Las Lágrimas de San Lorenzo
Nueva entrega de los Relatos de Agosto que los escritores del Taller de Clara Obligado han creado este verano para ‘El Asombrario’. Hoy nos vamos a un Retiro de Crecimiento Personal: ‘CONFÍA EN LA VIDA’, anunciaban por Internet. “Justo lo que ella necesitaba. Comprobó que trabajar la confianza resultaba carísimo, pero la propuesta parecía bastante completa; ofrecían la primera quincena de agosto en un recóndito espacio rural, con alojamiento, pensión completa vegetariana, yoga, taichí, meditación y varios talleres holísticos. Destacaban la visita de un gran maestro, continuador de las enseñanzas de un tal Gurdjieff, encargado de finalizar el retiro con un ritual, la noche de San Lorenzo”.
Por NORAK ARRIBAS LÓPEZ
“La verdadera naturaleza revelaba la verdadera naturaleza de todo” (‘Abismo’, Richard Ford).
¿Qué narices hago aquí?, se pregunta Mariola ahora, dos semanas después del comienzo de aquel retiro de verano. Las secuelas del alcohol la mantienen atontada. Está sentada dentro de una especie de zanja o cacera de unos dos metros de profundidad, muy cercana al río Argutorio que fluye por ella. Lleva un arnés de escalada enganchado por la cintura a la pared de tierra de enfrente, para evitar cualquier posibilidad de flotación. Las manos atadas a la espalda con lazadas sencillas, por si necesita desatarse sola. Siente la temperatura del agua del río clavándose en su cuerpo, por el momento, a la altura de los tobillos.
Retiro de Crecimiento Personal ‘CONFÍA EN LA VIDA’, anunciaban por Internet. Justo lo que ella necesitaba. Comprobó que trabajar la confianza resultaba carísimo, pero la propuesta parecía bastante completa; ofrecían la primera quincena de agosto en un recóndito espacio rural, con alojamiento, pensión completa vegetariana, yoga, taichí, meditación y varios talleres holísticos. Destacaban la visita de un gran maestro, continuador de las enseñanzas de un tal Gurdjieff, encargado de finalizar el retiro con un ritual, la noche de mayor visibilidad de Las Perseidas.
Mariola no tenía ni idea de quién sería ese tipo, pero le pareció la mejor opción para tomar distancia y recapacitar, antes de pedir cita en la clínica. Ernesto no entendía que ella necesitara esconderse tanto para aclarar las ideas. Tampoco estaba de acuerdo con que ella tomase la decisión de manera unilateral, por mucho que el cuerpo fuese sólo suyo. El esperma era de él; el sexo lo disfrutaron los dos; el amor, que él supiese, era mutuo; y, por suerte, económicamente, podían permitirse ampliar la familia. De hecho, él lo deseaba desde hacía tiempo. A ella, sin embargo, le hubiese gustado que él comprendiera que no era el momento. Además, tampoco estaban tan mal siendo dos. Sin ataduras.
Los inscritos al retiro caminaron junto a chopos y alisos, a través de un sendero cercano al río, que discurría encañonado entre laderas rocosas. Castaños, nogales y moras silvestres, aún sin madurar, los acompañaban en su ascenso por la ladera de la montaña. Tras una larga caminata bajo un calor seco, terroso, divisaron casitas de madera, otras de piedra y adobe, la mayoría pintadas de colores. El edificio donde les alojaron disfrutaba de todas las comodidades. Mariola y Laura, compañera de la habitación contigua, conectaron desde el primer día. Laura tampoco pasaba por un buen momento; acababa de perder a su marido. Juntas vivieron su período de reflexión entre actividades, senderismo, baños energizantes en pozas ocultas por el follaje del valle, noches de chaqueta y estrellas de luna menguante. Con tanta agitación, el cansancio propio de su estado empezaba a reclamar momentos de quietud, a pesar de que Mariola se había propuesto ignorar lo que crecía en su interior.
Todo fue dispuesto con solemnidad para la ceremonia de cierre. El anhelado maestro llegó con su mujer la noche anterior. Un hombre de mediana edad, corpulento, de movimientos pausados, estudiados; la voz quizá demasiado aguda para su complexión, y un acento extraño, una especie de eslavo indefinido, excesivo. En apariencia ruso. Se presentó como Yerik, pero, casualmente, a Mariola le pareció escuchar a su mujer llamándole Manuel, en un momento en que creían estar solos, a lo que él respondió con un marcado deje asturiano. Habré oído mal, resolvió Mariola.
Por la mañana Yerik pronunció una conferencia magistral; resaltó la necesidad de confianza plena en el maestro para lograr evolucionar. Todo estaba preparado para la aplicación práctica de estas enseñanzas a lo largo del día. Llegó la hora del almuerzo. En el salón, el coordinador pidió al grupo que, intuitivamente, eligiesen un número entre el 1 y el 9; el total de inscritos al retiro. Mariola eligió el 3. Laura, el 2. Sirvieron unos vasos con aspecto de sangría que, al probarla, dejaba un importante regusto a vodka. Era la primera vez que les daban alcohol. Mariola, confundida, tuvo dudas; se esfumaron al ver a Laura sonreírla con picardía. Decidió continuar y, obviando su estado, se dejó llevar.
Durante la comida brindaron hasta nueve veces, una por cada Idiota. Mariola entendió que los Idiotas eran ellos. Decidió que, cuando todo terminase, investigaría sobre ese brindis, y sobre lo que denominaron “la Ciencia del Idiotismo”. En ese momento, tan sólo notaba una borrachera generalizada que iba en aumento. Quizá por eso le resultó tan gracioso cuando, al anochecer, Yerik, su mujer, el coordinador y algunos organizadores pusieron rumbo con el grupo hacia el río. Le siguió pareciendo divertida la parafernalia de los arneses y de meterse en la cacera por unas escaleras habilitadas para ello. Las risas se cortaron al primer contacto con el agua. El coordinador les invitó a colocarse, sentados en línea, según los números elegidos –Laura, a la izquierda de Mariola; ala derecha, la mujer número 4–. Enganchó los arneses a la pared. Ató sus muñecas a la espalda.
—Me aprietan mucho –se quejó Laura.
—Sólo es una sensación —aclaró Yerik desde arriba—. Si lo necesitáis, podréis desataros vosotros mismos. Aunque valdrá la pena esperar. Confiad, al fin y al cabo.
Borracha, atada, contraída, tiritando, Mariola se siente imbécil. Observa al coordinador dirigirse al otro extremo de la cacera, cerrar una compuerta y salir por las escaleras. El agua empieza a estancarse. El nivel sube, imparable. Una rigidez húmeda avanza de los tobillos a las rodillas. El frío invade el túnel de su ombligo. Por primera vez se preocupa por la vida que lleva dentro. El agua continúa sus caricias gélidas por los pechos. La respiración se entrecorta. Un par de compañeras se desatan y salen. ¿Por qué sigo aquí?, piensa. Una sensación glacial que avanza por el cuello le cierra la garganta. Controla un mareo. Otros tres compañeros huyen. Inspira antes de sentir como carámbanos entrando por las fosas nasales. Le duele la presión en el pecho. El agua comienza a cubrir sus ojos cuando ve a otra de sus compañeras que abandona la trinchera, boqueando. Percibe algo agitándose violentamente a su izquierda. El miedo aprieta. Se acabó. Sus pulmones reclaman oxígeno. Desata los nudos como puede. Suelta el arnés. Saca la cabeza del agua y… ¡aire! Algo sigue removiendo con brusquedad la superficie. Aturdida, sale temblando de la cacera. El coordinador la recibe con una manta. Se esconde dentro de ella.
—¿Cómo confiar en la vida si ni siquiera confiáis en el maestro? —vocea Yerik a los siete participantes que huyeron de la experiencia.
El coordinador reabre la compuerta. El agua corre de nuevo. Yerik baja y suelta a la compañera número 4; está semiinconsciente. Posa la mano en la cima de su cabeza:
—Estás preparada —le dice.
Lo intenta con Laura. Ya es tarde. Quizá sus nudos no fueron tan sencillos. Quizá confiar no fue suficiente, se estremece Mariola.
Tumbada en el suelo, ajena todavía a la llegada de la Benemérita, indiferente ante la vorágine que sucede alrededor, observa las Lágrimas de San Lorenzo cruzando un firmamento sin Luna. Recuerda a Ernesto. Las manos colocadas cuidadosamente en el vientre. Cierra los ojos. Pide un deseo.
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