La naturalidad de Marta Fernández-Muro para tener ‘La cabeza a pájaros’

Marta Fernández Muro en ‘La ley del deseo’ de Pedro Almodóvar.

A cualquier ser humano se nos antoja un oficio duro el de buscar un porvenir para nuestra soledad. Pero les aseguro que no se lo parecería tanto si hubieran leído el mágico, evocador y ambicioso dibujo social que es ‘La cabeza a pájaros’, la primera novela de la conocida actriz Marta Fernández-Muro (Madrid, 1950) (‘Laberinto de pasiones’, ‘La ley del deseo’, ‘La Comunidad’). Un hallazgo imponente por su naturalidad, por su libertad narrativa, para contar la historia de cuatro generaciones de su familia.

Un hallazgo por esa frescura que imprime lo idóneo cuando se cuenta una historia real en la que hay que aplicarse para deshacer los nudos si se quiere que el oxígeno continúe entrando en los pulmones de quien narra. Para lograrlo, Fernández-Muro no escatima en exactitud, aunque esa exactitud suponga una herida en la memoria y en la mirada de quien lee.

La autora desplaza la historia de su familia, y la de un país partido en dos desde mucho antes de que una guerra borrase su futuro, deslizándola sobre párrafos breves y en apariencia livianos que, sin embargo, denotan la honestidad de cada emoción.

Férnandez-Muro fabula, como lo hiciera también en su momento Angela Carter en La juguetería mágica, pero no miente, coordina imaginación y realidad de una manera tajante y pertinaz y hace de su memoria un nido concreto y a la vez intangible. Hace de esta novela o diario, o epitafio emocional, una pieza concienzuda y divinamente construida que te deja pegada a sus protagonistas. Muro conoce la importancia de la reflexión ante el recuerdo, no sirve la primera opción con la que la memoria desee vencernos, y aplica una filosofía límpida para convertir esta biografía coral en un relámpago sin pretensiones, pero con un conocimiento exhaustivo de lo que implica la naturaleza de ser relámpago:

“Recuerdo a mi madre incómoda, como si haber tenido ama de cría no fuese solo una costumbre arcaica, sino una injusticia de la que tomaba conciencia en ese instante. La única que realmente estaba en su salsa era el ama, que parecía aceptarlo todo a las mil maravillas. Su vida de miseria con las tetas llenas de leche y el montón de monedas ganadas con ellas”.

Muro se mancha con el tuétano que escupe su vida de privilegio hasta convertir en una obra de arte sus recuerdos. No le teme al pragmatismo que acorrala su recién estrenada libertad cuando comienza a recordar. El presente señala su carne, pero está al corriente de que del presente solo sabe, puede y quiere salvarnos el pasado. Mientras se recuerda, uno se convierte en un desclasado, la memoria convierte cualquier cuerpo en un objeto sin voluntad y sin comodidades y ambas certezas las alimenta y las acuna Fernández-Muro desde el privilegio que implica no querer hacer desaparecer las imprudencias propias y ajenas:

“El Palace se ha convertido en un hospital de sangre. Allí los militares no toman copas ni bailan como al principio de la guerra, ahora han quitado… Por pura estrategia, el Palacio de hielo, lindante con San Agustín, 3, donde mi madre de niña patinaba con sus cuchillas, se ha convertido en un depósito de cadáveres”.

Fernández-Muro comparte en estas páginas la valiosa mirada de quien no busca tesoros sino preguntas que parecen respuestas, pero que sin embargo respetan con exigencia y colmo el baile lento entre palabra e imagen hasta, como decía al empezar a escribir este texto,  encontrar el porvenir de su soledad. Fernandez-Muro narra su propio naufragio sin saber que su sinceridad y su valentía van a convertirse en un sublime salvoconducto genealógico:

“Es imposible mantener todas la fichas en equilibrio a lo largo de una vida”.

Marta necesita estar cerca del principio para ir construyendo el final. Necesita reconocerse en la imperfección de los que la precedieron, hombres y mujeres de buena voluntad que jamás dudaron en entregar al más desolador de los inviernos a sus asalariados. La amoralidad selectiva de la familia de la autora se narra con precisión y sin pudor en frases como estas:

“Manolo ha tenido que portarse muy bien para que en mi casa a nadie le importe que sus novios sean chicos”. 

“Por Dios, Ramona, levante a esa niña de ahí, que las baldosas están heladas.

A Ramona, como ya tiene los dos pies en la calle, se le escapa una contestación:

No he de saberlo señora, si esta habitación es un nevero”.

Está claro que Fernández-Muro sabe pernoctar en todos los bandos sin perder la credibilidad, ofrece la fortaleza de una espía útil, pero también la fragilidad de la niña deshecha antes de llegar a ser una mujer.

Vivir es un juego macabro, una danza que nos deja quietos aunque el viento disfrute susurrándonos a través de su cuerpo transparente una dinámica que ya no nos pertenece, que nos es arrebatada cuando la infancia abandona nuestro cuerpo. El viento crea espejismos que no están ni siquiera al alcance de Dios. Marta Fernandez-Muro lo sabe y atravesando esa verdad hace que todo su libro sea un alarde de objetividad emocional, una rareza inclusiva para el lector.

La cabeza a pájaros es un libro armónico y equilibrado que nos ofrece un realismo esperanzador, pero que también es un ejemplo de extravagancia sentimental. Un texto que se hibrida con Galdós y con Valle-Inclán.

No dejéis de leerlo porque alberga ese lirismo supersónico que poco tiene que ver con esa poesía flácida de los impostores.

‘La cabeza a pájaros’. Marta Fernández-Muro. Editorial Niños gratis. 339 páginas.

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