Las redes de terror de las policías secretas comunistas
Causan una extraña fascinación las policías secretas de la antigua URSS y sus países satélite. El cine, las series y los libros nos hablan de un interés creciente, la mayoría de las veces pop, pero también llamativamente nostálgico por la rutina y la seguridad de entonces. Desde ‘Goodbye, Lenin!’ a ‘La vida de los otros’, pasando por La Torre, de Uwe Tellkamp, Europa Central, de T.S. Vollmann, o El expediente, de Thymoty Garton Ash, estos años hemos visto y leído historias de vigilancia y vidas rotas por el poder omnipresente al otro lado del Telón de Acero. Son temas que se han colado en nuestros debates culturales incluso antes de la crisis del capitalismo y la democracia, y se ha hecho realmente difícil reflexionar sin contaminación presentista sobre aquellos regímenes y dictaduras.
Es la conclusión a la que llega el profesor José M. Faraldo (1968), que acaba de publicar Las redes del terror. Las policías secretas comunistas y su legado (Galaxia Gutenberg). El pasado que aborda ha sido propicio para seudohistoriadores y antiguos compañeros de viaje reconvertidos en polemistas reaccionarios impulsados por la fe del converso. El caso es que muchos de ellos han tenido relativo éxito y, como consecuencia, y en palabras del autor, «analizar el comunismo de forma serena y equilibrada se ha ido haciendo progresivamente más difícil». Aunque este es un buen libro para volver a hacerlo, o al menos a intentarlo.
El profesor Faraldo, que muestra una enorme experiencia y agilidad a la hora de consultar los archivos y resumir lo esencial entre un material tan ingente, se ha centrado en cuatro policías secretas para ilustrar sus tesis y debates y dar una imagen de conjunto de estos organismos de vigilancia. Gracias al cine, la literatura y el periodismo, estamos más familiarizados con las policías secretas y la inteligencia soviéticas, en sus diferentes versiones (Cheka, NKVD, GRU o KGB), y también con la germano-oriental, la Stasi; sus abusos y crímenes casi se han convertido en un fetiche cultural. Menos conocidas son las historias del SB polaco y la Securitate rumana.
La historia de estos cuatro servicios o policías secretas está narrada de forma amena, entrelazada con puntuales digresiones con ejemplos concretos que muestran bien la perfidia y la paranoia de unos funcionarios que no controlaban tanto como hacían ver. No porque no quisieran, sino por impedimentos tecnológicos que hoy ya están superados, además de otros presupuestarios. Escribe Faraldo: «Las policías secretas no fueron nunca infalibles, no eran capaces de controlar todo lo que querían»; «la idea de que lo veían todo o lo vigilaban todo era pura propaganda». Propaganda de la que se servían, esta vez sí, para paralizar de miedo a la mayoría de los habitantes de estos países.
La memoria en el debate político presente
Lo más sugerente, no obstante, es el relato del peso de la historia de las policías secretas en la vida política actual. Algunos de los países europeos que más problemas están teniendo para asumir estándares comunitarios de respeto al pluralismo y libertades civiles son precisamente los tratados en este libro. Ahora vemos cómo Hungría, Polonia, República Checa, Bulgaria o Rumanía retroceden en su inicial entusiasmo pro-democrático tras la caída de la URSS, y en Las redes del terror comprendemos el papel ambivalente que juega la memoria de su pasado reciente.
Especial relevancia tiene la trayectoria de policías secretas, entre otras cosas porque sus legados no funcionan como archivos propiamente dichos: su consulta tiene aún consecuencias penales, y muchos de los que fueron en su día informantes y colaboradores no pueden ejercer cargos públicos. Todo ese miedo se acrecienta ahora con el recelo generalizado por una Rusia de vuelta en el mapa geopolítico y con renovadas ansias intervencionistas en los acontecimientos internacionales.
Los cuatro países han seguido modelos distintos de ajuste con el pasado de sus sistemas de vigilancia y sus vigilantes, pero ninguno de ellos ha conseguido cerrar las heridas y mirar sin nostalgia y recelo el horizonte comunitario. Cada poco tiempo conocemos escándalos relacionados con el pasado de alguna autoridad pública que creíamos intachable. Fue el caso del líder de Solidarsnoc y luego primer ministro, Lech Walesa, en Polonia (acusado de colaborar e informar a la SB), o el del novelista checo Milan Kundera, señalado por haber delatado a un compañero disidente. Los archivos parecen pozos infinitos de miseria, interminables baúles llenos de máscaras que no permiten que se asiente la confianza necesaria con la que funcionan las sociedades democráticas maduras.
En esa labor iconoclasta que lleva a cabo la memoria archivada, son muy reveladoras las páginas en las que el autor nos da detalles del enjambre de delatores, informantes y agentes dobles que colaboraron desde el seno de la Iglesia polaca con el régimen comunista. Las revelaciones sobre la colaboración de muchos sacerdotes con los servicios secretos supusieron un escándalo de gran calibre para la sociedad polaca porque, como recuerda Faraldo, «habían confiado a la Iglesia el relato de su liberación del comunismo». Pocos salieron limpios de aquel ambiente espeso y deshumanizado, tampoco la Iglesia, que se llevó mejor con las autoridades comunistas de lo que se mostró con el polaco Juan Pablo II en la posguerra fría.
El autor no se erige en asesor omnipresente para recomendar qué hacer, pero sí señala los peligros del uso político de una memoria tratada con criterios ajenos a los científico-sociales. Los archivos han permitido muchos procesos de reparación y memoria, pero también han favorecido vendettas, ajustes de cuentas y la desconfianza generalizada en la clase política poscomunista.
Las policías soviéticas y España
Nuestro país no ha sido ajeno a la manipulación revisionista. El piomoísmo se ha extendido tanto que ahora vemos diarios generalistas muy importante asumiendo versiones de nuestra Guerra Civil muy discutibles. El horror estalinista, y los horrores del bando republicano en la guerra, son lo suficientemente considerables como para que hayamos de incorporarle falsedades. No, España no estaba a las puertas de convertirse en un Estado comunista con apoyo de Moscú. Lo dejan claro los archivos aquí y allí, pero se nota que quien así lo defiende contra toda evidencia descubre en realidad su afán por legitimar el golpe de Estado de 1936. Lejos de cualquier inquietud científica o de la mínima honestidad histórica.
«El mito de que Stalin quiso hacer de España un país comunista es eso, pura ficción», argumenta Faraldo con años de archivos e investigación a sus espaldas. Y continúa tras aportar datos de agentes soviéticos y estrategias del Komintern durante la Guerra Civil: «La imagen creada durante el franquismo y alentada en los últimos tiempos por seudohistoriadores de una Guerra Civil a la medida soviética y centrada en el fenómeno de las chekas es completamente falsa. […] A la altura de noviembre de 1937, España ya no significaba nada para la política exterior soviética».
Un libro sobre las trampas de la memoria que plantea dudas morales respecto al valor de la reparación y la justicia frente al posibilismo y el perdón. Debates que siguen presentes en cualquier conflicto político o posguerra. Un tema inagotable y sin respuestas claras.
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