‘La isla desnuda’, el mejor libro para acercarnos al espíritu japonés
La isla desnuda (La Caja Books, 2024) es un híbrido literario que, valiéndose de un estilo comunicativo claro, preciso y precioso, transita entre el diario íntimo, el libro de conjuros, el poemario, el manual de filología y la memoria de viaje, y que resulta más útil para profundizar en la mentalidad japonesa y sus diferencias con lo occidental que muchas guías y ensayos multipremiados. Hemos charlado con su autora, Lola Nieto. “Asombrarse es una forma de amar. Una entrega a ciegas. Sin reducir ni constreñir. Acogiendo la singularidad que lo otro despliega”. “Es sencillo acercarse a los seres virtuosos. Yo me decanto por entender a los despreciables. ¿Quién está libre de hacer o sentir lo abyecto en según qué momento o circunstancia? ¿Cómo juzgar eso?”.
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Lola Nieto (Barcelona, 1985) es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y ejerce como profesora. Ha coeditado la revista Kokoro y ha coordinado la editorial Kokoro Libros. Ha publicado los poemarios Alambres (Kriller71, 2014), Tuscumbia (Harpo, 2016), Vozánica (Harpo, 2018) y Caracol (RIL Editores, 2021). Ha participado en diversos festivales de poesía experimental, como el European Poetry Festival en Londres, el International Interdisciplinary Literature Festival SARDAM en Chipre, la Bienal Europea de Poesía en Brasov, el Festival Voix Vives de Toledo o el Festival Internacional de Poesía de Barcelona, además de actuar en espacios como el Bowery Poetry Club en Nueva York o el BUoY en Tokio. Pero un buen día lo dejó todo, alquiló una casa en Kioto y se marchó allí a estudiar el idioma y tratar de entender su cultura; desde entonces, vuelve a Japón siempre que puede. El Asombrario ha charlado con esta artista en estado de gracia que, a juicio de quien escribe, firma uno de los libros del año 2024. Por la conversación han desfilado temas como la naturaleza del viaje, la percepción no literal del mundo, el exotismo de lo japonés, las barreras lingüísticas y la posibilidad de crear a partir de otras miradas.
Podemos decir que ‘La isla desnuda’ contiene tres ingredientes que se entremezclan de manera inseparable: el asombro –fruto del exotismo que experimentas como viajera, pero también como consecuencia de acercarte a las atrocidades y las maravillas de la historia nipona–, la humildad –en no pocas ocasiones admites sentirte pequeña, ignorante de una cultura tan distinta y de la que sabes que, aunque quisieras, nunca formarás parte integral– y la confesión –hay un alto componente autobiográfico, de descubrimiento interior y aceptación del propio pasado–. ¿Cuál de esas tres partes ha sido más complicado poner sobre el papel? ¿Es el viaje, como experiencia, algo que se hace por fuera pero, necesariamente, también por dentro?
Se dice del asombro que es una forma del estupor, la capacidad para dejarse conmover. En toda conmoción hay movimiento: algo se desplaza, deja de estar donde estuvo. La palabra asombro alberga en sí misma la raíz de la sombra. Asombrarse es, literalmente, moverse hacia lo umbrío. Quien se asombra no está bajo la luz; por un instante, entra en la oscuridad. Sentir el vacío de la no visión en uno mismo es el único modo de albergar el espacio para que algo aparezca desde la otredad que convoca. Asombrarse es una forma de amar. Una entrega a ciegas. Sin reducir ni constreñir. Acogiendo la singularidad que lo otro despliega. Estar cerca. Dejarse embriagar. No comprender. El amante que no desea es humilde, paciente, sin pretensiones. Entiendo el viaje como gesto de amor.
«En Occidente ya no hay umbrales para el vínculo con la realidad no-literal, la experiencia íntima con los dioses, la charla diaria con las heridas». Y es que, sea o no algo que solo sucede en el mundo occidental, la “realidad daimónica” –todo aquello que sabemos que está ahí, llámese religión, sustrato moral compartido o simplemente espiritualidad, y que, aunque no podamos ver, influye en nuestras vidas– está cercada por la evolución inexorable del materialismo, de lo tangible, del acto de consumo como única experiencia de (auto)validación. ¿Estamos ante un proceso irreversible? Es más: desde este punto de vista, ¿qué podemos aprender de Japón, si es que hay algo, para mejorar –o, al menos, ampliar– nuestra percepción, para ensanchar nuestra consciencia?
Nada es irreversible y todo se transforma. Eso es de lo único de lo que podemos dar fe. Muchos pensadores de nuestro tiempo han abordado, desde diversos ángulos, lo que se podría resumir como un proceso de extirpación de los relatos que nos vinculan con la otredad, en especial con lo otro divino. Estos relatos olvidados no se asientan en un plano literal sino en una dimensión metafórica. Y la metáfora es peligrosa. Porque es creativa y abre la percepción a una fuerza imaginativa de difícil control. Por eso, los monoteísmos, que se sustentan en relatos literales, han vencido a los politeísmos, que ofrecen un conocimiento metafórico.
Precisamente, bajo el marco judeocristiano, los dioses híbridos y monstruosos de las culturas previas quedaron arrasados y reducidos a simples demonios. El matiz, la complejidad, la comprensión no dicotómica y daimónica del mundo se perdió. Si algo no es bueno entonces es malo. Lógica aplastante. Creer esta consigna no solo es naif y estúpido, también perverso. Todo lo que queda fuera de la bondad –las emociones y actos que trenzan el horror y la ternura y que nos caracterizan como humanos– es condenado a mero gesto malvado por el que debemos sentir culpa y arrepentimiento. Jamás comprensión y empatía.
Los monoteísmos han sido incluso capaces de anidar en la más alta intimidad: la imaginación. La ensoñación es pecado. Según las investigaciones de Anne Baring y Marija Gimbutas, estos monoteísmos surgieron como consecuencia de las invasiones arias y semíticas, tribus de guerreros que en los albores de la Edad de Hierro (ca. 1250 a. C.) alteraron el vínculo que los pobladores de las praderas de Europa y del valle del Indo mantenían con el mundo y los dioses, un lazo cíclico en el que la muerte no tenía un carácter definitivo y todos los seres formaban parte de un mismo entramado, lo que hacía de la naturaleza un ente sagrado que había que venerar. Lo que estas autoras defienden es que el viraje religioso fue un cambio ideológico y reivindican, por tanto, la necesidad de atender a este otro paradigma en el que el ser humano convivió como posibilidad de proyectarnos hacia el futuro. ¿Utopía? De lo único de lo que podemos dar fe es de que todo se transforma y nada es irreversible.
Si algo también es evidente es que el capitalismo, reflejo económico de los monoteísmos, está agonizando, si bien es cierto que todo lo vivo se aferra y rechaza morir. Sufriremos aún. Demasiado. La posibilidad de un conflicto nuclear es ya algo más que una amenaza. Las actuales democracias muestran hipocresía y enorme ineficacia para articular sociedades justas y equitativas. El cambio climático está provocando que innumerables regiones sean inhabitables y que los cultivos no prosperen. La superpoblación pone en entredicho la vida del organismo que es la Tierra. El mundo tal como lo conocemos agoniza. La pregunta no es tanto qué sucederá después, sino cómo llegaremos a ello, cuántas muertes y cuánto sufrimiento arrastrará consigo la decrepitud de esta era. En este contexto, toparme con el shintō en Japón me ha permitido recuperar otra posibilidad de entenderme en el mundo. Porque el shintō, pese a las diferencias culturales y geográficas, pese a que resiste en un país occidentalizado y enhebrado en lógicas mercantiles, se asemeja a un modo ancestral de tocar a los dioses.
Suena a tópico, y puede que en no pocos casos lo sea: el jardín zen, la taza de té, la flor del cerezo… el silencio…, pero si has pisado el archipiélago japonés, si has visitado uno de sus templos, si has traspasado el torii de un santuario, si has podido disfrutar de su artesanía, si has conocido las formas corteses de sus gentes y te has fijado en marquesinas, productos y establecimientos, sabes que hay algo de verdad en ello –si mucha o poca ya depende de cada cual–. Es difícil no sentir fascinación por una cultura con semejante obsesión por lo pequeño y lo mistérico, que celebra funerales por las agujas melladas, que erige monumentos a las cartas perdidas y a las termitas fumigadas. ¿Qué nos hace tan distintos? ¿Y qué papel juega aquí que, como indicas, en Japón no haya una veneración por lo vetusto, que solo lo fugaz sea sagrado?
Los primeros pobladores del archipiélago arribaron alrededor del 8000 a.C. y con ellos trajeron, o modularon, un conjunto de conductas que han acabado constituyendo prácticas cotidianas, muy simples, ancladas siempre en el presente, que reciben el nombre de shintō. El shintō es una sabiduría atávica que carece de fundadores, doctrinas y dogmas. No es una religión ni un credo, por tanto, no se encuentran figuras morales o represoras. El shintō es un camino y se recorre viviendo. Tampoco existen dioses. Más bien surgen seres ambiguos que otorgan una dimensión espiritual a todo lo que existe, lo que sin duda permite hallar un vínculo con el animismo. Para el shintō todo lo que existe está vivo.
La dicotomía entre lo vivo y lo muerto es inoperativa porque, si lo que vive se caracteriza por su naturaleza cambiante, todo lo que existe cambia sin remedio. La mudanza es la única ley. Por tanto, todo lo que existe, puesto que está vivo, tiene la misma importancia y merece idéntica veneración. Para el shintō lo sagrado es fugaz porque todo es sagrado y todo es transitorio. Comprender esto de una manera lógica no es necesario, ni siquiera deseable. El misterio es acogido como una estancia necesaria en la que reposar nuestra sed de respuestas. El shintō no ofrece explicaciones a lo que sin duda escapa al entendimiento humano. El mundo es aceptado con humildad, respeto y misterio.
Por último, dos apuntes. Primero: aunque el shintō impregna todas las manifestaciones sociales y culturales en Japón, originando así algunos de los gestos más dignos de admiración y ternura, el pueblo japonés no ha estado ni está exento de causar las más flagrantes atrocidades. Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, en nombre de la figura íntimamente ligada al shintō que es el Emperador, Japón cometió crímenes de lesa humanidad en diferentes países de Asia Pacífico, como China o Filipinas. En la actualidad, bajo la defensa del shintō se ha orquestado un discurso ideológico de extrema derecha que está provocando que Japón se esté replanteando algunas cuestiones delicadas para su futuro y el de sus aliados como, por ejemplo, la voluntad de convertirse en una potencia militar en la zona, con un rearme exponencial. Segundo: el shintō aglutina una idea de familia profundamente conservadora, así como una estricta noción de los deberes sociales de cada individuo, hasta el punto de que todo lo que se exceda recibe un trato punitivo.
Pese a lo fácil que es caer en el fetichismo y la idealización, amar la cultura japonesa significa entender que no todo allí es deslumbrante: cuanto más nos sumergimos en ella, cuanto más conscientes somos de la crudeza de ciertos episodios históricos –ricos en masacres, colonización y expolio– y de las graves carencias sociales –culto extremo al trabajo, racismo, sexismo, machismo…–, más contradictoria nos resulta nuestra pasión. Sabiendo que en todas las casas cuecen habas, ¿cómo conjugar la atracción innegable por un imaginario que sentimos cercano, que interpela y reconforta a nuestro yo más íntimo, con la razonable repulsión que producen esos hechos cargados de horror?
Con ecuanimidad. ¿Quiénes son los buenos?
De tus páginas se desprende una conexión tanto interior como exterior con la naturaleza: se desarrolla en la narradora del libro y habita en la cultura nipona. Y después de leerte parece claro que en esa naturaleza, que no es sino la nuestra, no hay bien ni hay mal. Más bien, hay belleza y hay violencia –como en ‘El mal no existe’, de Ryūsuke Hamaguchi—. ¿Por qué dirías que está dualidad está más presente, o más a flor de piel, si se quiere, en Japón que en otros lugares?
No lo percibo como una dualidad. Si a lo que te refieres es a comprender la belleza y la violencia como elementos antagónicos, no lo considero así. Creo que sería necesario matizar algunos conceptos, porque, si se entiende la belleza desde el marco occidental acabaríamos en la misma trampa, puesto que lo bello sería lo verdadero y, por consiguiente, lo bondadoso. La violencia, por contra, seguiría señalando de un modo taimado el mal. En Japón he sentido una mayor apertura al contacto con la naturaleza. Expresarlo así ya es caer en un error, puesto que se parte del presupuesto de que los humanos existimos desgajados de la naturaleza y que podemos regresar a ella para bañarnos en sus dones. El asunto es que somos naturaleza, mal que nos pese. Formamos parte del entramado de lo que vive y muere, igual que un escarabajo, una musaraña o un colibrí. Desde esa perspectiva nada nos diferencia.
En griego, dos vocablos servían para nombrar la vida: bios es el ser en su individualidad y singularidad; zoé, por su parte, alude al manto común que une y condiciona la vida de todos los seres. Así pues, cada una de las bios existe en relación con zoé: ninguna vida es independiente. Hoy vivimos sin zoé, en la soledad radical del bios. Nos hemos privado de una parte de la vida. Por eso, cuando acudimos a un espacio que nos recuerda de un modo sensorial y no discursivo el lazo con todo lo otro vivo en el que también acontecemos, experimentamos una cierta plenitud. No estamos solos. En el bosque es imposible sentirse sola. Este otro estar carece de las nociones de belleza y violencia, puesto que ambas se desactivan. Unos seres se comen a otros, unos mueren para que otros vivan: morir es un buen alimento. Pero residimos en ciudades, grandes y aisladas, considerando que aportan progreso y bienestar. Nada más lejos de la realidad.
Solo alcanzaremos la calma cuando nuestro entorno, el lugar en el que vivamos, nos permita comprendernos en tanto que existencia pasajera y fugaz imbricada en un equilibrio; dicho de otro modo, cuando constatemos que no solo estamos hechos de yo, sino de un sustrato común que nos ampara. Japón, es cierto, sigue conservando una naturaleza exuberante, unos bosques umbríos y fecundos. En ellos he respirado un pálpito que se extiende más allá de mi organismo.
La del viaje a territorios allende los mares –de primeras ajenos y donde, sin embargo, terminamos encontrando una claridad inesperada, viendo lo que antes nos estaba velado– es una historia muy humana, tan antigua como el mundo. Incluso podríamos vincularla con el monomito de Joseph Campbell. Pero, en tu experiencia, ¿cómo de necesario es marcharnos lejos para quitarle capas a lo que llevamos dentro? ¿Realmente podemos hallar consuelo para el trauma, pasar el duelo, cicatrizar las heridas a miles de kilómetros de aquello que las ha originado?
Si en algo me interesan los libros de viajes es porque generalmente suelen ser ilustres ejemplos de cómo la mente construye y se reafirma en sus prejuicios. No considero que el viaje, por sí mismo, nos permita una inocencia de la mirada. Al contrario, hallarse en un entorno extraño en el que los códigos son indescifrables suele ser motivo idóneo para despertar la más fiera vocación de la estupidez. Proyectamos expectativas que no dejan lugar a que la realidad que se nos presenta nos hable por sí misma. En esta tensión comparativa, lo nuevo es siempre en función de lo viejo: lo desconocido no se acoge en su singularidad, sino en el contraste que genera con lo consabido, y naturalmente sale perdiendo.
En el fondo, viajamos esperando encontrar algo que nos agrade y nos satisfaga, algo que nos parezca bonito y fotografiable. Lo que cuestiona nuestros valores y nos desplaza, aquello que nos obliga a preguntarnos por la consistencia de lo que consideramos verdadero e identitario no solo no nos gusta, nos espanta. Por eso, desde los viajeros decimonónicos, ávidos de exotismo, hasta el actual turismo de pulsera, ha habido un largo recorrido que ciertamente no ha sido tan largo: más bien el tirabuzón bobo y retorcido de una cultura sometida a los preceptos colonialistas.
Dicho esto, se deducirá que no abogo por entender el viaje como una posibilidad de curación de las viejas o enquistadas heridas. El viaje solo puede implicar el hallazgo de una cierta ternura, una calma del corazón, si cambiar de lugar es para la desconfianza. Si quien viaja se distancia de sí mismo en ese movimiento, entonces sí, la brecha abierta que le procura apartarse de quien era puede ser útil para el sosiego. En definitiva, se trata de desconfiar del sujeto y de la identidad construida en torno a él. No creerse las heridas. Comprenderlas desde la historia que las ha ido confeccionado, acogerlas desde la lógica que las ha hilado y que ahora las puede deshilar. Para ello, es cierto, poner el cuerpo en camino, lanzarlo a un lugar ajeno, ese movimiento externo puede ser impulso para el interno.
“Si una experiencia no está tamizada por lenguaje no se puede dar cuenta de ella”. Orwell, y no solo él, nos recordó que la lengua moldea nuestra forma de pisar el mundo, el modo en que (nos) contamos el pasado y estructuramos el futuro. Por eso es altamente sugerente asistir al festín gramatical –no se me ocurre otra forma de definirlo– que vas desgranando en el libro: descubrir que el japonés no se escribe en futuro, solo en presente y pretérito; que el verbo utilizado para ‘aprender’ está relacionado con la metáfora del vuelo, mientras que la raíz latina lo aproxima al acto de cazar; que escribir y dibujar se valen de la misma forma verbal; o tan solo ser consciente de las posibilidades idiomáticas que nacen al asociar los kanji o ideogramas… ¿Cuándo fuiste verdaderamente consciente de ese nivel de comprensión de la cultura vetado a quienes no han sido educados en una lengua de forma nativa? ¿Y cuál ha sido la mayor barrera lingüística a la que te has enfrentado durante tu tiempo en Japón?
La mayor barrera lingüística se convirtió en mi mayor libertad lingüística: constatar que nunca aprenderé japonés. Por más que me empeñe, nunca hablaré esa lengua como lo hace un nativo. Tal hazaña solo sería posible de un modo: volver a nacer en una mente japonesa. Así lo explica Lafcadio Hearn. Y respaldo esta opinión. Porque no se trata solo de memorizar un puñado de léxico y un conjunto de normas gramaticales, sino de educar una mente en un paradigma cognitivo concreto que, en definitiva, es un determinado paradigma lingüístico. La lengua japonesa percibe, elabora y nombra la realidad desde un cauce distinto a como lo hacen las lenguas románicas. Por eso, Japón es otro mundo; porque si la lengua enuncia el mundo de otro modo, esa realidad articulada es distinta a la que desde otras lenguas conocemos. Para un extranjero, la comprensión sesgada de la lengua implica una comprensión velada de la realidad. Esto podría interpretarse como una mengua. Y lo es. Una mengua, una posición oblicua, una estancia entreverada, ni aquí ni allá, en ningún lugar, entremedias, en ninguna norma, en ningún mundo, en la tensión del intersticio. Entre dos mundos se habita una distancia que permite contemplar y crear sin creer. Como en un juego. Quien juega sabe y no sabe a la vez que lo que sucede es real y no lo es. Todo al mismo tiempo. Un niño juega y crea el mundo que habita en el juego creyéndolo y descreyéndolo simultáneamente. Vivir entre dos lenguas es algo muy similar.
La maternidad (o no) y su interrelación con lo femenino –en particular, como criterios definitorios de lo que significa ser mujer– recorren el texto sin tapujos: cuando la narradora habla de su propia experiencia, de sus anhelos y su subconsciente, o cuando se refiere a Rengetsu, al lenguaje secreto de las maiko y geiko, a escritoras como la legendaria Murasaki Shikibu o Akiko Yosano, a las matriarcas ainu y las chamanas itako, entre otros pasajes, se percibe con claridad el interés literario por la figura de la mujer como guardiana de un saber ancestral, pero también como creadora y destructora de vida en todas sus manifestaciones. ¿Cómo de complejo ha sido aquí el proceso de documentación –y, sobre todo, de selección– en un país con una tradición literaria femenina tan extensa? Ahora que te has sumergido en todas estas realidades, muchas de ellas silenciadas, ¿qué sabes que antes desconocías?
Que la historia, la literatura y la cultura japonesas están repletas de mujeres que habría que estudiar, incorporar y citar junto a nuestros referentes del feminismo. En Europa y Occidente seguimos teniendo esa deuda, esa urgencia también, si no queremos seguir cayendo en un sesgo colonialista.
Para una artista escénica, Japón puede revelarse como fuente inagotable de embeleso: el teatro kabuki, el bunraku y el nō, la danza Nihon Buyo, la estética de la quietud y el refinamiento…, pero más allá de lo distintivo de todos estos fenómenos artísticos, el libro también incide en lo contrario. La idea de que, en el ciclo de vida y muerte que impregna lo japonés, cabe el exceso, lo cómico, lo ruidoso, lo estrafalario, y otras cualidades muy presentes y no tan comúnmente asociadas con el estereotipo; por ejemplo, también es posible crear a partir de la fealdad o lo insólito, como sucede con la danza butō. ¿Cuánto del Japón delicado y cuánto del visceral se han quedado en Lola Nieto en lo creativo? ¿Y en lo personal? ¿Por qué nos resulta atractiva esa segunda cara, más oscura?
Butō quiere decir “enterrarse con los pies” (tō) y “revolotear con los brazos” (bu). La conexión entre el cielo y la tierra a través de un cuerpo que a la vez que vuela está hundido en el sustrato, esa contradicción –o condena– me parece una de las imágenes más certeras de las múltiples texturas que amalgaman eso que llamamos condición humana. Me interesa comprender el horror, la mezquindad, lo miserable y obsceno, la capacidad de infligir sufrimiento de que un humano es capaz. Es sencillo acercarse a los seres virtuosos. Yo me decanto por entender a los despreciables. ¿Quién está libre de hacer o sentir lo abyecto en según qué momento o circunstancia? ¿Cómo juzgar eso? Una de las escritoras actuales que más me interesan es Yōko Ogawa. En su prosa, explora los quiebros de la crueldad y la ternura de una manera inteligente y brillante, con un estilo sencillo a la par que cargado de símbolos profundos y ambiguos, para ofrecer a quien lee lo que no querría ver pero ante lo que sin embargo no despega la mirada. ¿Por qué no dejamos de mirar? ¿Reconocimiento acaso? ¿Cómo juzgar eso?
‘La isla desnuda’ somete la posición creadora a examen. Como si, una vez acabada su lectura, supiésemos que no cabe otra alternativa: la forma más honesta, más rica e íntegra de crear –la única forma de crear, quizás– pasa por renunciar al ego. Lo anticipas cuando sigues los pasos de Bashō o Santōka Taneda, los poetas de haiku, cuando hablas del hosomi, esa “disposición que invita a todo aquel que quiere probar la escritura a reducir su yo, a menguar su identidad para así comprender, en la observación, a los otros seres” o cuando te revelas como ser que solo sabe escuchar. Pero ¿cómo poner en práctica esa disminución del yo? ¿Hay algo que hagas en tu día a día para favorecer una existencia –y una creatividad– donde el ego actúe como catalizador o potenciador, y no como generador aislado? Pequeños rituales, rutinas, detalles; cualquier cosa que quieras compartir.
Cada mañana, al despertar, acaricio el pelaje tibio de las gatas con las que vivo. Hundo la nariz en sus cuerpos breves. Ese tacto. Ese aroma.
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