La larga sombra de una actriz que dará mucho que hablar: Itziar Atienza
Regresa Sonia Fides con una nueva entrega de las mujeres de ‘Espejos y Espejismos’, dedicada anteriormente a actrices como Pepa Flores y la argentina Eugenia Tobal, y hoy a Itziar Atienza (Madrid, 1977), conocida sobre todo por sus trabajos en series como ‘Vaya semanita’ (ETB) y ‘Caronte’ y ‘Entrevías’ (Mediaset), y este año en ‘Las largas sombras’ (Disney+), junto a otras grandes actrices como Belén Cuesta, Elena Anaya, Irene Escolar y Marta Etura. “Una mujer espejo que crea personajes desde la honestidad más absoluta, desde esa fragilidad primigenia que todos escondemos y que ella usa con firmeza y valentía innata”.
Hay diálogos que se abren de esa elegante y lenta manera en que emprende un río seco la búsqueda de su antiguo cauce o como se recibe el milagro de un dios que parece llevar toda la vida desoyendo nuestras oraciones. Y es que entre lo obligatorio y lo necesario se forma una delgada línea que le cambia la vida a quien decide cruzarla. Por eso hoy cruzo esa línea y corro hacia lo necesario como corre una niña hacía la arena de un parque después de haber recibido el cuerpo de Cristo embutida en las mejores galas, en ese vestido blanco que garantiza su inocencia.
Madrid arde, y la terraza desde la que escribo estas líneas, desde donde prefiguro este diálogo imposible, y que, sin embargo, es tan necesario para mí, para mi crecimiento emocional, goza de un clima artificial que llena mis dedos de frescura. Estoy rodeada de libros, Sylvia Plath, Jean Kenyon, Joan Didion, Carmen Martín Gaite, Anne Carson, Ernaux, Sexton y hasta el último best seller de la literatura patria, Los escorpiones. Una torre de Babel que me inspira, que me deja apoyarme sobre su importante cuerpo para hablar de Itziar Atienza, una mujer a la que admiro profundamente, una mujer intrépida y valiosa como una de esas olas que salen de la calma para recordarle al mar su titánica esencia.
Una mujer espejo que crea personajes desde la honestidad más absoluta, desde esa fragilidad primigenia que todos escondemos y que ella usa con firmeza y una valentía innata para demostrar que versos tan incontestables como estos de la malograda Jane Kenyon –“Hay un momento en la madurez / en que te aburres, encolerizado por una mente mediocre, aterrorizado”– no deben tener cabida en la avaricia de una madurez que nos lanza contra lo cotidiano con la violencia con que lanza un asesino el cuerpo sin vida de su víctima dentro de la boca de un acantilado, en busca de una salvación que no estará jamás a su alcance.
Todo es frescura en sus movimientos, aunque se nota que la nostalgia ha esculpido con acierto y un pulso excelso su porvenir. Hay un equilibro intimista y, al mismo tiempo, expansivo en su poderosa mirada. Una mirada profunda y densa en la que acoge toda la ternura del mundo y en la que, sin embargo, existen heridas que ella transforma en palabras y emociones libertarias y liberadoras, a sabiendas de que latirán con una dureza eterna y que ella, con una extraordinaria generosidad y acallando lo privado, como calla una madre el llanto helado de su hijo tras una pesadilla, traspasa a cada uno de sus personajes consiguiendo que no les pesen, sino todo lo contrario, que se conviertan en una tabla de salvación.
Hay también un poder en su voz capaz de borrar las quimeras, de cambiarles su naturaleza. Todo se convierte en una verdad absoluta cuando ella lo nombra, una verdad cuya dignidad deslumbra.
Itziar Atienza es dúctil como un idioma que no para de crecer. Para ella todo es creación; en su forma de estar viva hay una destreza indisimulable, una destreza avivada por la falibilidad, por una constante migración emocional desde lo íntimo a lo plural. Una mujer en cuya risa hay paraísos, sí, pero también riquísimos abismos que ella no duda en transferir a esos lugares que otros crean para salir de esa prisión irrenunciable, ilógica y efervescente que es la vida.
Hay algo único en esta actriz, en esta mujer que viaja y ha viajado por todos y cada uno de los tiempos verbales que ha habitado, como viaja un titán en busca de la gloria eterna; nada se resiste a su honestidad, a su límpida elegancia, a esa erudición emocional que transmite cuando hace vivir a cada una de las mujeres que interpreta.
Hay algo en ella que revitaliza lo sencillo, lo simple, que recuerda a esos cuadros de la gran Isabel Quintanilla en los que lo mínimo desafía a lo superfluo hasta sacarlo de lo cotidiano con la cabeza gacha y un duro trabajo por delante para encontrar su lugar en el mundo.
Su sencillez desborda y construye a quien la admira. Hay un criterio transparente y riquísimo en sus elecciones, una lucha en la que su adversaria es la excelencia.
El verano sigue avanzando, imparable como un matón que proyecta su sombra sobre un callejón oscuro, y lo artificial se deshace como se deshace el sueño más gozoso. El silencio ocupa la terraza y todas las mujeres que han actuado como madres mientras escribo estas líneas emprenden el camino de vuelta hacia sus casas o de nuevo hacia la eternidad, y, al hacerlo, me convierten en una funambulista cuya piel arde. Soy un animal que no ha encontrado la velocidad adecuada para traspasar la grieta en la que la imaginación pueda sentirse a salvo. La suerte siempre se acaba.
Comentarios
Por angel coronado, el 21 agosto 2024
Como siempre, Sonia Fides escribe como si fuese posible decir que lo hace idénticamente igual a como Durero, Alberto Durero, rayase con su buril cada una de las hierbecillas de aquél prado
«entre lo obligatorio y lo necesario se forma una delgada línea», dice Sonia Fides. Se me ocurre decir que Alberto Durero la dibujó