Lara Moreno: “La familia es metáfora de la imposibilidad del olvido”

La escritora Lara Moreno. Foto: Sarah Bienzobas.

La escritora Lara Moreno. Foto: Sarah Bienzobas.

La escritora Lara Moreno. Foto: Sarah Bienzobas.

La escritora Lara Moreno. Foto: Sarah Bienzobas.

Dos hermanas, el hijo de una ellas y una casa familiar llena de secretos. Este es el punto de partida de ‘Piel de lobo’ (Lumen), la nueva novela de Lara Moreno. Dureza y desamparo definen la trama, una historia que se desarrolla a partir del reencuentro entre dos hermanas, tras la separación de una de ellas.

El sentimiento de culpa —y la imposibilidad del perdón— hacia el hijo, distanciado de su padre y trasladado a un nuevo ambiente que le es ajeno, el reflejo en una hermana, cuya trayectoria nada tiene que ver con la propia, la violencia, física y emocional, enterrada y, a la vez, asimilada, los secretos compartidos, pero nunca dichos, y el peso de presente que lleva consigo un pasado que ni se acepta ni se deja atrás, definen el universo de Sofía, una de las hermanas y principal personaje de Piel de lobo.

La novela se titula ‘Piel de lobo’, sin embargo, lo que define a una de las protagonistas, Sofía, es la piel de una persona desvalida, desorientada y marcada por la culpa. ¿Por qué, entonces, esa piel de lobo?

En realidad, el título viene de ese juego, la piel de lobo no hace referencia a las protagonistas sino precisamente al daño que no supieron evitar, a pesar de no llevar disfraz: el lobo no iba disfrazado de cordero y aun mostrando su propia piel de lobo nadie se dio cuenta del peligro. O lo infravaloraron. O todas esas cosas que pasan con los lobos.

Uno de los temas de la novela es la culpa, sentimiento de raíces judeo-cristianas, que tiene algo de íntimo y de social. La culpa nos la imponemos y nos la imponen y parece no tener absolución alguna. ¿No hay perdón para el sentimiento de culpa?

Perdonarse a uno mismo creo que es mucho más complicado que perdonar a otro. La culpa sobrevuela la novela en muchos sentidos; entre ellos desde el punto de vista judeocristiano del que hablas, esa inevitabilidad de la jerarquía familiar y social donde las necesidades del débil se ven aplastadas por la condición del fuerte. Es curioso cómo, en una sociedad judeocristiana donde la culpa es un elemento innato, ha costado tanto trabajo concienciarse de otra culpa, la de posicionar negativamente a la mujer, a los niños incluso, eximidos de sus verdaderas necesidades y de su autonomía. A pesar de lo complicado del perdón, de lo difícil que es alejarse de ese peso de culpabilidad, creo que hacer una revisión honesta de los errores, airearlos, enfrentarse a ellos, es una buena manera de soltar amarras.

El tema de la culpa está, en ‘Piel de Lobo’, absolutamente ligado al tema de la maternidad: la maternidad, como bien podría representar Sofía, ¿es la consciencia de una frustración continua hacia el hijo?

En el caso de Sofía, la culpabilidad la empuja desde dos frentes: por un lado, desde el pasado, la falta de empatía con su hermana pequeña, la inconsciencia, y en el presente hacia su hijo. La maternidad no es una frustración continua, pero en el momento en el que se desarrolla la historia la protagonista está sufriendo esa crisis de hiperlucidez: es su aparente incapacidad para enfrentarse a su propia vida, su desidia para con la felicidad, la sensación de no haber escogido el camino adecuado, quizá por pereza o hartazgo, lo que la hace lamentarse hacia su hijo. Su propio malestar la incapacita para darle a su hijo lo que necesita. Desde la infelicidad autoimpuesta no se ama bien. 

Por tanto, ¿la maternidad se asocia a la infelicidad y a la culpa?

El concepto de maternidad no está representado en Sofía como algo negativo, en realidad. Sofía siente un profundo amor hacia su hijo, no soportaría que nada le ocurriese y todo lo organiza alrededor de la logística de su cuidado: lo establecido. Lo natural, también. Pero que en un momento de desestructuración, de crisis de identidad, de infelicidad, la maternidad sea cargante a veces, complicada a veces, y un posible nido de desidia, cansancio y culpa también es lo natural. Y debería ser “lo establecido”, al menos lo asumido. La maternidad no debería cuestionarse tanto, etiquetarse tanto, ni desde dentro ni desde fuera, ni desde la elección ni desde el rechazo. Es quizá la relación entre dos personas más potente de todas (que no más explosiva) por su calidad de interdependencia, pero está llena de desequilibrios y de sombras, como todas las demás relaciones. Y está la culpa, esa de la que hablábamos antes, que recae sobre la maternidad, siempre, como un mazo. Y que, en cierto modo, jamás podrá aliviarse.

“No volveré a ser madre y concentraré mis fuerzas en una sola destrucción”. Esto lo dice Sofía, para quien ser madre parece implicar la consciencia de la destrucción de un hijo o, por lo menos, de su condena a la infelicidad.

Esta frase es complicada sacarla de contexto. Es la última frase de un capítulo, de un monólogo de Sofía, en el que de una forma bastante lírica (en la que las ideas o sentimientos se llevan al límite debido al ritmo de la forma) ella se lamenta de lo perdido: lo perdido también es la conciencia del tiempo de niñez que se está perdiendo de su propio hijo, del tiempo de felicidad de este, perdiéndose esto por una simple logística o un abotargamiento vital, y se lamenta también de la construcción familiar perdida, y se lamenta también de cómo está en sus manos la vida del hijo, de qué forma absoluta su hijo puede ser condicionado por ella, se lamenta de esa conciencia súbita de gravedad. Pero, además de lamentarse, exagera los argumentos con cierta ironía y sarcasmo, porque este monólogo, a su vez, es una forma de rebelarse ante todo ello. La destrucción en este caso sería la metáfora de la construcción. En la construcción, por una negligencia, cabe la destrucción.

Acerca de este tema y también acerca de la relación entre hermanas, juega un papel muy importante el libro de Marina Tsvietáieva, que se convierte en un espejo a partir del cual Sofía se ve a sí misma.

El libro de Tsvietáieva, Confesiones, lo estaba leyendo mientras escribía la novela. La parte que cuenta lo de sus hijas y la reflexión que hace Marina sobre eso, sobre cómo amaba a las dos distinto, sobre cómo amaba a una y a la otra apenas, sobre cómo abandonó a una y salvó a la otra, me conmocionó. Pero la referencia en Piel de lobo de ese hecho juega el papel de metáfora límite, ejemplo llevado a las últimas consecuencias, exageración de un planteamiento. El planteamiento es claro, y puede tener que ver con el trasfondo de la novela: distinto amor para dos hijas, madre que no ama a las dos hijas por igual, madre que trata a dos hijas distinto, madre que abandona a una hija, pero no a la otra. No hay un paralelismo con el argumento de mi novela en esta situación límite de la poeta rusa, claro. La madre de las protagonistas de mi novela las ama a las dos por igual. Pero han sufrido distinto. Simplemente es la hipérbole de lo que la novela plantea: la mano de una madre puede, en ocasiones, salvarlo todo, guardarlo todo, y su ausencia, romperlo todo. Y aunque dos hermanas vayan juntas, una cae en un agujero, la otra no: ¿no hay mano que las agarra, no se llevaban ellas dos de la mano? Ese es el punto. 

La idea de verse en el otro y, al mismo tiempo, no verse en absoluto, pensando en el personaje de Sofía, remite a la construcción de la identidad a través de los otros y, al mismo tiempo, al ser solo a través de los otros.

Sofía es alguien que ha perdido su esencia, digamos, que ha abandonado las coordenadas que la ataban a su personalidad: se ha roto su pareja, ha perdido las conexiones culturales, sociales, laborales, en el momento en que sucede la historia solo tiene a su hijo y a su familia, lo que queda de ella. En este momento de crisis ella lucha contra ese rol que una vez tuvo (en su infancia, en su juventud, en su vida adulta luego) e intenta contrastarlo con lo que es ahora: qué queda de lo que era en lo que es, qué queda de lo que creía ser, si es que era cierto. Cuando todo se mueve debajo de sus pies, ha de buscar cuál es la raíz que la sostiene erguida.

Sofía trata de encontrarse y de definirse a través del otro, un otro que es su pareja.

En el caso de Sofía, con una relación de años, con una familia formada, es normal que su identidad se haya construido en base a eso durante años. Sofía no se plantea la pareja como el único reflejo de la identidad, ni mucho menos, sabe que las ramificaciones han de agarrarse a lugares fuera del otro, fuera de su matrimonio. Sabe que en cierto modo es su culpa haberse desanudado de todo lo demás, haber cerrado el foco hasta abandonarse. En la pareja uno es a través del otro, pero sigue siendo otras muchas cosas. Ella ha perdido estas cosas. De hecho, en la desintegración de la pareja, en la rotura de ese ser cómplice que un día fueron, la soledad de ambos miembros viene reforzada por la distancia, por lo que eran antes de ser dos, por lo que son ahora, ya erosionados por el paso del tiempo, que vuelven a ser dos. La identidad propia después de una ruptura se desintegra y se refuerza a la vez. El reflejo identitario con su hermana es más complejo y de distinta naturaleza: no es un reflejo formado, elegido, voluntario. Es un reflejo en contra de la voluntad, que existe a pesar de todo, que sorprende, asusta y reconforta, alivia, salva. No dejan de ser un monstruo de dos cabezas.

Otro de los temas es el recuerdo, en concreto, el recuerdo de la infancia, que se plasma en la casa de los padres de Rita y Sofía. ¿La casa es el lugar de la memoria?

La casa, en este caso, la planteé como excusa de lugar, como elemento físico donde poder encerrarlas para que se confrontaran sus vidas, su pasado, su presente. El hecho de encerrarlas en una isla que es a la vez memoria pasada, memoria inexistente y memoria futura (construir memoria) es un reforzamiento del símbolo, pero en realidad, la memoria de ellas, la que se va desgranando con los recuerdos de Sofía, casi no funciona en esa casa, sino en otras (la casa de los abuelos en verano, la casa de los abuelos en invierno, la casa de la familia en invierno). Esa casa vacía del padre es, digamos, el único lugar que les queda, pero en cierto modo hueco, vacío de contenido, o con un contenido solo parcial. Es en ese territorio sin figuras donde Sofía y Rita podrán poner en pie el resto de escenarios donde transcurrieron momentos decisivos de su infancia. La casa está vacía, en muchos sentidos: esto es un desalojo de las raíces, pero también una oportunidad de sembrar, de volver a construir.

¿La casa es, por tanto, metáfora de la imposibilidad del olvido?

La familia es metáfora de la imposibilidad del olvido.

Es tu segunda novela, tras ‘Por si se va la luz’ (Lumen), y después de haber publicado libros de relatos y poemarios. ¿Consideras haber llegado a un punto de consolidación y reconocimiento literario? Te lo pregunto porque todavía se te reconoce con una voz joven dentro de la literatura, a pesar de tener una trayectoria que ya no es de “novicia”.

Lo de la voz “joven” creo que es un tic de esta sociedad, alargar la juventud hasta los límites; a veces suena hasta ridículo: no creo que a los 38 años uno sea “joven” (no es viejo, vale, pero podríamos dejar de hacer referencia a la edad, sin más, al menos cuando no hay nada que decir), sobre todo cuando llevas toda la vida escribiendo, y publicando desde los 24. En general, creo que, tanto en la vida como en la literatura, los 38 son un momento de madurez; no necesariamente esto es un piropo, sino un estado. Igual que la juventud tampoco debería ser siempre un piropo, sino un estado. Ahora bien, hasta mi primera novela, publicada hace tres años (con 35), no tuve cierta visibilidad. Y de hecho es eso: “cierta visibilidad”, se rompe una barrera, sientes que hay una confianza, que tienes un lugar, eso sí es verdad. Puede ser frágil, pero se percibe. Con esta novela siento que había gente esperando para leerme: ¿eso es reconocimiento, consolidación? Es algo más atmosférico que otra cosa: tras quince años trabajando, el ambiente te es más amable. Es una sensación grata, te da paz, también alegría. En lo privado, sigo haciendo malabares con diferentes trabajos para pagar las facturas. 

Por último, me gustaría preguntarte sobre tu planteamiento acerca de la literatura escrita por mujeres. ¿La literatura y tu literatura tienen género?

Si me hablas de género: yo soy una mujer, y escribo. Ahí debería quedarse el análisis, si es que es necesario hacerlo. No escribo para las mujeres. No escribo para los hombres. Escribo. Y no, para mí la literatura no tiene género en ese sentido, no al menos la que me interesa. Claro que me interesa lo que las mujeres tienen que decir. Claro que la empatía existe. Pero ¿es que acaso me preguntó alguien alguna vez por qué me interesaba la literatura escrita por hombres? Se da por hecho, ¿no? Porque te interesa la literatura, sin más. Pues lo mismo.

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Anna María Iglesia (Barcelona, 1986) es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura comparada. Colabora con distintos medios, como Revista de Letras, Culturamas, El cotidiano, Núvol y El Asombrario.

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