Las películas más larguííísimas de la historia, ¡hasta 14 horas!

El actor Albert Dieudonné, caracterizado como Bonaparte en ‘Napoléon’, de Abel Gance.
Los críticos que acuden a los festivales de cine más prestigiosos del mundo (Cannes, Berlín, Venecia) han llamado la atención en las últimas ediciones sobre la larga duración, más de tres horas, de algunos de los filmes seleccionados (‘The brutalist’, ‘Los asesinos de la luna’, ‘The irishman’) ¿Excesivas? ¿Abusivas? ¿Necesarias? En más de un siglo de cine es posible hallar, no en gran número, películas que entraban en otra dimensión del tiempo y expandían sus historias horas y horas, como en un sueño que no termina. Nos detenemos especialmente en cuatro de ellas, todas ficciones, que traspasaron la frontera de las ocho horas y, en un caso, casi alcanzó las 14 horas. Merecen la pena, no importa el tiempo que uno se tome en verlas.
¿Cuánto debe durar una película? Una posible respuesta es lo que un productor esté dispuesto a pagar. La historia del cine exhibe las huellas, no excesivas, que dejó el peso de determinados filmes cuya duración desafiaba a los estudios que las producían. En algunos casos, cientos, miles de metros de celuloide filmado se volatilizaron en largas sesiones de montaje. Personajes desaparecidos, tramas eliminadas, conflictos comprimidos. A un lado, lo imaginado por un cineasta; al otro, la imagen desvaída que de su película se proyectaba en los cines. Poca gente vio algunas de esas cintas tal y como las había concebido su director, y ningún intento posterior de recuperarlas –por ejemplo, las dos más emblemáticas del cine mudo (Napoleón y Avaricia)– ha logrado restituir aquel momento fundacional y privilegiado en que se exhibieron por primera vez.
En un férreo sistema cinematográfico como Hollywood, la desmesura (relativa, si se piensa en duraciones por encima de las 8 horas) permitida en filmes como Lo que el viento se llevó (cuatro horas), Ben Hur (tres horas y media), Cleopatra (cuatro horas), El nacimiento de una nación o Intolerancia (poco más de tres horas) respondía a un cálculo entre la inversión y la concepción espectacular de esas obras, alentadas por un guión que avanzaba mediante golpes emocionales, por melodramáticos conflictos sentimentales o por el viento de la Historia vista a ras de tierra. Eran como esos folletines del siglo XIX cuyas entregas semanales esperaban impacientes los lectores.
La voluntad de un autor de dominar la dimensión temporal de su obra no tenía cabida en ese sistema, como sufrieron Orson Welles con su segundo filme, El cuarto mandamiento (1942), al que le amputaron 44 minutos de los 131 originales, y Michael Cimino con La puerta del cielo (1980), un western de más de cinco horas, mutilado hasta ajustarlo a las tres horas y media que se proyectaron en el estreno. Aquí, en España, a Víctor Erice, el productor Elías Querejeta no le dejó terminar El sur (1983), que iba a durar dos horas y media en lugar de los 93 minutos en que el cineasta condensó un relato fascinante sobre la relación entre un padre y una hija.
Pero ningún caso tan trágico como el que padeció Erich von Stroheim. Nada de su paso por el Hollywood mudo quedó indemne. Su segundo largometraje, The devil’s pass key, no se ha conservado, y a Esposas frívolas le cercenaron cuatro horas de las más de seis originales. Lo que había quedado, como se quejó Stroheim al estrenarse el filme, era “el esqueleto de mi hijo muerto”. Y de Reina Kelly lo echaron del rodaje y no pudo montarla. Y cuando sí lo hizo, con Avaricia, su obra más ambiciosa, sus más de ocho horas solo la vieron el 12 de enero de 1924 unos pocos ejecutivos en una proyección privada en el estudio que la produjo, Metro Goldwyn Mayer. Obligado a reducirla, Stroheim presentó una versión de unas cuatro horas, de nuevo inaceptable para los estudios.
Según publicó el crítico Jonathan Rosenbaum en un artículo en el Chicago Reader, la Metro destruyó todo el material filmado, salvo 140 minutos, que fueron los que se exhibieron a finales de 1924 en Nueva York. De modo sorprendente, en 1999 se editó otra versión de cuatro horas, algo engañosa, pues los añadidos procedían de unos 650 fotogramas insertados como fotografías, que permitían dar continuidad a una historia basada en una novela de Frank Norris, McTeague, publicada en 1899.
A la altura de 1924, las insanias artísticas de Stroheim parecían como las novelas de Stendhal, dirigidas a unos pocos lectores, espectadores de un futuro inalcanzable para el cineasta alemán. De ningún modo, el público de aquel año admitiría durante esa breve eternidad la sordidez de un relato de emociones turbias sobre la corrupción del dinero (justo en la década del crack de Nueva York), ni la exhibición de la pobreza y la avaricia de sus personajes. Quizá solo la figura del protagonista, un “lento de pensamiento” con estallidos de furia podría conmoverles, ese McTeague cuya vida, desde un pueblo minero hasta el desértico Valle de la Muerte, simboliza las vidas de millones de americanos corrientes de aquellos años. El filme fue un fracaso y una pérdida millonaria para el estudio, como había previsto. A partir de 1933, Stroheim ya no tuvo quien le produjera y concluyó su carrera como director.
Dieciséis años para restaurar ‘Napoleón’. Durante 9 horas y 40 minutos contemplaron los espectadores del teatro Apolo de París el Napoleón de Abel Gance, estrenado tres años después de Avaricia. Nunca volvió a exhibirse ese metraje. Desde entonces han circulado hasta 22 versiones, más o menos largas (de 1 hora y 46 minutos a 5 horas y media). De la más reciente y ambiciosa se exhibieron el año pasado en el Festival de Cannes 3 horas y 40 minutos de las más de 7 horas de que consta una restauración de la Cinemateca Francesa, realizada a lo largo de 16 años de búsquedas, montaje y remozado del filme imagen por imagen para aproximarse al original.
Gance solo filmó un resumen de 27 de los 51 años que vivió su personaje, al que deja cuando emprende la campaña militar italiana, antes del ascenso a la cúspide del poder en Francia mediante un golpe de Estado. ¿Qué cabe rescatar de esta desmesura propagandística, vista en la versión de 5 horas y media? La grandeur es un adjetivo francés empleado para describir un modo de grandeza propiamente francesa. ¿No es Napoleón una expresión de esa grandeur? ¿Una grandeur soberbia, distante, poco humana? Una sombra académica mancha en ocasiones estas imágenes, como si Gance impartiera una lección de historia enfática, hinchada hasta en el vocabulario, palabras más bien destinadas a adornar una escultura o una lápida de homenaje nacional.
Uno admira las imágenes y desecha los argumentos que las exaltan. Admira la manera documental, tan moderna, en que rueda Gance, hallazgos visuales como la división de la pantalla en tres, en un formato que predice el alargado y espectacular de 75 milímetros, el uso del color…; es decir, el riesgo, la voluntad experimentadora que toma su director. Pero como sucede con Eisenstein (y el comunismo) o Griffith (y el racismo), repele el “discurso”, la causa (la dictadura, en Gance), aunque lo que Bonaparte proclama en las últimas imágenes del filme sobre su sueño de unidad europea resulte un extraordinario vaticinio que se ha cumplido; pero no justamente por la vía que él pretende, la del hombre providencial situado por encima de los demás hombres, sino por la más modesta y democrática elección ciudadana.
Establecidos, pues, en el cine mudo los márgenes de duración de las películas, entre la hora y media canónica (minutos arriba o abajo) y en torno a las dos horas, estos se han mantenido casi inmutables. En épocas posteriores, uno puede hallar filmes desmesurados que se gestaron y circularon fuera de los circuitos comerciales, pues su concepción está más próxima a lo “artístico” que a lo cinematográfico: Empire (un plano del Empire State Building filmado en ocho horas en 1964), Sleep (un plano de cinco horas de un durmiente, ese mismo año), ambas de Andy Warhol; The clock (2010), una sucesión de imágenes tomadas de cine y televisión que cubren un día de proyección, y no digamos Logistics (2012), cuyo metraje de 35 días sigue el recorrido por varios países de unos simples podómetros, en sentido inverso, desde el puesto de venta hasta el lugar de fabricación.
Este cine extralargo surgido en los márgenes ha solido pasar como una exhalación por los festivales y ha vuelto a la oscuridad, a la espera de que alguna filmoteca los recupere, como hizo la española con Out 1 (1971), el filme experimento de 13 horas de Jacques Rivette, que proyectó hace dos años en una sesión que empezó a las diez de la mañana y acabó de madrugada (con dos descansos).
De esos márgenes procede también Satantango, de Béla Tarr, que contó con el respaldo del festival de Berlín, donde se estrenó en 1990. Nada más entrar en la película, uno se impregna de una lluvia mansa o torrencial, incesante. El gris, el abandono, la ruina cubre el paisaje, las casas, a los pocos habitantes alcoholizados de una granja colectiva arruinada en la Hungría comunista. En sus ocho horas uno ve el tiempo pasar, percibe el hastío, la desesperanza, la imperiosa necesidad de huir de aquel lugar que Tarr filma en blanco y negro, en larguísimos planos y en implacables movimientos de cámara.
Al cineasta húngaro, el conflicto de la duración desmesurada de una película le traía al fresco: “Depende de lo que quieras transmitir. No me importa lo que sea aceptable. Simplemente hacemos lo que sentimos. Sientes la duración y el ritmo, porque esa es la forma de lo que haces”, declaró en una entrevista al British Film Institute. Las películas actuales le parecían “cómics”, decía a la revista IndieWire. “Ignoran el tiempo”.
El último ejemplo que trae uno aquí es el del argentino Mariano Llinás, quien maneja hábilmente claves literarias, cinematográficas y de montaje para envolver de atractivo la borgiana Historias extraordinarias (2008), de cuatro horas, y sobre todo La flor, de cerca de 14 horas, estrenada en tres sesiones, cada una en un día, en 2018 en Buenos Aires.
Con Llinás se cumple esa condición de que la duración de una película la decide el productor, pues es él mismo, a través de la empresa que fundó en 2002, El Pampero Cine, quien asume la entera posibilidad de financiar, filmar y exhibir su obra. “Mis películas duran lo que tienen que durar”, despachó el cineasta en la presentación de La Flor. Su estructura en ocho capítulos invita a verla fragmentadamente. De hecho, Llinás declaró que para él sería ideal ver cada parte un día, es decir, en entregas, al modo, de nuevo, de un folletín que deja en suspenso su continuación hasta el siguiente capítulo. Y a esta visión ayudan las propias historias de La flor. Como calculan los ejecutivos hollywoodienses que deben ser las superproducciones para abducir al mayor número de espectadores, aquí hay intriga, cine de género, humor, golpes sorprendentes.
Pero desengáñese un espectador común, porque Llinás es un experimentador que juega para sí esperando, imagina uno, que los espectadores le sigan en el juego. Recrea Una partida de campo de Jean Renoir, cuenta la historia de unas fugitivas en el siglo XIX, otra de espionaje, filma una telenovela, a su modo… Con diálogos y sin diálogos. Se toma su tiempo, nunca suficiente, siempre demasiado, e invita a compartirlo.
Que existan Napoleón y Avaricia, aun como edificios inacabados, o de Soah, nueve horas y media de testimonio del Holocausto que posee la cualidad de lo experimental de los filmes interminables y el realismo directo que nos refleja, hace creer aún en la libertad del artista para experimentar con el tiempo y liberarse de él, en el empeño imposible de encerrar el mundo en una película que nunca termine.
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