La lucha de clases pervive, sobre todo del lado de los ricos

Un momento de la representación de ‘Le congrès ne marche pas’ por la compañía La Calòrica. Foto: Silvia Poch.

La compañía La Calòrica trae al Valle-Inclán de Madrid, hasta el 20 de octubre, un espectáculo actoral capaz de reírse del ánimo de los poderosos para mantener sus dotes de mando. En Le congrès ne marche pas el público se encuentra una comedia de época que no es tan comedia ni tan de época, y que aborda con desfachatez la lucha de clases.

Dice el periodista Sergio Fanjul que los ricos también luchan, y que no se les da nada mal. La prueba que blande es el triunfo que han tenido los vecinos del madrileño Santiago Bernabéu en su gesta contra los multitudinarios, y ruidosos, conciertos que el pasado verano empezó a albergar el estadio para incomodidad de los habitantes del barrio. Sin embargo, esta lucha de clases no es algo nuevo. Los ricos siempre han luchado, de una manera u otra, y no sólo cuando han visto sus privilegios amenazados, sino cuando han visto que los derechos de otras clases podían aproximarse a los que ellos –desde el privilegio– ya ostentaban.

Esto ocurrió en el Congreso de Viena, que se celebró entre 1814 y 1815, durante nueve meses. El encuentro es considerado la primera cumbre internacional de la Historia, y fue ideado por las potencias que vencieron a Napoleón para mantener no sólo su supremacía, sino la de las monarquías absolutas. Prusia, Austria, Rusia y Reino Unido se rodearon así del resto de Estados comparsa europeos, para llevar a cabo, ni más ni menos, que el apuntalamiento de lo que ellos no sabían que era ya un cuerpo agonizante: la idea de que el derecho de los monarcas venía ungido por Dios y que ellos y sus familias eran, por tanto, quienes de forma natural tenían que ostentar el poder.

Este es el suceso histórico que ilustra la compañía catalana La Calòrica con Le congrès ne marche pas, el montaje que ahora llega al teatro Valle-Inclán y que representa, con deliberado histrionismo, parodia e ironía la historia de aquel congreso que se alargó durante el mismo tiempo que un embarazo, poniendo de relieve la ineptitud de la clase dominante para, precisamente, dominar. El espectáculo –porque de un verdadero espectáculo se trata– tiene lugar en su mayor parte en francés, pero la voz en off en castellano, los sobretítulos y ante todo la magistral calidad actoral consiguen hacer de todos los idiomas hablados en escena (francés, alemán, ruso, castellano e inglés) un lenguaje universal.

Utilizando como símbolo la extraordinaria erupción del monte Tambora en Indonesia –cuyo azufre ocasionó en primer lugar unos atardeceres increíbles en Viena y un año más tarde la ausencia de verano que alumbró el nacimiento de Frankenstein–, La Calòrica nos muestra un Congreso ridículo, donde los placeres más mundanos como el alcohol o el sexo o, en definitiva, la celebración de la derrota de Napoleón, pueden más que las intenciones diplomáticas de devolver al mundo el viejo orden. Los personajes presentados son hiperbólicos y frívolos, incapaces de pensar en los intereses de sus naciones si no encarnan los suyos propios, mostrando al público la trastienda dislocada de una realidad que los ciudadanos de su tiempo imaginarían seria y encopetada.

La alusión a nuestros días es clara: ¿En cuántas cumbres internacionales del siglo XXI no ocurre lo mismo? Destaca aquí el poder ejercido por las mujeres presentes en aquel encuentro, capaces de mover los hilos de sus intereses, y los de sus naciones, de forma más eficiente que muchos de sus congéneres varones, enquistados en un orden que ya no funciona. El ensimismado papel de Reino Unido, el protagonismo de Austria o el hedonismo de Rusia representan sobre el escenario cómo el mundo fue conducido hacia el colapso por el único interés de las clases altas de mantenerse indemnes y, por supuesto, disfrutonas y orgiásticas. En los tres primeros actos, y sin perder en ningún momento el tono cómico, se trasluce el único miedo que los poderosos tenían en el momento: el de la vuelta de un Napoleón que sería definitivamente derrotado en Waterloo.

Pero es, sin embargo, en los actos cuarto y quinto cuando los actores muestran el potencial de todos sus registros en escena y cuando para el espectador será más fácil aplicarse el cuento. El discurso que hemos visto en la intimidad de los palacios vieneses de principios del XIX se volverá ahora público, correrá hasta situarse en 1990. Sus faldas de tul quedarán reducidas a un austero traje de chaqueta. Sus peinados exuberantes a uno fijado con laca y el liberalismo de sus gestos a la sobriedad prosódica del liberalismo económico. Una líder británica que ha cerrado fábricas y minas se enfrenta a una moción de censura que superará aludiendo a que su política de recortes y de restricción del gasto es la única posible. La única forma posible de aumentar la pobreza y cuadruplicar el patrimonio de los poderosos, sabremos después. El monólogo es difícil, brillante, pronunciado en un perfecto inglés y está dirigido directamente al público. Tras él, se culminará en una fiesta donde reina la música electrónica y en la que la diferencia de clases se hará más patente que en el resto de la obra.

Durante los cinco actos veremos cómo los poderosos son capaces de unirse. Capaces de ser uno cuando consideran sus derechos vulnerados. En 1814 no existía el estadio Santiago Bernabéu, por lo que los ricos no podían unirse contra los conciertos de Karol G. o Taylor Swift. Entonces lo hacían tras escuchar a un ya anciano Beethoven. Y es que, incluso dentro de la clase alta, ha habido siempre clases.

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