#LaLibertadEraEso

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Con #LaLibertadEraEso, el periodista Paco Tomás inicia en ‘El Asombrario’ una nueva sección titulada ‘El Hashtag’, en la que analizará desde su afilada perspectiva temas de actualidad (o no).

Ilustraciones de JAVIER CORZO. Puedes visitar su blog y su web.

Todo sucede tan rápido que rara es la ocasión en la que no nos sorprende descolocados. El instante enmarca la vida y para poder afrontarla con el ritmo frenético que hemos creado nosotros mismos –puede que la especie humana sea la más gilipollas del planeta- hemos decidido ceder la reflexión a unos pocos y que la mayoría funcione por impulsos. Así nos va. No hay lugar para el pensamiento. Necesita tiempo, datos, y la industria quiere ritmo. La forma acorralando al fondo.

Primero fue un atentado terrorista contra la revista Charlie Hebdo. El planeta estalló en un grito a favor de la libertad de expresión. Medios de dudosa ética periodística, como La Razón, publicaron una portada solidaria con los dibujantes asesinados. Llámenme malpensado pero sospeché que nunca hubiesen publicado esa cubierta si el atentado hubiese tenido lugar contar la redacción de Mongolia, por ejemplo, por una portada satírica sobre Jesucristo o la religión católica. El propio Rajoy, presidente del gobierno que ha puesto límites a la protesta civil pacífica con la ‘Ley Mordaza’, viajó a París para manifestarse junto a los líderes europeos enarbolando la bandera de la libertad de expresión. Todo sucedió tan rápidamente que no tuvimos tiempo de reaccionar. Comenzaron a aparecer las apostillas. Como cuando uno dice que no es racista pero… Algunos, aún hoy, defienden la libertad de expresión “hasta cierto punto”. Como en China, supongo. El Papa sostuvo que esa libertad tiene límites. Curiosamente ese límite es la religión. “No se puede insultar la fe de los demás. No puede uno burlarse de la fe”, afirmó. Aunque la fe sí pueda condenar, criticar, incitar a la discriminación de otros seres humanos. Un pacto bastante desigual. Y en la vorágine mediática, enloquecimos y trasladamos el debate a unos cantantes trasnochados, reinventados en personajes televisivos, que dieron carnaza a la fábrica de la tele con comentarios homófobos y racistas. La gente, incluso algún partido político, pidió la expulsión de estos señores del programa. Acto seguido, las redes sociales se inflamaron con recriminaciones que subrayaban cómo se podía ser Charlie Hebdo una semana, reclamando libertad de expresión, y cercenarla a la semana siguiente porque no te gustaba o te ofendía lo que esos señores habían dicho. Y me temo que ese desconcierto no ha hecho más que empezar. O tal vez, lleva una humanidad empezando.

Llevo prácticamente un mes hablando de libertad de expresión. En la radio, en artículos, en sobremesas y hasta en bares de madrugada. Y todos tenemos claro que la libertad de expresión es un derecho fundamental e inalienable en cualquier sociedad progresista. Pero comenzamos a dudar cuando esa libertad se sitúa en los límites que cada uno, inconscientemente, hemos marcado en nuestra escala de valores.

Me atrevería a decir que la libertad de expresión no tiene límites pero sí consecuencias. Añadiría que la mejor manera de evitar esas consecuencias sería el sentido común pero eso, en esta sociedad, convertiría mi argumento en una utopía.

Es cierto que, en los últimos años, estamos asistiendo al uso de la libertad de expresión como coartada a los discursos de odio. Escuchamos declaraciones contra los derechos y libertades de una parte de la sociedad amparadas precisamente en el uso de una libertad. De esa manera, podríamos marcar unos “límites” basados en la intencionalidad de hacer daño y en una relación directa entre la expresión y la inducción a la violencia. Pero aún así, ¿quién puede marcar ese ‘límite’? ¿Quién se considera capaz de juzgar qué declaración esconde la intención de hacer daño? ¿Quién nos dice que detrás de muchas de las críticas que escribimos, en artículos o estados de nuestras redes sociales, no se alberga la pequeña y miserable intención de dañar a alguien?

Tal vez nadie. Porque el insulto y el piropo, el discurso de odio y la alabanza, forman parte de la libertad de expresión. La frontera no está en faltar el respeto a otra persona, como dijo el Papa Francisco. Faltar el respeto es simplemente eso, una falta de respeto. Ser maleducado no es un delito. Pero, eso sí, debemos afrontar las consecuencias que nuestra mala educación y nuestra falta de respeto origine en nuestra vida cotidiana. De igual manera entiendo que hay que hacer frente a las secuelas que provoque el uso particular que hagamos de nuestra libertad. Puede convertirse en una amenaza, en una injuria, en una calumnia, en una apología del terrorismo, en un delito. Así aparece reflejado en el Código Penal. Repito, no son límites, son consecuencias. Y cumplirlas no es atentar contra la libertad de expresión.

javier-corzo-a 2En este momento es cuando se abre un nuevo interrogante. ¿Están los Gobiernos capacitados para dirimir las causas que convierten el uso de una libertad en un delito? En Francia ya se han detenido a 69 personas por apología del terrorismo. Entre ellos a un chaval de 16 años que parodió una portada que Charlie Hebdo publicó en su momento en la que un musulmán era tiroteado por unas balas que atravesaban el Corán mientras decía: “¡El Corán es una mierda. No detiene las balas!” El joven hizo lo mismo pero sustituyendo el libro sagrado por un ejemplar de la revista satírica. ¿Es eso apología del terrorismo? Si no lo fue en su momento, ¿por qué lo es ahora?

Puede que la libertad sea algo mucho más complejo de lo que pensábamos. Porque no se trata solo de nuestro oasis; también es el paraíso de los demás. Incluso de aquellos que detestamos. Quizá la libertad sea eso y si no estamos dispuestos a aceptar que no tiene límites pero sí consecuencias, quizá estemos condenados a no entendernos.

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