La Luna: 50 años en ella y mil sueños con ella
Quién no atesora en el álbum de su vida alguna Luna de verano, alguna escena que se estampó en la memoria como en negativo y que la luz de plata de cualquiera de estas noches volverá a revelar. Hace 50 años, la Humanidad pisaba la Luna. Los periodistas nos lo han recordado estos días por activa y pasiva. Pero desde hace siglos, milenios, soñamos mirándola. Y lo seguiremos haciendo, sobre todo en las noches de Luna llena de verano. Construyendo –más allá de los datos– fantasías, amores, recuerdos, melancolías, soledades.
Este mes se han cumplido 50 años de la llegada del hombre a la Luna. Hemos visto en todas partes el relato de aquel día, las fotografías de Aldrin, Armstrong y Collins inflados en sus monos blancos con las famosas botas de suela rayada y los cascos espejados donde se refleja, igual que en esos finales apoteósicos de sus películas, la bandera norteamericana. Hasta los ritmos cardíacos de los tres conquistadores estaban monitorizados desde Houston, donde debieron de escuchar a aquellos corazones latir como furiosos tambores cuando el módulo Eagle impactó al fin contra el Mar de la Tranquilidad. La filmación de aquel momento histórico, repetida estos días hasta la saciedad en todas las televisiones, parece suceder entre las nebulosas de un sueño, o en el decorado del Viaje a la Luna de Georges Méliès: una vasta extensión agujereada de cráteres como merengue donde hubiera caído granizo, que Buzz Aldrin describiría después como “una magnífica desolación”. Desde luego, la de Méliès sigue siendo mucho más divertida.
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Curiosa por la celebración, la Luna llena se asomó con sus ojos encendidos y hasta nos regaló uno de sus hermosos eclipses. En las noches de verano se rodea siempre de un azul vaporoso, y cubre su rostro con una gasa pálida como la que usaban antes los fotógrafos para difuminar el rostro de las actrices. Y se acerca tanto y está tan pálida que dan ganas de subir a besarla. En el relato La distancia de la luna, de Italo Calvino, un grupo de amigos aprovecha la marea alta para llegar hasta el satélite remando en un bote. Está recubierto de escamas plateadas, y tan próximo que con frecuencia los terrícolas suben por una escalera con cubos y palas para recoger un poco de leche lunar, que es tan densa como el requesón:
“En realidad, desde lo alto de la escalera se llegaba justo a tocarla extendiendo los brazos, de pie, en equilibrio sobre el último peldaño. Habíamos tomado bien las medidas (todavía no sospechábamos que se estaba alejando); en lo único que había que fijarse bien era en la forma de poner las manos. Yo elegía una escama que pareciera sólida (nos tocaba subir a todos, por turno, en tandas de cinco o seis), me agarraba con una mano, después con la otra e inmediatamente sentía que escalera y barca se me escapaban y el movimiento de la Luna me arrancaba a la atracción terrestre. Sí, la Luna tenía una fuerza que te arrastraba, lo sentías en aquel momento de paso entre una y otra; había que incorporarse de repente, con una especie de cabriola, aferrarse a las escamas, alzar las piernas para encontrarse de pie en el fondo lunar. Visto desde la tierra parecías colgado boca abajo, pero para ti era la misma posición de siempre, y lo único extraño era, al alzar los ojos, verte encima de la capa del mar luciente con la barca y los amigos patas arriba, balanceándose como un racimo de sarmiento”.
El relato forma parte del volumen Las Cosmicónicas, publicado en 1965, y transcurre en un imaginario tiempo lejano en el que la Luna estaba mucho más próxima a la Tierra que ahora. Para urdir su historia el autor italiano se inspiró en las teorías del astrónomo George Darwin, hijo del naturalista Charles Darwin, que concluyó que la Luna se había formado a partir de un desprendimiento de nuestro planeta, aunque erró en las mediciones que la situaban en su origen demasiado cerca de la Tierra. Calvino rechazaba que sus cuentos fueran ciencia ficción porque, decía, no eran hipótesis sobre el futuro sino que él se remontaba a los mitos del origen, imaginando historias donde jugaba con teorías y conceptos científicos obsoletos o erróneos como los de George Darwin.
Es normal que la Luna y sus constantes cambios de imagen hayan maravillado a todas las civilizaciones a lo largo de los siglos hasta hacer de ella una diosa, porque su aparición y desaparición ejercía su misterioso influjo en todo: en la vegetación y en las mareas, en las lluvias y las cosechas y también en las mujeres. Y su poder prendía en las almas una promesa de inmortalidad, puesto que la Luna moría y resucitaba cada vez. Las primeras civilizaciones asiáticas y mayas podían predecir eclipses y conocían los planetas más cercanos, los griegos sabían que su luz era el reflejo del sol y Aristóteles, tan juicioso para todo lo demás, creía firmemente que la Luna estaba habitada. Observando un eclipse, el astrónomo y matemático Hiparco de Nicea dedujo en el siglo II a. C. que la Tierra era redonda y la Luna era su satélite, y calculó su distancia en una medición mucho más ajustada que la de Darwin. Hay un cráter lunar que se llama como él, pero para nombrarlo aún habrían de esperar a que Galileo en 1609, mirando por su telescopio, distinguiera mares, cráteres y montañas donde hasta entonces solo había manchas con formas indescifrables.
Al contrario que nuestro sufriente planeta y aún intocada, la Luna no ha envejecido apenas. Quizá a partir de ahora, con la afluencia de visitas que ya están previstas para escarbar su suelo, también se deteriore como París o el Everest. Nos gusta llamarla “nuestro satélite”, pero en realidad es ella la que nos posee desde hace mucho tiempo, y su embrujo ha inspirado siempre historias increíbles y ardorosos poemas. En la historia de la literatura existen dos títulos que ya antes del auge de la ciencia ficción se repiten a lo largo de los siglos en numerosas obras y que ilustran nuestra obsesión: El hombre en la Luna y Viaje a la Luna. Desde Luciano de Samosata, la posibilidad de alcanzarla iluminó las páginas de autores como Dante, Ariosto, Cyrano de Bergerac, Shakespeare, Voltaire, Alejandro Dumas o Edgar Allan Poe, donde sus intrépidos personajes viajaban en trastos imposibles como barcos, nubes o carros voladores, o montados en ocas o hipogrifos, o incluso lanzados hasta el espacio como balas de cañón. Con el tiempo y los avances de la ciencia surgieron otros vehículos menos disparatados en situaciones y escenarios que los autores recreaban de forma más tangible, desde Julio Verne a H. G. Wells, o en películas y viñetas, desde Fritz Lang hasta los encantadores cohetes a cuadros de Hergé. Hasta que el 20 de julio de 1969 toda esa mitología de escenarios descoloridos pisó de pronto, con una bota de suela rayada, el cascarón de la realidad.
La llegada a la Luna fue un gran paso para la humanidad, sí, pero acabó con las delirantes especulaciones que hasta entonces habían alimentado la imaginación de tantos narradores en historias de alunizajes estrafalarios y escaramuzas con selenitas gelatinosos. Cuando regresaron los astronautas del Apolo XI, héroes de carne y hueso que habían llegado por fin a la Luna en una nave como es debido, los recibieron con honores y una tarta de cuatro pisos, como en las bodas, y desfilaron por Broadway ante una multitud que los ovacionó enloquecida lanzándoles confeti y serpentinas blancas.
La revisión durante semanas de todo esto que ocupa un lugar tan destacado en nuestras hemerotecas y nuestras vidas nos ha llenado de nostalgia, porque 1969 representa aquel tiempo en que el mundo aún conservaba su capacidad de asombro ante una proeza tecnológica y asistía boquiabierto a una hazaña que de pronto ya no era épica sino real. A cambio, estaba perdiendo para siempre la magia de todos esos viajes prodigiosos con los que habían soñado tantas generaciones, que representaban también el último símbolo de una cierta inocencia.
Ya termina el mes de julio de otro verano y la Luna, tras tanta conmemoración, se ha ido abollando noche a noche tiñéndose de ámbar hasta desaparecer, dejando el cielo todo agujereado de bochorno y extrañamente oscuro.
La Luna se está alejando de nosotros, lo ha comprobado la NASA. Pero en un par de semanas empezará a nacer de nuevo con su típica cara de pan recién hecho, tan redonda y candorosa como si nos descubriera por primera vez. Quién no atesora en el álbum de su vida alguna Luna de verano, alguna escena que se estampó en la memoria como en negativo y que la luz de plata de cualquiera de estas noches volverá a revelar. Cruzamos el verano en noches de cielo abierto y, menos mal, aún nos quedan un par de Lunas llenas para conversar o pasear, para soñar o amar o simplemente para mirarla columpiarse en nuestras ventanas durante las horas insomnes de calor.
“La Luna se puede tomar a cucharadas / o como una cápsula cada dos horas”, decía el poeta Jaime Sabines. Yo creo que es mejor tomarla sin ninguna moderación. Felices lunas de verano, nos vemos en septiembre.
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