La trastienda de ‘Gilda’, icono del centenario de Columbia

Rita Hayworth interpreta la canción ‘Put the blame on Mame’ en ‘Gilda’.

Columbia, uno de los grandes estudios de Hollywood, celebró en el pasado Festival de Cannes sus 100 años con una exposición conmemorativa y la proyección de una sola de sus miles de películas. La elegida, exhibida en la sección Cannes Classics en una nueva copia restaurada del original, no fue ‘Sucedió una noche’, ni ‘De aquí a la eternidad’, ni ‘Lawrence de Arabia’, ni ‘Taxi driver’, sino ‘Gilda’, una cumbre del ‘estilo invisible’ de Hollywood. Esta breve revisión personal se asoma a algunos rincones de un filme colectivo, conjunción de múltiples talentos alrededor de una producción de estudio que, como un enigma, se metamorfoseó en una creación única.

No recordaba el Buenos Aires de Gilda. Quizá porque su arquitectura se exhibe fundamentalmente en interiores: habitaciones de una mansión elegante, sala de juegos, hoteles, cabarets. Y porque sus exteriores, construidos en los estudios de Columbia, reducidos, estrechos, difícilmente los reconocería uno como los de la gran ciudad europea de la América austral. Lo que, en apariencia, se quiere pasar por argentino es un idioma español que algunos personajes pronuncian a veces, sin el acento porteño, en escuetas frases, el idioma que figura en letreros en las calles y, en apariencia, porque es una representación, la tez morena, latina, de un policía al que interpreta un maltés (Joseph Calleia). El paisaje de cierto cine negro (el de Gilda, El halcón maltés, Tener y no tener) es el del sueño, no el de la realidad, aunque determinadas indicaciones lo sitúen, como en Gilda (el final de la Segunda Guerra Mundial), en una realidad meramente verbal, evocativa.

Pero lo que en absoluto recordaba eran sus sugerentes, brillantes diálogos. Gilda desmiente a aquellos que alertados de la inminencia del sonoro, vaticinaban el fracaso de las películas habladas. Qué  necesidad había de ponerle sonido a lo que se bastaba con la imagen, venían a decir. Aún sigue leyendo uno a esos detractores, a los que a veces comprende. Pero no con Gilda. ¿Quién estaba detrás de esos diálogos? Es difícil decirlo. ¿Quién escribió el relato, E. A. Ellington? ¿Quién escribió la adaptación, Jo Esinger? ¿Quién firmó el guión, Marion Parsonnet? ¿Ben Hetch, el gran dialoguista de Scarface, de Recuerda, de Encadenados? Se le cita, no a ciencia cierta, como colaborador en el proceso de escritura de la película. ¿Virginia Van Upp, la productora del filme? Por las manos de todos ellos pasaron, en mayor o menor medida, las páginas de Gilda. Pero concedamos más crédito a Parsonnet, casi un fantasma si uno rastrea sus huellas en Internet. Una imagen de su tumba con la inscripción del nombre y los años de su vida (1905-1960). Unos datos rutinarios, escasos (26 títulos entre películas y series de televisión). Gilda fue su mejor trabajo, desde luego.

Me entretengo apuntando algunas frases del filme: “La vida es dura para los indefensos”. “Solo los tontos se arruinan jugando”. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?”: “Cinco estrofas”. “Todo lo malo acaba en soledad”. Fueran de Parsonnet, de Hetch, de Van Upp, la fuente principal es el proceso de creación colectiva del sistema de Hollywood. Gilda no es una película de autor, sino de un planeta. El oro en un yacimiento rico en vetas en la época culminante (de los años 30 a los años 50) en que se concibió.

George Macready (izquierda), Rita Hayworth y Glenn Ford en una imagen de ‘Gilda’.

George Macready (izquierda), Rita Hayworth y Glenn Ford, en una imagen de ‘Gilda’.

Reducirla a su argumento tiende a empobrecerla. Porque su argumento procede del mismo molde de innumerables ficciones: un triángulo amoroso entre dos ex amantes, un hombre joven, Johnny (Glenn Ford) y una mujer joven, Gilda (Rita Hayworth), y un viejo, Ballin (George Macready), que le exhibe su poder para atraerla y, aun así, acaba amándola. Al joven también lo capta con dinero y lo ampara, como a un hijo o a un heredero (de su casino ilegal bonaerense, de su emporio ilegal de tráfico de tungsteno), al que salva la vida cuando un maleante le robaba el dinero que había ganado en una timba de dados. Entre el casino y la mansión del viejo ocurre prácticamente la película. Entre un espacio público y otro privado. En aquel casi todo acontece ante la vista de los demás, pero solo sus protagonistas, y el espectador, son capaces de verlo, y este es uno de los hallazgos de Gilda. Y en el privado, aunque caigan las máscaras aún persisten los engaños.

Gilda es una película de sobreentendidos. ¿Qué ocurrió en la relación previa entre Johnny y Gilda? ¿Qué ocurre en el primer encuentro entre ella y Ballin, que solo se describe en estos diálogos?: “¿Cuándo la conociste?”, le pregunta Johnny a Ballin. “Al día siguiente de salir hacia el interior”, le contesta este. “¿Cuándo os casasteis?”. “Al día siguiente”. ¿Qué ocurre, realmente, en el reencuentro de los amantes rotos?

Todo el romanticismo de Casablanca (otro filme sobre un reencuentro) es aquí violencia y sexo (un sexo metafórico si se piensa en la representación de lo sexual hoy en el cine, en internet). Las palabras describen con penetración las heridas, el placer, las promesas; pero es en las imágenes donde uno da la razón, ahora sí, a los detractores del sonido. Debería poner aquí enlaces a las secuencias; pero me temo que verlas aisladamente pierdan el impacto que alcanzan cuando uno las recibe cargado de la intensidad que la propia película va proveyendo, como si las fuera anunciando, fatalmente, hasta que estalla su fulgor: Ballin presentando a Gilda a Johnny, Gilda cantando Amado mío, y, por segunda vez, Put the blame on Mame. ¿Captan su fascinación los jóvenes críticos de hoy que escriben sin la memoria rebosante del cine de Hollywood de hace 80 años, los críticos adiestrados en estudios culturales que les obligan a mirar las películas con las anteojeras del género, la raza, el patriarcado? La deuda (o la atadura) de quien, como yo, ha dependido gran parte de su vida de aquel planeta fílmico es seguramente la que provoque que uno vuelva a estas imágenes como si fueran, de nuevo, una revelación.

Perforar Gilda, como perforar Ciudadano Kane, Casablanca o El halcón maltés, creyendo que el oro se encuentra oculto entre claves, implica salirse de la experiencia única de ver la película. De modo que no es imprescindible conocer que los rasgos fotográficos del expresionismo alemán impresos por Rudoph Maté devuelven un sombrío, inquietante escenario, que el famoso traje negro que viste ella mientras canta Put the blame on Mame proviene de un Retrato de Madam X de John Singer Sargent, o que el personaje de Gilda respondía a una decisión de la Columbia de complejizar el filme, según un modelo de mujer (femme fatale) libre, independiente (a la que, sin embargo, su marido ve antes como “esposa” que como “mujer”, de esas, según se sobreentiende, con las que se mezclan los jugadores en los casinos).

Gilda existe mientras la veo. Una vez acabada, solo existe el recuerdo, un placer virtual que puede nombrarse, como hago ahora, citando otro par de esos brillantes hallazgos visuales que regala la película: un sirviente del casino presentándose ante Johnny durante el carnaval con dos máscaras: la de un toro y la de un payaso: el símbolo de un hombre en plenitud y el de un hombre caído por amor; Gilda interpretando Put the blame on Mame, disfrazada como “mujer”.

“A Gilda la compré, como a ti”, le dice Ballin a Johnny. Es decir, que ha comprado una carcasa, como comprobará cuando aparentemente le sobreviene el amor por ella y ella no le corresponde. Y si el de Johnny por Gilda existió en el pasado, solo el código moral que regía en los estudios de Hollywood en los años 40 dirá que el sentimiento que se remueve cuando se reencuentran sea el de un amor reconciliado, en contra de la coherencia de la propia historia de pasión y odio irreconciliable. Sea esa razón (un código) u otra la del final de Gilda, un final cobarde (a diferencia del de Casablanca o el de Breve encuentro: los dos relatos de la misma apoteosis amorosa), ahuyento enseguida esta mancha y vuelvo, antes de que se desvanezca, al sueño de amor roto que es Gilda.

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