Las dos caras (cortadas) de un gánster mítico, ‘Scarface’
Más de medio siglo separan las caras de Paul Muni y Al Pacino maquilladas con una cicatriz en dos sobresalientes filmes de gánsteres del mismo título y argumento, ‘Scarface’ (caracortada). Este año se cumplen 40 del estreno en España de ‘El precio del poder’, como se conoce en español la película de Brian de Palma, coincidiendo con una reciente edición de la restauración digital de ‘Scarface’, de Howard Hawks. Confesado homenaje a este clásico, la obra del director de ‘Los intocables de Eliot Ness’, sin embargo, rebasa con su poderoso estilo, los límites del ‘remake’.
Dos épocas significativas de la historia social de Estados Unidos sirven de sustrato a ambas películas: una, la de la llamada “ley seca”, que prohibió el alcohol entre 1920 y 1933, cuando bandas de criminales se disputaban el tráfico clandestino de bebidas, que introducían desde Canadá o desde explotaciones clandestinas; y otra, la del éxodo criminal del sur americano pobre al norte rico, que introdujo drogas a gran escala, y el de miles de ciudadanos cubanos en dirección a Florida en 1980. Pero el argumento esencial de ambos filmes, reducido a sus huesos, es similar: el devenir de un hombre cuya enajenada ambición es poseer el mundo. Empieza en los sótanos de la sociedad y asciende por una pendiente delictiva en un país parcialmente fundado en la violencia. Le acompaña un escudero fiel, pegado a él como una sombra. Ese hombre, Tony en las dos películas, desplazará a su protector, un capo entre las medianías que se disputan el control de la ciudad, y lo despojará de su pequeño imperio. Atraerá a la amante de este, una mujer distante, el envés de la hermana de Tony, cuya pureza intentará preservar, sin impedirle que se asome al mundo corrompido que él mismo socava.
Aun conservando el argumento, no podría haber dos películas más disímiles. El Scarface de Hawks es una película de cámara y el de Palma una sinfónica; aquella propende a la sobriedad, esta al barroquismo. Basta comparar cómo está filmado el primer asesinato del Tony de 1932: la sombra de un hombre bien trajeado que dispara vista a través de un cristal, y del Tony de los 80: un joven en camiseta sin mangas que acuchilla a otro en medio de una multitud amotinada en un campo de refugiados cubanos.
Hawks ensalza las virtudes del cine estadounidense de principios de la década de los 30: la capacidad narrativa de síntesis, deudora del mudo que hacía apenas tres años había desaparecido (no para Chaplin ni para Japón, que aún seguiría produciendo filmes silentes hasta finales de esa década), la disposición para condensar en imágenes conceptos, ideas como fogonazos que aún perduran.
De Palma rompe la concisión, lanza desbocadamente su historia a plena luz en el Miami que trafica cocaína con Colombia y Bolivia, y la hace estallar en una violencia que se corresponde con el mundo que filma: el de un gansterismo desinhibido, desbocado.
Scarface es, ante todo, una inspiración para El precio del poder. En los letreros finales, De Palma dedica su película a Howard Hawks y al guionista Ben Hecht. Oliver Stone, el guionista de la versión de los 80, respeta, como cabe hacer con la revisión de una obra previa, las esenciales líneas argumentales, pero las inserta en ese contexto histórico del Miami del exilio cubano e introduce sus propias tramas. Y De Palma imprime un estilo operístico en las imágenes, barroquizándolas con sus elegantes, sinuosos movimientos de cámara en unos decorados de neón, playas, cemento, de colores chillones, plastificados, que exaltan el gusto kitsch de sus personajes. De este modo, con una escritura y un estilo propios, el nuevo filme emprende su propio vuelo, ajeno a la idea de remake que tanto daño sigue haciendo a estos, presos del afán imitativo del que huye El precio del poder.
Ambas películas se las vieron con la censura. Peor lo tuvo la de Hawks, con esa moralista introducción que justifica el filme, en un letrero insertado al principio, como una denuncia contra el gobierno por “su insensibilidad” ante la amenaza que suponían las bandas de gánsteres para la “seguridad y libertad” de los ciudadanos. “¿Qué va hacer al respecto?”, le pregunta directamente a ese gobierno, presidido entonces por Herbert Hoover. Y para disipar las posibles simpatías que pudiera suscitar su protagonista, por la supuesta aura heroica que el cine trazaba en sus personajes, aun criminales como este, esa censura obligó a modificar el guión para que el Tony de 1932 perdiera su fiera jactancia y se humillara ante la policía cuando esta va a detenerlo.
La deliberada falta de contención argumental y visual de De Palma casi perdió a El precio del poder. Los censores cinematográficos de principios de los 80 quisieron eliminar partes violentas y el vocabulario soez de sus personajes (en realidad, el abuso de una única palabra: fuck).
“Nos amenazaron y nos adjudicaron la calificación X”, no aptas para menores de 17 años, recuerda el productor del filme, Martin Bergman, en el documental Scarface: el renacimiento. Ello limitaba las expectativas económicas de la película. Pero en este proceso que tomó las formas de un juicio ante un tribunal, Bergman logró convencer a la junta censora para que rebajara la calificación a R, de manera que la película pudieran verla menores acompañados de adultos. Era lo que necesitaba el productor para asegurarse la expectativa de una taquilla suficiente. La recaudación mundial de El precio del poder triplicó el presupuesto de la película.
Aún recuerda uno algunas críticas escritas contra Al Pacino por su caracterización del cubano Tony Montano: sobrepasada, desorbitada, caricaturesca. Uno mismo podría reconocerlo así; pero tanto valdría para el Tony Camonte de Paul Muni; esta sí, para uno, payasesca, consciente y erradamente hinchada.
Al Pacino vio, claro, a este Muni transformista (hizo de Benito Juárez, de Zola, de Pasteur). Le copió (o le inspiró) el fundamento grotesco del personaje: su naturaleza desalmada, su gesticulación, una exageración que admitieron Hawks y De Palma; de modo que criticarla resulta redundante.
Sí, Pacino es la desmesura. Y está bien así. Por algún resquicio deja asomar, brevemente desde luego, algún rasgo humano: un insólito arrepentimiento cuando va a cumplir la misión de matar a un hombre para hacerle un favor a un capo y comprueba que en el asesinato van incluidos los dos hijos de la víctima. Pero la progresión del personaje es claramente mortífera. Se eleva como un cohete y acaba estrellado en esa misión imposible de alcanzar el sueño de poseer el mundo. El propio Montano lo ve ante sus ojos cuando pasa majestuoso sobre él un enorme zepelín que exhibe en uno de sus costados un letrero luminoso donde resplandece la frase “El mundo es tuyo”. Son las exactas palabras que el Tony del Scarface de Hawks le enseña desde su apartamento a su amante: un rótulo publicitario en lo alto de un edificio bajo una esfera terráquea. “Algún día leeré ese cartel y diré: ‘Sí, el mundo es mío”, le vaticina.
Este mismo alarde fatuo lleva implícito simbólicamente su caída, como una advertencia sobre la fugacidad de los deseos, sobre su naturaleza ilusoria que ambas películas definen en unas imágenes inolvidables.
‘El precio del poder’ y ‘Scarface’ están disponibles en Filmin.
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