La pelea entre Francia y Reino Unido por Neptuno
Donald Trump entra el lunes como elefante en cacharrería en el complejo tablero geopolítico mundial. Como aperitivo, ya ha hecho alarde de sus ansias expansionistas hablando de Groenlandia, en claro enfrentamiento con Dinamarca y Europa. Pero las tensiones entre naciones han conocido muchas variantes a lo largo de la historia; no solo en forma de guerras. Hoy nos hacemos eco de una de las más curiosas y desconocidas: la pelea entre Francia y Reino Unido por Neptuno.
Las discusiones diplomáticas presentan orígenes muy diversos. En algunas ocasiones, atienden a cuestiones fronterizas. Otras, a elementos económicos. Incluso, ha habido enfrentamientos por cuestiones personales. Y, para comprobarlo, sólo hay que remontarse unos meses atrás, cuando los gobiernos de España y Argentina enfriaron sus vínculos institucionales, tras unas declaraciones del presidente argentino, Javier Milei, llamando “corrupta” a la esposa del mandatario español, Pedro Sánchez. Sin embargo, si se consulta la historia del internacionalismo, se pueden distinguir múltiples razones que dieron lugar a hostilidades entre Estados. Y para muestra, la ‘pelea’suscitada entre Francia y Reino Unido a colación del descubrimiento de Neptuno.
Efectivamente, como lo oyen. Las luchas por conocer y controlar el Universo son más viejas que la tos. Es cierto que la historia compartida entre franceses e ingleses no ha sido un camino de rosas. Son dos naciones que se han enfrentado en muchas ocasiones. A pesar de ello, nos encontramos ante una de las motivaciones más curiosas, ya que se desató una guerra nacionalista entre las dos potencias, con el fin de determinar quién era el verdadero descubridor del octavo planeta del Sistema Solar.
Un suceso que se enraizó hace más de 200 años –hacia en 1821–, cuando el astrónomo francés Alexis Bouvard publicó –en sus tablas astronómicas– la órbita de Urano. Sin embargo, al analizar y repasar estos datos, el mencionado investigador cayó en la cuenta de un fenómeno muy concreto, “unas perturbaciones sustanciales y totalmente inusuales”, explicaba el experto. “Estas irregularidades, tanto en longitud de la eclíptica del planeta como de su distancia al Sol, así como el radio vector, podrían explicarse por una serie de hipótesis. Entre ellas, el efecto de la gravedad del Sol, a una distancia tan grande que podría diferir de la descripción de Newton, a errores observacionales, o porque Urano estaba siendo perturbado por un planeta todavía no descubierto”, explican los expertos.
Pero, finalmente, dicho proceso únicamente podía estar debido a esta última razón. Es decir, que “otro cuerpo celeste estuviese provocando dichas alteraciones”. A partir de estas conclusiones, aceptadas por la comunidad científica, los astrónomos se pusieron a trabajar sobre dicha hipótesis. Una perspectiva que, con el paso de los años, comenzó a arrojar sus primeros frutos. Así, 22 años más tarde –en 1843–, un estudioso inglés, John Couch Adams, calculó la órbita del aún posible planeta, a partir de las anomalías de la trayectoria urania. Este especialista“tuvo conocimiento de las irregularidades mientras aún era estudiante y se convenció de la hipótesis de la perturbación”, explican los historiadores de la ciencia.
Al mismo tiempo, en el país vecino –Francia– la sapiencia astronómica no paraba de progresar. El investigador galo Urbain Le Verrier publicó sus propios cálculos. Estos desarrollos numéricos asombraron al matemático británico John Herschel. Ante estos hallazgos, el inglés se dirigió a su colega James Challis, experto en la materia, para que colaborasen al alimón, con el fin de describir lo que más tarde sería Neptuno.
El 13 de febrero de 1844, Challis, que era el director del Observatorio de Cambridge, solicitó datos sobre la posición de Urano al astrónomo real George Biddell Airy,cuya plaza estaba en el Real Observatorio de Greenwich. En ese momento, Challis no se encontraba excesivamente motivado con el tema, por lo que retrasó el inicio de sus investigaciones respecto a sus colegas franceses. Una tardanza que pudo ser capital para conseguir el reconocimiento internacional inmediato. Además, con lo que los matemáticos isleños no contaban era con que “Le Verrier también estaba buscando al que sería octavo planeta, para lo que contaba con la ayuda del astrónomo alemán Johann Gottfried Galle”, añaden los historiadores. Por tanto, se estaba haciendo una misma investigación de forma paralela en dos enclaves diferentes…
En consecuencia, media Europa se hallaba buscando al nuevo cuerpo. Un esfuerzo que tuvo finalmente su recompensa poco después. Más concretamente, durante la noche del 23 de septiembre de 1846, por parte del eje franco–alemán, compuesto –como ya se ha mencionado– por Urbain Le Verrier y Johann Gottfried Galle, que describieron el planeta. Realizaron el hallazgo desde el Observatorio de Berlín y dieron al nuevo cuerpo la denominación del dios romano del mar.
Todo solucionado. El partido había sido ganado por la parte continental de la disputa. Entonces, ¿dónde estaba el problema? Los ingleses John Herschel y James Challis contraatacaron, asegurando que habían observado el nuevo cuerpo astronómico “hasta en dos ocasiones antes de esa fecha, sin advertirlo”. Una circunstancia que le impulsó a reclamar para sí la paternidad del hallazgo. Por tanto, la polémica se encontraba servida. Se generó una intensa competencia entre los británicos y los franceses. Ambos países se disputaron el crédito por el descubrimiento, con el fin de determinar quién pasaría a la posteridad como responsable de poner en el mapa estelar un octavo planeta en el Sistema Solar.
Pero el propio Adams reconoció públicamente la prioridad y el crédito de Le Verrier en un documento que otorgó a la Royal Astronomical Society, en noviembre de 1846. Esta comunicación indicaba: “Menciono estas fechas sólo para demostrar que llegué a mis resultados de forma independiente, y con anterioridad a la publicación de Monsieur Le Verrier, y no con la intención de interferir en su justo reconocimiento del descubrimiento; porque no hay duda de que sus investigaciones fueron publicadas primero en el Mundo, y llevaron al descubrimiento real del planeta por el Dr. Galle, por lo que los hechos mencionados anteriormente no pueden restar, en lo más mínimo, el crédito debido a Monsieur Le Verrier”.
Así, se optó por una decisión salomónica. La comunidad científica, tras el reconocimiento realizado por Adams, logró un consenso internacional, al establecer que tanto el británico John Couch Adams como el francés Urbain Le Verrier debían ser declarados padres de Neptuno en la Tierra. Y así ha quedado desde entonces…
De esta manera, se daba por zanjada la pelea entre Francia y Reino Unido. Pero lo que muy pocos conocen es que en realidad ninguno de los científicos en liza fue el que divisó, por primera vez, Neptuno. A quien deberíamos atribuir este honor fue al investigador italiano Galileo Galilei. Fue él, en 1612 –es decir, más de 200 años antes de los procesos que estamos analizando–, quien describió un cuerpo celeste con las mismas coordenadas que el referido planeta. Sin embargo, no lo registró como tal, sino como una estrella, razón por la cual no se le he ha atribuido este logro.
Un extremo que también les ocurrió a otros dos especialistas. Más concretamente, al francés Jérôme Lalande, en 1795; y al británico John Herschel, en 1830, quienes también llegaron a describir al octavo planeta, aunque nunca dijeron que era tal, sino que lo calificaron como un astro. Por tanto, nunca se les ha reconocido este mérito. Además, visto el debate surgido entre Francia y Reino Unido a finales del siglo XIX, no es necesario reavivar una nueva llama bélica en Europa, que las cosas ya se encuentran muy inestables…
La importancia del octavo planeta
Neptuno se constituye como el último cuerpo planetario del Sistema Solar, después de que el 24 de agosto de 2006 la Unión Astronómica Internacional (UAI) degradara a Plutón a la calificación de “Planeta enano”. El octavo elemento que compone nuestro vecindario cósmico es el más lejano a nuestra estrella y el tercero más masivo. Se trata de una realidad gaseosa, oscura y fría, cuya superficie se encuentra azotada por grandes vendavales. Su atmósfera está compuesta de hidrógeno, helio y metano, lo que le confiere ese mismo color azul que Urano. Es más masivo que la Tierra –entre 15 y 17 veces más– y su núcleo es rocoso, sobre el que se extiende una masa de agua caliente, amoniaco y metano, que soporta, al mismo tiempo, su “densa atmósfera”, explica Rafael Bachiller, director del Observatorio Astronómico Nacional.
Sin embargo, este planeta es invisible para el ojo desnudo, ya que es demasiado tenue. Por tanto, las primeras observaciones de Neptuno sólo fueron posibles después de la invención del telescopio. Esta es la razón de que se tardara tanto en ser divisado y descrito, no siendo hasta mediados del siglo XIX cuando se confirmó –al 100%– su existencia. El hallazgo del nuevo planeta tuvo una naturaleza muy diferente a los anteriores, que habían sido accidentales, como Urano y Ceres, que se divisaron cuando se estaban realizando observaciones de estrellas. En cambio, el nuevo cuerpo del Sistema Solar se describió como resultado de “las predicciones de unos cálculos matemáticos”, añade Rafael Bachiller.
Como curiosidad, el hallazgo de Neptuno en el siglo XIX llevó directamente al descubrimiento de su luna Tritón por parte del astrónomo inglés William Lassell, tan sólo 17 días después. Por tanto, la ciencia espacial continuó dando alegrías. Gracias al trabajo conjunto y acumulativo de diversos investigadores internacionales, se ha ido incrementando el conocimiento sobre el Universo, pudiéndose conocer más a fondo el Espacio que nos rodea. Lo señaló Copérnico: «”Es deber de un astrónomo componer la historia de los movimientos celestes a través de un estudio cuidadoso y experto”.
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