‘La Matute’ y sus unicornios
Ana María Matute fallecía el miércoles en Barcelona, poco después de entregar a Destino su última novela. ‘El Asombrario’ no suele regirse por una agenda estricta, pero en este caso sí hemos querido hacerle nuestro pequeño homenaje a la escritora por haberla admirado tanto.
Siempre tenía la infancia en la boca (la suya fue tartamuda), pero cuando decían de ella que era una niña se enfadaba con razón: “¿Estar en la infancia siempre?, ¡qué horror!”. Porque el aspecto de Ana María Matute era exactamente el de sus últimas novelas: los unicornios, los hechizos, la Edad Media, las hadas… Una forma blanca y blanda bajo la que se escondía la dureza: la de ella era la de una niña que había mirado al diablo a los ojos, la de sus novelas, la del cainismo, la de la maldad de la raza humana.
«Ser humano ¿no te da vergüenza? Son mucho mejor los perros, yo tengo perros, luego te los enseño».
A su sobreático de Barcelona, donde vivía con sus perros y con su hijo Juan Pablo, subimos muchos, a su habitación entraba prácticamente sólo ella. Allí estaba su muñeco Gorogó, al que le contaba cuentos desde niña: los primeros fueron los que su madre le dio en una caja el día de su nefasto primer matrimonio con Eugenio de Goicoechea. Ella no esperaba que estuvieran guardados. A Gorogó también le contó el relato que acabó siendo su primera novela, Pequeño Teatro, aunque en materia editorial viera primero la luz Los Abel.
Su humildad era tan honesta que no le impedía decir que, aunque era ese su peor libro, por otro lado chapeau, porque la escribió cuando era adolescente. Algo parecido ocurrió 68 años después, cuando ganó el premio Cervantes; primero pensó que habría otros que también lo merecían y después que ella, La Matute, había trabajado mucho para llegar hasta allí.
En esos 68 años que mediaron consiguió los principales galardones de las letras españolas: los que tenían prestigio (el Planeta o el Nadal) y los que lo siguen teniendo (el Premio Nacional de Literatura, el premio de la Crítica o el Café Gijón). Los consiguió contando la piel de la postguerra española, una miseria que no se correspondía con lo que aprendió en la Biblia de niña. Supo sortear una censura tonta de solemnidad que sólo alcanzó a prohibir Luciérnagas, publicada finalmente en 1993.
Fue al acabar los momentos malos de su vida cuando llegaron otros peores. Recuperada la custodia de su hijo (tuvo la osadía de separarse en pleno franquismo), cayó en una depresión silenciosa que duró 23 años. En ese momento ya existía Olvidado Rey Gudú, novela que no vio la luz hasta que su enfermedad acabó. En 1996 la publicó, y desde entonces es la historia de la que se sentía más orgullosa. Gracias a ella nos ha enseñado a muchos que no es humano vivir sin corazón.
Llegaron después –también dureza envuelta en algodones- Aranmanoth y La torre vigía. Mientras tanto, entró en la Real Academia Española a ocupar el sillón de la letra K mayúscula. En su discurso de ingreso habló del bosque, del mismo bosque mágico que poblaba el lobo de Los hijos muertos, ese lobo al que todos los niños de todo el mundo temen en todos los idiomas.
Fueron muchos los periodistas que, en los últimos años, trataron de sacarle opiniones políticas, pero de eso ella nunca hablaba, porque aunque se consideraba de izquierdas nunca se comprometió con ningún partido. Cuando imputaron a la Infanta Cristina se le llegó a preguntar, en una emisora de radio, su opinión sobre la monarquía. Sólo contestó que lo único que podía decir del Rey es que, cuando le dio el premio Cervantes, ella le pidió una muleta. El monarca le hizo llegar una a la que “sólo le faltaba poner gin-tonics”.
Con su muerte nos llega también la noticia de que su última novela verá la luz en septiembre. Hasta entonces, y para seguir sabiendo de ella, podemos releer Paraíso inhabitado. Matute confesaba que esta novela tenía algo de autobiográfico en aquel fragmento en el que la niña protagonista rompe un terrón de azúcar y sale una chispa azul.
– Ana María, ¿ha vuelto a ver usted al unicornio?
– Pero ¿qué dices?, los unicornios no existen, eso, eso…
– Me refiero a verlos como los veía la protagonista de Paraíso inhabitado.
– ¡Ah! Esos, esos unicornios, claro que los veo…
Y aunque se nos haya ido Ana María Matute, aunque su ausencia ocupe mucho más que cualquier presencia, nosotros seguiremos creyendo en lo que escribía, tal y como ella pidió el día que recibió el Cervantes: “Y me permito hacerles un ruego; si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que pueblan mis libros, por favor, créanselas, créanselas porque me las he inventado”.
Entonces, gracias a ella, nos damos cuenta de que somos los niños que fuimos. Y así volvemos a ver al unicornio saliendo de las paredes de nuestras casas.
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