De ‘La ley del deseo’ a mi mala educación, un autodidacta gay
Estrenamos columna mensual, el ‘Paraíso Extraño’ de Luis Maura (Ciudad Real, 1983), profesor, actor, dramaturgo y escritor, autor de ‘Niño Santo’ y ‘Nido de Pájaros’ (ambas novelas publicadas por Dos Bigotes). Una columna que se detendrá en propuestas culturales en torno al mundo LGTBI. Para empezar, los libros y películas que a él le abrieron los sentidos en su pequeño pueblo manchego. Desde las películas de Pedro Almodóvar –‘La ley del deseo’ y ‘La mala educación’– a ‘El retrato de Dorian Gray’ y ‘Antes que anochezca’.
Imagina que eres un niño nacido en los ochenta en un pequeño pueblo manchego. Imagina que un día, en el patio del colegio, tus compañeros comienzan a llamarte maricón.
¿Se puede ser algo que no has oído nunca? ¿Puede definirte una palabra cuyo significado desconoces? En mi caso, maricón tuvo poderes transformadores: soy homosexual desde que me lo llamaron por primera vez en aquella especie de bautismo gay.
“¿Habrá más gente como yo?”, me preguntaba. Decían que Emilio Peloto, el vendedor ambulante de artículos para la dote, también lo era. Tenía la voz aflautada, movía las manos al hablar y siempre llevaba un pañuelo anudado al cuello. Crecí tratando de disimular mi pluma, obsesionado con no convertirme en una mala copia suya.
Aparte de Emilio Peloto, no había nadie más como yo. Nadie en el pueblo. Nadie en la televisión. Nadie entre los pocos libros de mi estantería. ¿Dónde estaban los homosexuales? ¿No había más maricones en el mundo? Los años pasaban y, con cuentagotas, me fueron llegando los primeros indicios de vida homosexual.
Una noche me quedé dormido en el sofá mientras veía la tele. Al despertarme de madrugada las imágenes de la pantalla me hipnotizaron: un hombre en calzoncillos blancos se frotaba contra su reflejo mientras una voz masculina le iba dando órdenes. “Mírate en el espejo. Bésate en los labios”, decía, y lo animaba después a masturbarse desnudo sobre la cama. Una poderosa atracción se abrió paso a llamaradas por todo mi cuerpo, pero también un gran sentimiento de culpa. Estaban emitiendo La ley del deseo, de Pedro Almodóvar.
“¿Por qué te gusta tanto Lorca?”, me preguntó un día mi profesora de Lengua en el instituto, mientras hojeaba Bodas de sangre. Ella misma nos había contado que a Federico lo habían matado por rojo y por maricón. Prado, que así se llamaba, en realidad quería saber cuándo iba a aceptar lo que era. No dije nada. Más tarde descubriría que ella era lesbiana y que, como yo, tampoco se atrevía a contarlo.
No sabía de la existencia de ningún autor LGTBI que no fuera Lorca y ni siquiera él hablaba abiertamente de lo que sentía. En mi pueblo no había librería, por lo que la variedad literaria era limitada. Teníamos biblioteca, pero sus libros eran demasiado antiguos y poco apetecibles para un adolescente. Sin embargo, fue paseando la mirada por sus estanterías cuando me topé con El retrato de Dorian Gray, cuya lectura resultó ser una epifanía. Pasaba sus páginas sorprendido de que nadie se hubiese dado cuenta antes de lo absolutamente gay que era. Se trataba de un libro de hombres hablando con hombres sobre lo guapos que eran otros hombres. Oscar Wilde me observaba desde la contraportada sosteniendo un cigarrillo entre los dedos con gesto amanerado, reconociéndome como uno de los suyos. En la enciclopedia leí que estuvo dos años condenado a trabajos forzados por sodomía y que su paso por la cárcel le supuso la ruina en todos los sentidos.
A través de la pantalla también se colaban algunas historias LGTBI. En Philadelphia, Tom Hanks hace de un abogado homosexual al que despiden cuando descubren que tiene sida; de hecho, acaba muriendo por complicaciones derivadas del mismo. “¿Se puede ser homosexual y evitar un destino fatídico?”, me preguntaba.
El talento de Mr. Ripley me entró primero por los ojos, con la película de Anthony Minghella. Me enamoré de la piel tostada de Jude Law y empaticé sobremanera con el asesino interpretado por Matt Damon que, al igual que yo, se negaba a aceptar su verdadera identidad. La película me llevó al libro y, desde que conocí a su autora, vivo bajo el influjo de Patricia Highsmith.
Mi única ventana al mundo literario era, en realidad, la revista del Círculo de Lectores, a quienes estafaba puntualmente haciendo socias a todas mis hermanas para conseguir novelas de tapa dura a precio de saldo. Gracias a ellos conseguí el primer libro en el que alguien aceptaba su homosexualidad con orgullo: Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Tuvieron que nominar a Javier Bardem al Oscar por su interpretación del autor cubano para que el libro se convirtiese en un éxito en España y, solo entonces, pudiera llegarme a mí, un marica de pueblo en el armario. Por fin pude verme representado en un libro y leerme en sus páginas. Tenía 19 años. La historia empieza (y acaba) con el suicidio del propio autor, enfermo de sida, pero no es una historia triste; Reinaldo vivió intensamente y luchó de manera constante por ocupar el espacio que merecía, sin esconderse de nadie.
Cuando cumplí 21 años, Almodóvar estrenó La mala educación. Yo ya había salido del pueblo para ir a la universidad. Había cambiado el armario de sitio, pero seguía dentro de él. Se decía que el director manchego había vuelto a hacer una Ley del deseo, una película abiertamente homoerótica. Verla era una cuestión de vida o muerte para mí, pero no sabía a quién pedirle que me acompañara al cine. Nadie conocía aún mi secreto. Me acordé entonces de la profesora de Lengua que me hablaba de Lorca. Se puso muy contenta de recibir mi mensaje, no se lo esperaba. A oscuras en la butaca, me bebí cada palabra de aquellos diálogos, vibré ante cada imagen. Volví a sentirme como aquel niño que, de madrugada, se había encontrado por casualidad con aquella historia de hombres que se aman hasta el punto de matar o de matarse.
Cuando acabó la película sentí la tentación de confesarle a Prado mi secreto, pero finalmente no me atreví. A fin de cuentas, nadie me había educado para ser homosexual. En esto de ser maricón, yo siempre fui autodidacta.
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