Larrondo, el doble sentido (con mucho humor y mala leche) de los cuadros
A la exposición ‘Libro de horas’ de José María Larrondo (Villafranca de los Barros, Badajoz, 1958) en La Casa Encendida de Madrid se entra por una sala que tiene una bomba. No se asusten, no explotará. Es una escultura (‘Mina de oro’, hecha en fibra de vidrio y esmalte de oro) que da idea de por dónde van los tiros de este pintor que busca el doble sentido de las palabras, de las imágenes, que cuela acertijos y que deslumbra con ese color en el que dice no pensar sino sentirlo.
Para Larrondo, o Larry como le llaman esos amigos a los que acude para casi todo, la clave está en ver lo que se esconde, y a esa tarea se ha aplicado José Guirao, director de la Fundación Montemadrid, antiguo director del museo Reina Sofia y comisario de la muestra, un proyecto que inició con el artista hace cinco años y que ahora se materializa en esas 32 pinturas y 5 esculturas que se complementan con un bellísimo catálogo, un “libro de horas”, en el que una treintena de escritores y poetas iluminan las obras de Larrondo.
Pintura ensayística, dice Guirao de las obras de Larrondo. Porque al artista le gusta jugar con ideas, desplegarlas y encadenarlas con el lenguaje. El suyo posee una ironía a prueba de bombas. A una lona pintada enrollada la llama 30 metros de tela y cuando pregunto por qué no la despliega, afirma que sólo pintó medio metro mientras suelta una carcajada. A veces dibuja en una servilleta de un bar, otras piensa un título y luego crea. En esos aforismos que suelta como quien no quiere la cosa, asegura que trabaja duro para trabajar menos. Al explicar su escultura El mordisco de Blancanieves, cuenta una historia desmitificadora: “Nos invitaron a un grupo de artistas a hacer una escultura. Pasamos en un chalecito estupendo varias semanas. Una tarde me presenté con una caja de manzanas de las más hermosas para que me hicieran un molde, pegué unos mordiscos y ya tuve mi escultura en cerámica y lustre de oro”.
El escritor japonés Tanizaki escribió en un libro memorable, Elogio de la sombra, cómo en Occidente el más poderoso aliado de la belleza fue siempre la luz, mientas en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar el enigma de la sombra: “Lo mismo que una piedra fosforescente pierde en la oscuridad toda su fascinante sensación de joya preciosa si fuera expuesta a plena luz, la belleza pierde toda su existencia si se suprimen los efectos de la sombra”. Por eso Guirao ha elegido un espacio dentro de las salas que es como un templo, buscando el único reflejo de la luz que se impone junto a la escultura que Larrondo ha llamado Tanizaki, y que son unos zuecos japoneses: “En mi estudio nunca dejo los cuadros en el suelo. Los subo a unos banquitos de madera. Un día llegó mi vecino, Chele, y haciendo broma me subí en ellos y le dije: ¿a qué parezco un japonés?, y a él se le ocurrió hacerme una plantilla de mis pies. Así surgió esta escultura, como unos zancos”. Larrondo, que es profesor en la Facultad de Bellas Artes de Salamanca, asegura que utiliza a Tanizaki como ejercicio práctico en sus clases: ‘A ver como describís la humedad de la noche en que viaja el escritor’, les digo a mis alumnos, y salen cosas asombrosas”.
En las obras de Larrondo hay mucho humor; “me sale”, dice. Y mala leche. “Yo soy de Villafranca de los Barros y mi pueblo es muy particular. Mi pueblo es Macondo. Es el único lugar en que hay dos guías de teléfono, la oficial y la de los motes: el culito seco, la saltabaldosas, el zorro… Escuchas esas cosas desde niño y ese humor me viene a mí de ahí. No, últimamente no tengo mucho contacto con mi pueblo. Estuve a punto de casarme con mi prima, la dejé y desde entonces creo que allí hay una recortada que lleva mi nombre”. No sé si miente, pero él asegura no tener mote. “Mis abuelas eran las brisanas, que suena bien… En la Facultad sí, me llaman de mil maneras diferentes, Larry, Larrinberg, Pink Floyd”.
Vive a ocho kilómetros de Salamanca, en el campo. Es ya una figura local, un hombre respetable. Y si no, observen cómo el periódico La Tribuna se ha hecho eco estos días de la exposición: “El profesor de Bellas Artes José María Larrondo expone en La Casa Encendida”. Seguro que el nieto de las brisanas no ha parado de reír al leerlo. “Yo en la Facultad me lo paso pipa. Cuando voy los lunes a dar clase es una fiesta. Enseño Pintura II y Técnicas de la pintura II. Me daba miedo lo de la docencia por si me quitaba tiempo para pintar, pero no, al contrario, Salamanca no es Sevilla, se va a tiro hecho y la gente es más sobria. Dedico a pintar muchas horas. Me siento muy suizo. Trabajo todos los días, incluidos domingos y festivos. Entro en el estudio a las 10 de la mañana y lo dejo a las 14.00 para comer. Me gusta mucho cocinar, me relaja. Hago siestas de 10 minutos viendo los documentales de La 2, aunque tengo un problema iconográfico; si la cosa va de leones, elefantes no hay ningún problema, pero si la cosa va del mar lo veo todo rebozado y me desvelo. Regreso al estudio a las 5 y lo dejo a las 9 de la noche. No he cambiado, sólo que me he vuelto más pulcro, ahora pinto cosas a cañonazos, más concretas, sin preguntarme por el tiempo”.
Larrondo formó parte a mediados de la década de los 80 de aquel grupo de pintores que se conoció como Nueva Figuración Sevillana. Allí coincidió con Paneque, Pepe Espaliú o Luis Gordillo. De aquellos años guarda buenos recuerdos y asegura que todavía se ve con algunos. “Hace poco Gordillo vino a mi Facultad y nos reímos mucho”. Olvida malos rollos, si los hubo, y asegura que sólo hubo rivalidad. “Con Espaliú nunca hubo un problema, Paneque y yo éramos amigos. Hubo una rivalidad brutal, pero era entre nuestros galeristas, Pepe Cobo y Juana de Aizpuru. Yo recuerdo cuando Pepe Cobo decía en ARCO: voy a acabar con la competencia aunque tenga que tirar la Giralda. Pero fue algo bueno, porque ambas galerías eran internacionales y nos dieron a conocer fuera de España”.
Una parte importante de la producción de Larrondo está dedicada a la obra pública. “Hice muchos trabajos cuando había un poquito de parné, ahora ya no. Estaba viviendo en Nueva York en la época de la guerra del Golfo, y me llamaron de la Universidad de Alcalá de Henares. Hice una reinterpretación del mapa de Juan de la Cosa, Siete jornadas de navegación, para la cátedra de Cisneros, en el Paraninfo, donde todos los Cervantes leen su discurso delante de mi mural. Aquel trabajo trajo otros. He tenido problemas políticos porque me dieron una cúpula elíptica, en la facultad de Filosofía, en el palacio de San Ciriaco y Santa Paula, también en Alcalá, de 15 metros de largo encima de una escalera maravillosa y no se me ocurrió otra cosa que hacerlo convexo y pintar un vientre generador de vida, Baby Blues. Pinté un feto chupándose un dedo. Se armó un pollo tremendo”, recuerda.
La obra de Larrondo se encuentra en diferentes museos y colecciones (Museo de Arte Contemporáneo de Utrecht, Asamblea de Extremadura, Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, en Badajoz; Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla y en el Museo Reina Sofía de Madrid). Ha hecho también algunas carpetas con grabados, “pero ya no voy a hacer ningún grabado más porque me reventé la vista; prefiero los murales, que se ve más”.
En la Iglesia de los Remedios, el auditorio de la Universidad de Alcalá de Henares, puede verse su mural sobre El libro y la tierra. En el teatro del Liceo, en Salamanca, pintó en 2002 una antología del teatro, De Sófocles a Terence Williams, 12 escenas en 200 metros cuadrados. “Hasta que llegó la crisis en 2007 y se me cayeron todos los proyectos. Me gustaba hacerlo porque aprendías cosas. Hablabas con arquitectos, albañiles… Pones los pies en el suelo, sales del estudio”. Fue entonces cuando cambió la obra pública por la Facultad, salió de su libro de horas y se volcó en la actividad académica: “Todos los años cumplo uno más, mis alumnos en cambio tienen la misma edad”.
Detrás de cada óleo de Larrondo se esconde una historia. Un año de ceguera habla del padre. “Lo llamé así porque llevaba un tiempo detectando que mi padre se estaba quedando ciego, trató de disimularlo para que no me preocupara, y pinté esto. Es un cuadro negro, sin color negro. Está hecho para que cueste distinguir las formas. Se ve y no se ve”. Para Nosferatu, una larga figura con sotana negra, se inspiró en su niñez: “Yo le decía a un amigo, al que conozco desde hace 50 años, que al pintar esto me acordaba del padre prefecto de los jesuitas”.
En Hamelin aparecen ballenas siguiendo a un submarino: “Todo está medido. Primero averiguo cuál es el submarino más grande, la proporción, cuánto miden las ballenas azules macho, y lo hago a escala, milimetrado. No, no voy a Google. Tengo amigos y conocidos. Para un cuadro que pinté sobre el sida, que ahora está en el Reina Sofía, llamé a un colega y me envió una imagen tomada del microscopio del virus. Tengo la suerte de tener amigos de muchas disciplinas. Hay uno, experto en agujeros negros, en física, en matemáticas. Un día le llamé y le dije: necesito unas bonitas ecuaciones de las que emane la acción de cálculo. Le di las medidas. Yo quería representar el cálculo amoroso. Me mandó una que decía dos cuerpos, con carga positiva y negativa, en vez de atraerse se rechazan. Dije, perfecto, hay divorcio. Y además acaba en cero”. El cuadro está en la exposición y se llama Ecuación acostada.
El poeta Antonio Gamoneda ha escrito un bello poema sobre el óleo Mishima, unos bambúes en tonos verdes que recuerdan las últimas pinturas de David Hockney. “¿Existe Larrondo disponiendo en sus mano las bellas, / tan bellas, semejanzas, advirtiéndose a sí mismo en sí mismo?”. En El artista del año, una caja-homenaje a pintores, hay pintura dentro de la pintura. “Son como regalitos de Navidad”, dice el artista.
El Cónclave está hecho de infinidad de post-it en una orgía de tonos amarillos: “Así es como me imagino yo un Cónclave, quito a éste de aquí y lo pongo allí. Es como la fiesta de Siena del Palio, cada barrio tiene un caballo y se celebra una carrera medieval, pero lo interesante es que se van traicionando unos a otros para ver quién va a ganar ese año. A mí eso me fascina”.
La cólera de Dios, una referencia a Herzog, es un hombre con muñones: “Llevaba dos años sin pintar y se me ocurrió esto. Porque hay que tener claro que una cosa es pintar y otra, pensar pintura”. Todos los cuadros de Larrondo están muy pensados, llenos de significados que atraen al espectador a simple vista, pero mirándolos bien hay pozos en sombra que dejan poso en quien se para ante ellos y reflexiona.
Ésta no es una exhibición cronológica. Son cuadros pintados en los últimos cinco años. Con Libro de horas, dice Guirao, se intenta transmitir la idea de cómo trabaja Larrondo, horas y horas, “es como un monje”, afima; a partir de ahí surgió la idea de que 30 escritores eligieran una obra y la comentaran. “El resultado ha sido espectacular. Son obras de creación, no comentarios a una obra. Hay textos de Gamoneda, de Soledad Puértolas, Rodrigo Fresán, Gustavo Martín Garzo, Olvido García Valdés, Javier Montes, Estrella de Diego, Alfredo Taján, Marta Sanz, entre otros. Menchu Gutiérrez ha escrito un poema dibujado como un iglú para Cincuenta años con Mario, un homenaje a Mario Merz y a su obra icónica: ‘Hagámonos fuertes en las nubes dijo el castor. El sol tendrá su madriguera”.
Dice Guirao que el montaje de la exposición que le dio guerra. “La obra de José María, de una en una es fácil, pero como en él es todo tan intenso, esta suma de intensidades era difícil de conjuntar”. Los cuadros de una de las salas hablan como Caligari, de lo que se deforma, o de lo que se multiplica en Galerie des Glaces. Está el lenguaje como conflicto en los puñales de Encuentros en la tercera frase. En Palabras de madera hay autobiografía, un tribunal amenazante, el individuo que frente a la autoridad casi desaparece: “Lo pinté poco después de leer la tesis, con eso lo digo todo”, puntualiza Larrondo. Todas las moscas de la comarca es el resultado de una barbacoa en el campo, habla de la putrefacción, una vanitatis entre oro. En Funes encontramos al memorioso de Borges, y en La Charca tiene un rey, a la Ofelia de los prerrafaelitas.
Son cuadros muy distintos unos de otros. En esta pintura de ensayo hay de todo: amor, muerte y desastres. “Si hay un personaje con el que yo me identifico es con Stanley Kubrick. ¿Qué tiene que ver Senderos de gloria, con Una odisea en el Espacio, Barry Lindon o La naranja mecánica? Pues lo mismo me pasa a mí con lo que pinto”.
Y eso que pinta Larrondo son grandes historias, narraciones pintadas que hablan de historias personales o de los temas que mueven el mundo, el amor, el sexo, la muerte. Pintura figurativa que encierra miles de significados. Un paseo que ha hecho salir al monje pintor de su guarida.
‘Libro de horas’, de José María Larrondo, en La Casa Encendida de Madrid, hasta el 10 de enero de 2016. www.lacasaencendida.es
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