma y en todas aquellas manifestaciones en las que, por herencia en parte del primitivismo, se busca ir a las cosas mismas.
El concepto artístico de Montes recuerda al realismo visceral de los poetas descritos por Bolaño.
De hecho, el concepto está inspirado por la novela Los detectives salvajes de Bolaño, y en la primera versión de Intento de escapada, de hecho, se hablaba incluso de Arturo Belano.
En tu ensayo ‘Sombra de lo real: el arte como vomitorio’ ahondas, desde el punto de vista teórico, en el paso de la representación a la presentación.
La idea del ensayo, que en parte es la base teórica de la novela, es que en la sociedad contemporánea, donde todo es espectáculo, donde todo es pantalla y simulacro, y por tanto donde todo es representación, ya no hay realidad pura sino que todo es imagen; el arte radical o, como lo defino yo en el ensayo, el arte de lo real tiene la función de sacarnos del espectáculo. El vomitorio, que en las estructuras romanas era el pasillo que conectaba la zona del espectáculo con lo real, lo utilizo como metáfora para indicar que ese tipo de arte de lo real sirve como desalojo hacia lo real. El concepto de vómito lo utiliza Julia Kristeva para hablar de lo abyecto; Kristeva sostiene que lo abyecto nos muestra nuestro real, nuestra animalidad, pues es precisamente el vómito, el semen, las heces, aquello que nos confronta con nuestra animalidad sin metáfora alguna, es puro real.
Es decir, que el trabajo artístico con lo abyecto o con el propio cuerpo trata de reconducirnos a eso real que la sociedad del espectáculo niega.
Exacto, podría decirse así. A partir de estos presupuestos, en el ensayo quería plantear que cierto tipo de arte contemporáneo trabajando con todos estos elementos lo que hace es mostrar el cuerpo real, que no es sino la parte maldita del cuerpo espectáculo, es decir, del cuerpo que aparece en los medios, un cuerpo perfecto, semejante a ese cuerpo ideal de La ciudad de Dios de San Agustín, un cuerpo que no pesa, que no pierde ni pelo ni uñas, un cuerpo que no sangra…, un cuerpo ideal al que se contrapone, por ejemplo, el cuerpo de Bob Flanagan, que es el cuerpo de la enfermedad, aquel que sangra, que es abyecto. Según esta idea, el arte contemporáneo, como vomitorio, es aquel que pone el cuerpo en su realidad y muestra precisamente aquello que no suele mostrarse: la sombra de lo que no se muestra es también la sobra, es decir, aquellos restos abyectos de nosotros mismos que nos reconectan con nuestra animalidad.
Si en los textos que Celine dirige contra los judíos y las mujeres lo abyecto aparece como un elemento de insulto y de degradación, ahora lo abyecto se convierte en un elemento que nos aglutina, que nos describe a todos por igual.
En Poderes de la perversión, Kristeva, a partir de Celine y de Bataille, muestra cómo aquello que puede ser utilizado como arma de separación es precisamente aquello que nos aglutina. Todos somos heces, todos somos sangre, todos somos semen, todos somos animalidad. En el arte contemporáneo se utilizan las ideas de Bataille como herramientas de confrontación contra la idea de espectáculo.
Sin embargo, aunque el arte intenta ir hacia lo real, no deja de ser representación…
Mi idea es que el arte, por mucho que intente llegar a lo real, nunca llega en tanto que siga siendo arte; el arte sólo puede llegar a lo real cuando ha pasado el límite, es decir, cuando ha dejado de ser sólo arte. En cierta manera, esta idea es paralela a la idea del goce de Lacan, quien sostenía que el individuo o se quedaba cerca o iba demasiado lejos, pero que el goce nunca se alcanzaba.
En cierta forma es lo que decía Freud: el deseo siempre tiene que ser frustrado, de lo contrario deja de ser deseo.
El deseo nunca se puede cumplir. De la misma manera que Lacan dice que no hay relación sexual, tampoco hay placer artístico, el arte es sólo el intento de alcanzar dicho placer. Asimismo, el arte es sólo un intento de alcanzar lo real, solamente puede apuntar hacia lo real, pero la llegada nunca se efectúa.
Si con Beckett la subversión del lenguaje era la manera de poner en cuestión, con radicalidad, el concepto de realidad, ahora parece que ya no basta. En las performances se observa cómo el espectador se convierte en víctima o verdugo de la acción presentada.
Se trata de hacer que el público sienta que de su vida depende aquello que se presenta en la performance. Es un paso adelante respecto a la subversión del lenguaje, aunque no podemos obviar que Beckett es fundamental para los inicios de la performance, principalmente por su creación de cuerpos físicos que pesan, cuerpos cuyo movimiento se repite en una cotidianidad. Esto es esencial en los artistas que han llevado el lenguaje al ámbito de lo corporal, y creo que lo que hacen los nuevos artistas es materializar ese lenguaje beckettiano.
Pero esta materialización del lenguaje se convierte en un intento de implicar al espectador de forma directa e incomodándolo.
La relación que establece la literatura con el lector es muy diferente a la que se establece entre el arte y el espectador. En el arte hay una inmediatez que no existe en la literatura: cambia completamente la relación que establece el individuo frente a la Olympia o frente a una performance que frente a un texto literario: entras en la sala donde se expone la Olympia y recibes de inmediato un puñetazo en la cara, pero para que el libro te dé el puñetazo es necesario que lo tengas en tus manos y te dispongas a leerlo, no hay la inmediatez que sí está presente el arte. Sin duda, el arte contemporáneo es, a partir de aquí, un arte que intenta incomodar al espectador.
Se incomoda al espectador transgrediendo límites, aunque los artistas que trabajan con su propio cuerpo pueden argüir que no los hay, puesto que trabajan sobre sí mismos.
Esto lo pueden decir algunos artistas, pero sabemos que no es completamente así: pongo yo mi propio límite, pero tengo que ponerme el cinturón de seguridad obligatoriamente o no puedo proporcionarme una muerte digna, así como tampoco puedo hacer una huelga de hambre porque antes o después me alimentarán artificialmente. La idea de que el cuerpo es algo que nos pertenece a nosotros solos no está asumida, vivimos en una sociedad que convierte nuestro cuerpo en un cuerpo social. Por esto, cuando un artista va contra su propio cuerpo también va contra el cuerpo social, está yendo contra un sistema.
Sin embargo, si asumimos que nuestro cuerpo es puramente individual, el límite se situaría sólo en la posible implicación del otro.
Evidentemente, si asumimos que nuestro cuerpo sólo nos pertenece a nosotros, no habría problemas de legitimidad, estos problemas solo aparecerían en el momento en que en pos de la performance se trabajara sobre y en contra del cuerpo de otro, aunque este otro haya aceptado, como es el caso que se cuenta en Intento de escapada.
De hecho, podríamos decir que el caso de Monti es particularmente elocuente en tanto que se aprovecha, para luego implicarle en la obra, de la desesperación de un joven inmigrante.
El problema es que desgraciadamente esta es la realidad de trabajo: aceptamos ser puteados por algo de dinero. Nadie quiere trabajar en un McDonald’s, nadie quiere trabajar limpiando escaleras, pero lo hacen. ¿Podemos decir que estos trabajadores están siendo menos explotados que los inmigrantes? Al final, la situación es paralela: Montes contrata al inmigrante, quien acepta porque está desesperado y necesita el trabajo, como también lo necesitan aquellos trabajadores que aceptan realizar esos trabajos que, a priori, a nadie le gustaría tener que hacer. En verdad, el verdadero explotador es el sistema.
La idea de que el explotador es el sistema me hace pensar en la obra de denuncia de Santiago Sierra ’11 personas remuneradas para aprender una frase’.
Exacto, lo que hace Sierra es reproducir el sistema, y me parece particularmente interesante porque, al reproducir el sistema, su obra pone en juego cuestiones que no tienen una fácil respuesta. La obra de Sierra me parece fascinante por su propia problemática: muestra cosas sin mostrar, reproduce situaciones al tiempo que muestra su sentido; es, en definitiva, una obra extremadamente inteligente.
Si Santiago Sierra trabaja con la alteridad, Abel Azcona trabaja su propio cuerpo, por ejemplo en la performance ‘Umbilical’. ¿Consideras el salto a la alteridad como una radicalización?
Azcona tiene una obra muy interesante centrada en sí mismo, en su propio cuerpo, y, sinceramente, no creo que su obra, así como la de cualquier otro artista que trabaje con su propio cuerpo, se radicalice si implica a un tercero o al espectador. El arte no tiene que ver sólo con la radicalidad, de hecho la mejor obra no necesariamente es la más radical, depende de lo que el artista busque y pretenda realizar con su ella. Una obra puede ser perfecta siendo una pintura abstracta como siendo una performance política; la radicalidad no es un factor de calidad. Una buena obra de arte es aquella cuyos objetivos que tú como artista les has planteado se cumplen. En este sentido, la obra de Abel Azcona es una obra que funciona, que cumple los objetivos que se propone.
Una cosa interesante de la obra de Montes así como de la obra de Abel Azcona es que ambos construyen un relato temporal a través de sus performances. Pienso, por ejemplo, en ‘Dark Room’, de Azcona.
Una de las ideas básicas de la vanguardia y que se reactiva en los años sesenta es la idea de proceso: la idea de que la temporalidad del proceso de creación es más importante que la obra definitiva. Para muchos artistas, como por ejemplo Robert Morris, la idea de obra cerrada es una ficción: Morris, a finales de los sesenta, comienza a realizar obras como las de Pollock, es decir, de chorreo de pintura sobre el lienzo, pero al terminarlas las quema o las rompe, porque a él lo que le interesa es el proceso de haber estado pintando.
El proceso se convierte en el objeto de presentación.
El proceso artístico se convierte así en una experiencia, en estos casos se habla, en efecto, de fenomenología del hacer. Esta idea del proceso impregna también la obra de Montes quien, en un momento dado de la novela, habla de la importancia de la investigación previa, de la observación y de la experiencia previa.
Este interés por el proceso de creación no es exclusivo del arte…
En absoluto, piensa por ejemplo en El Impostor, la última novela de Cercas. En ella, así como otras anteriores, Javier Cercas narra cómo construir una novela. Cada vez más, lo propio de la literatura postmoderna y del cine postmoderno es mostrar cómo se ha ido construyendo la obra, mostrar que la obra tiene una serie de costuras que se evidencian en su propia obra.
En parte ya lo hacía Truffaut cuando mostraba la presencia de las cámaras.
Se trata de hacer consciente al espectador de que la obra es el producto del trabajo de un artista, no es una creación mágica o de producción divina. Lo propio de la postmodernidad es la toma de conciencia de la artificialidad del relato y, por tanto, el artista quiere dejar patente al espectador que aquella obra no es lo real, sino una construcción.
Comentarios
Por xose, el 07 abril 2015
Interesantísima entrevista. Parabéns.