La terapia luminosa de Levrero

levrero

El escritor Mario Levrero.

Levrero explicaba: “Fue leer ‘América’, y de inmediato ‘El castillo’, y comenzar a escribir. Leía de noche ‘El castillo’ y pasaba el día siguiente escribiendo ‘La ciudad’. Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad”.

POR JUAN LOSA

“No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”. Sirvan estas líneas extraídas de Diario de un canalla como primera tentativa de acercamiento a la obra de Mario Levrero (Montevideo 1940-2004). Una obra que, de la mano de Literatura Random House, amplía su corpus en España con cinco novelas cortas que ven la luz en tres volúmenes: La Banda del Ciempiés, Fauna. Desplazamientos y la ya mencionada Diario de un canalla. Burdeos, 1972. Subrayo lo de tentativa porque si algo tienen Levrero y su literatura –binomio no siempre fácil de discernir– es su carácter multiforme, hostil a las etiquetas, esquivo con la crítica y alérgico a los prólogos que pudieran delimitar su obra –las tuvo en su día con Muñoz Molina por su presentación de La ciudad y a Julio Llamazares no le quedó otra que pedir disculpas–.

Pero volviendo a la cita inicial, no cabe duda de que Levrero “se la juega” en cada línea, en cada uno de esos circunloquios y derivas marca de la casa. Evasivas lingüísticas de las que se sirve el autor para poder comunicar esa “experiencia luminosa” que da sentido a su literatura, a su búsqueda, y que no es otra cosa que comunicación con mayúsculas, aquello que el escritor define como Arte. Sin embargo y como era de prever, el fracaso está más que asegurado. Pretender narrar la tan ansiada “experiencia luminosa” resulta imposible y de esa derrota es, precisamente, de donde surge su narrativa. En palabras del propio autor: “Los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura”. Subyace de este planteamiento levreriano, de ese dar vueltas en torno a lo inenarrable sin perder de vista el objeto de deseo, la idea de la escritura como ritual capaz de invocar palabras mayores –literatura, a fin de cuentas–. En suma, escribir de espaldas a la urgencia y a la preocupación por cómo decirlo.

Es ahí donde la digresión, el ensimismamiento y el desbarre, tan habituales en Levrero, encuentran su razón de ser. En esa aspiración a lo imposible, el autor echa mano de lo más puro que encuentra a su alcance; vivencias, recuerdos o lo puramente fisiológico, como forma de aproximarse a la verdad, y qué mejor modo de hacerlo que imitando el lenguaje de lo cotidiano, con sus repeticiones y desvaríos, con sus vigilias e imprevistos. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en Diario de un canalla, donde el reto de testimoniar lo cotidiano queda interrumpido cuando en el patio trasero del apartamento del autor aparece un pichón de paloma. Es entonces cuando el autor abandona el omblilingüismo autoconfesional y se centra, de forma obsesiva, en la contemplación de lo que acontece de puertas hacia fuera. La realidad al servicio de la escritura.

En esa búsqueda de “lo luminoso”, Levrero se sirve también de la parapsicología, aderezada de lo que bautizó en su día como psicografía; una especie de acto reflejo en el que “la mano escribe sola, y el dueño de la mano solo se entera del mensaje cuando lo lee”. Sus textos son, por tanto, una oda a la digresión y la difusión, artefactos en los que lo extraño y aun lo fantástico se mezcla con lo cotidiano. Levrero ejerce de intronauta y nos convierte en testigos de excepción de un mundo interior caótico y fragmentado, un nido de manías, obsesiones e hipocondrías varias. Le mueve, en resumen, una necesidad de justicia, de libertad y de seguridad que es incapaz de satisfacer, ansia que logra exorcizar a través del ejercicio de la escritura torrencial.

Pero hablar de Levrero es, también, hablar del poder de lo onírico. Una constante que nutre su literatura y le permite ahondar en esa crisis de identidad de la subjetividad que padecen sus protagonistas y narradores. Como él mismo explica en una de sus últimas entrevistas, la fuerza sugerente de lo onírico confiere a sus personajes e historias “reales” esa profundidad que hace terriblemente fértiles e imaginativos cada unos de sus textos. “Un sueño suele contener imágenes asociadas estrechamente con uno o más sentimientos, o clima, o coloración afectiva. Si uno toma cualquiera de estas imágenes y trata de revivir el clima onírico asociado, de inmediato puede obtener más elementos –más imágenes, de todos tipo: visuales, auditivas, olfativas, táctiles– que forman parte de ese clima afectivo, y puede llegar a desentrañarse todo un pequeño mundo, toda un historia completa”.

El anhelo de Levrero es, en definitiva, el anhelo del hombre postmoderno, incapaz de encontrar asideros en una realidad que le es ininteligible, donde las certezas de antaño se han vuelto difusas y no quedan apenas puntos de referencia desde los que afrontar lo real. Un estado de anomia que el autor combate una y otra vez a lo largo de toda su obra y que, no por casualidad, encuentra en Kafka a su principal influencia. “Kafka me dio la llave –explicaba el propio Levrero en una entrevista con Hugo Verani–, el permiso, y al comienzo incluso la forma; fue leer América, y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad. Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad”.

Por último, la redención; el poder de la literatura para conseguir rehacerse por medio de la narración. La palabra como bálsamo para aquello que no se entiende –o no se quiere entender– encuentra en Levrero su máxima expresión. “No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción. Aquí me estoy recuperando, aquí estoy luchando por rescatar pedazos de mí mismo…”, confesaba el uruguayo. Y entretanto, mientras se afanaba en esa “terapia grafológica”, fue tejiendo una obra singular, eternamente postergada, instalada en los márgenes de una industria editorial demasiado miope para sus renglones evocadores e intrascendentes.

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Comentarios

  • carlos r. méndez

    Por carlos r. méndez, el 05 marzo 2016

    Hace unos cuarenta años -feria de Libros y Grabados de Montevideo- me topé con un libro de relatos cuyo título -«La máquina de pensar en Gladys»- me llamó la atención. No tenía ninguna noticia ni de los textos ni del autor, pero me animé a comprarlo. Fue un acierto; un golpe de suerte. Lamentablemente, casi el mismo tiempo hace que se lo dejé a alguien y nuestros caminos se separaron; pero aún recuerdo el entusiasmo, juvenil quizá, que me produjo su lectura.

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