La obsesión de Giacometti por los ojos y las miradas
La Fundación Canal, con los fondos de la Fundación Giacometti, expone en Madrid un centenar de obras, entre dibujos y esculturas, de Alberto Giacometti, centradas en su obsesión por los ojos y la mirada: “El ser humano se diferencia solamente de los muertos por la mirada».
En 1945, después de años de ocupación por los nazis, París era una ciudad apagada, sin brillo. En octubre, un acontecimiento intelectual cambiaría el ánimo de los intelectuales franceses. El filósofo Jean-Paul Sartre pronunció en la universidad una conferencia titulada Existencialismo y humanismo; con un texto profundamente alejado de su pesimismo habitual, llamó a la acción, al resurgimiento. Si la guerra había partido por la mitad la vida de tantos, Sartre decidió en su proclama que la vida debía continuar. Y lo hizo. Dejó atrás La náusea, y fundó, junto a Simone de Beauvoir, la revista Les Temps Modernes para hablar del “hombre total, totalmente comprometido, totalmente libre”. Llegaron días gloriosos. Cocteau, Breton y Duchamp agitaban la escena. Matisse pintaba su serie Jazz. Coco Chanel era la reina de la moda y Dior empezaba a despuntar. En los años cincuenta, París resurgía, mientras al otro lado del Atlántico, Nueva York se disponía a arrebatarle el título de la capital del arte.
Alberto Giacometti (Suiza, 1910-1966) también había regresado a París desde Suiza, donde pasó la guerra; su taller había sido conservado intacto por su hermano Diego y pronto retomó la actividad interrumpida. Dibuja a Simone de Beauvoir, a Sartre; comulga con el existencialismo, con la visión de lo absurdo de la existencia, la idea de promover un hombre nuevo. Giacometti había sobrevivido a la gran atrocidad del siglo refugiado en la casa familiar, y su vuelta a París le sumió en una de sus habituales depresiones que le dejaban paralizado e incapacitado para el trabajo. Tuvo suerte de estar con Anette, su mujer, 22 años más joven que el artista, a la que había conocido en Ginebra y con la que enseguida sintonizó.
Giacometti es un valor seguro para el público. En 1990, el Museo Reina Sofía le dedicó la primera retrospectiva en España. En el verano de 2013, la Fundación Mapfre expuso en Terrenos de juego buena parte de su trabajo en el taller, sus primeros pasos hacia las figuras delgadas y muchas fotografías que documentaban su trabajo.
En la exposición actual de la Fundación Canal hay poco de biografía, aunque se exhiban múltiples retratos de Anette, de su madre, de Beauvoir, de Sartre, de Matisse, y muchos autorretratos, dibujos que en su mayoría nunca se habían expuesto y algunos han sido restaurados para la ocasión.
El eje de la muestra es su obsesión por la mirada, la visión, la vida. La búsqueda de la representación del hombre, de la cabeza, del cráneo: “Si no tenemos la cabeza, no tenemos nada”, decía. En esa búsqueda nunca abandonó el dibujo: “Creo que, se trate de escultura o de pintura, en realidad lo único que cuenta es el dibujo… Si se domina un poco el dibujo, todo lo demás es posible”. Y de esos dibujos, que guarda a miles la Fundación Giacometti, se nutre esta exposición. El paseo por El hombre que mira desemboca en una larga bóveda con sus diminutas figuras –alguna no llega a los cinco centímetros- con una escenografía casi teatral.
En todas la etapas de su vida artística, del naturalismo, pasando por el cubismo y el surrealismo, Giacometti estuvo empeñado en una idea, captar la mirada: “El ser humano se diferencia solamente de los muertos por la mirada”, decía, intentando atrapar esa ojeada fugitiva, lo esencial y lo más difícil de un retrato. Él buscaba la forma del ojo; esas cuencas vacías que esculpe son la mirada. Investiga en el arte egipcio la representación de los amuletos, de las figuras que los muertos se llevan a las tumbas. Ellas protegerán al difunto de los peligros que le acechan en el camino a la vida eterna. “¿Esculpe usted por los ojos?», le preguntaron en una ocasión. «Únicamente por los ojos», contestó. «Tengo la impresión de que si consiguiera copiar un ojo tendría la cabeza completa”. Ojos, cabeza, mirada. La tríada imposible.
El rostro de la muerte golpeó al escultor al poco de que las tropas nazis tomaran París, cuando Giacometti contempló los desastres de la guerra en los cuerpos destrozados en las cunetas y en el rostro aterrorizado de los refugiados. Tras la liberación, cuando el mundo conoció el horror de “la solución final” perpetrada por Hitler contra los judíos -“21.000 metros cúbicos de cuerpos”, titulaba el periódico comunista Combat-, Giacometti sufrió un profundo shock que le paralizó durante algún tiempo.
La experiencia de aquellos años Giacometti la traslada a la representación de la figura humana en el espacio a la escala de su propia visión. Intenta retener la sustancia de los cuerpos, el alma que se escapa por los ojos, la identidad, en esas figuras filiformes que se difuminan en sus dibujos. Sus esculturas pierden peso, se vuelven flacas, larguiruchas.
Llegó a aquel proceso por una mujer – ellas tuvieron una importancia capital en su vida- y un destello. Años atrás, Giacometti tuvo una revelación al despedirse en la calle de su amiga Isabel Lambert. Observó cómo se hacía cada vez más pequeña, pero sin perder intensidad. No desaparecía, se disolvía. Aquella visión le persiguió durante mucho tiempo hasta que consiguió plasmarla en una escultura.
Su percepción de lo cercano y lo lejano le cambió la perspectiva de la figura humana: “Si se acerca a dos metros, ya no la veo”. Esculpe bronces según su nueva visión de la perspectiva. De las figuras pequeñas pasa a las imponentes, de medio cuerpo, en un plano muy cinematográfico, hechas a pegotazos, con tal fuerza en los dedos que todavía impresiona. «Debo lograr reducir mis esculturas al formato de un mechero. Una figura que pueda ser abrazada completamente, de un solo vistazo, en su totalidad. La mirada no debe saltar de una esquina a otra, vagar de un detalle a otro. La visión debe ser total, absoluta», le confesó al escritor Nesto Jacometti.
A finales de la década de los 40, Giacometti ha conseguido avanzar a trompicones hacia la representación de la figura humana; el hombre siempre caminando, la mujer de pie, hierática. En 1947, realizó una escultura que cambiaría la historia del arte, Hombre que camina, una reinterpretación de la obra del mismo título de Rodin. Pero el hombre de Giacometti es un ser descarnado, sin corporeidad. Es tal la desolación que transmite que se convierte en un icono de la transformación del arte. Así son sus esculturas, potentes y delicadas, o como decía de ellas Jean Cocteau, “te entran ganas de describirlas como nieve que conserva la huella de las pisadas de un pájaro». Él y no Sartre conoció al hombre nuevo. Lo hizo de bronce.
La exposición ‘Giacometti, el hombre que mira’ puede verse en la Fundación Canal (Mateo Inurria, 2. Madrid) hasta el 3 de mayo.
Comentarios
Por Taysha, el 28 abril 2020
Debo decir que fue una gran explicación del artista Giacometti, excelente trabajo!