Lawrence Schimel, un escritor contra las «mordazas heterosexistas»

El escritor Lawrence Schimel.

El escritor Lawrence Schimel.

El escritor Lawrence Schimel. Foto: Enrique Anarte.

Entrevistamos a Lawrence Schimel, nacido en Nueva York en 1971 y residente en el barrio madrileño de Lavapiés. El autor de ‘Una barba para dos’ -un caleidoscopio de la cotidianidad gay en los tiempos de Grindr- lucha desde los libros, como escritor y como traductor, contra las «mordazas heterosexistas» que «los hombres blancos, heterosexuales, de clase alta y sin discapacidades» se encargan de seguir metiéndonos por todos los poros.

POR ENRIQUE ANARTE

En un encuentro casual con este periodista, sin embargo, una viandante a quien ninguno de los dos conocía interrumpió la conversación. «Te conozco», le interpeló la joven. Por suerte, no se trataba de una situación embarazosa. «Tú eres el de la presentación de Dos Bigotes en la Factoría de Arte y Desarrollo, ¿verdad?», continuó. El autor, visiblemente sorprendido (y también agradado), se puso a charlar alegremente con la desconocida.

En efecto, poco antes Schimel había estado presente en una suerte de presentación previa de su último libro, Una barba para dos (Dos Bigotes, 2016), que coincidió con una exposición ofrecida por el espacio cultural del barrio de Malasaña en la que algunos de los cien microrrelatos que integran la obra pudieron leerse junto a diferentes obras gráficas inspiradas en ellos. En su mayoría, además, tan poco pudorosas como los relatos de Schimel.

Una barba para dos es uno de esos títulos que merecen aquel tópico periodístico de no dejar a nadie indiferente. Ha sido catalogado como un caleidoscopio de la cotidianidad gay en los tiempos de Grindr, pero es mucho más que eso. Antes de nacer, su progenitor quería darle el nombre de No apto para heterosexuales, pero, como se sabe, los caminos de la literatura son inescrutables. Nació, eso está claro, para provocar: para remover la frígida conciencia posmoderna en su asiento, en su lecho, y de paso darle alguna que otra alegría. Si esta se deja, claro.

El libro, un mosaico de escenas que van desde la clásica escena matrimonial (a decir verdad, no tan clásica siendo dos hombres los protagonistas) al emocionante o sórdido one-night stand (polvo de una noche), pasando por el romanticismo o el poliamor, se entiende mejor si uno conoce al autor. En una entrevista con El Asombrario & Co, concedida antes de iniciar la gira de presentación por gran parte de la geografía española, cuenta que es el segundo libro en el que se atreve a serle infiel a su lengua nativa, el inglés, hilando las palabras directamente en español. El primero fue el poemario Desayuno en la cama (Egales, 2008). Pero es la primera vez que se atreve a escribir narrativa (aunque sea al ritmo intermitente de los microrrelatos) en la lengua de Cervantes, su «lengua madrastra», como la llama.

¿Por qué este libro y ahora? «Yo llegué aquí con 27 años y la mayoría de mis experiencias sexuales como adulto se han desarrollado en español». La lengua española forma parte de la realidad que quiere reflejar. «Los relatos son muy verosímiles en ese sentido: están ambientados en lugares que conozco, lugares donde he estado, situaciones que o he experimentado o que otros a mi alrededor han experimentado».

Aunque pueda sonar redundante viniendo de un escritor, el neoyorquino insiste en la importancia del lenguaje a la hora de contar historia: «Una vez hice un taller de poesía en Eslovenia. Ellos tienen una forma dual que me encantó. La primera persona del singular es una, yo, mientras que la del plural tiene una forma dual: el plural íntimo, tú y yo, y luego nosotros (tres o más). Es una forma gramatical que no existe en inglés o español, pero que cuando escribo soy consciente de esta diferencia».

También en la literatura erótica es importante la dimensión social y política del lenguaje. Schimel insiste en cómo este refleja diferentes desigualdades, especialmente la de género. «Como el inglés es un idioma de género neutro, encuentro que el español es un poco sexista», explica. Cree que es importante implicarse, forzar un cambio en la manera en que nos comunicamos: «Siempre intento reivindicar que la gente deje de utilizar palabras como ‘coñazo’ o ‘cojonudo’, porque lo bueno siempre es lo masculino, y lo malo, lo femenino».

Si no tuviera lógica, cualquiera diría que el tipo parece un bicho raro. No es un género literario en el que abunden las reivindicaciones políticas o sociales. Lo erótico agrada y lo pornográfico, al menos públicamente, es denostado, desprestigiado. Él cuestiona esa frontera: «Muchas veces, la diferencia entre la pornografía y la erótica esconde una cuestión de clase. La clase alta no lee pornografía, ellos leen literatura erótica. A veces he publicado el mismo relato en una revista pornográfica, con fotos de gente follando, y en una antología del estilo Los mejores cuentos eróticos del año, sin cambiar una coma de la historia».

Está convencido de que vivimos en una sociedad negativa hacia el sexo, en la que «la pornografía es casi siempre un término de exclusión». Hacer erotismo de las sexualidades marginales, de los capítulos prohibidos del deseo, es así una forma de hacer política, de desafiar las mordazas heterosexistas.

Y es que estas siguen ahí. No pierde la ocasión para cargar contra el conformismo: «En España hay mucha protección legal para los homosexuales y estamos ante una oleada de ataques homófobos en el corazón de Madrid, entre otras ciudades, donde a estas alturas debería ser impensable».

La presencia de la homosexualidad en los espacios públicos sigue siendo violenta para mucha gente. La cultura no es ajena a esto: «El poder sigue en manos de hombres blancos, heterosexuales, de clase alta y sin discapacidad alguna». La visibilidad de otras realidades no basta. Schimel pone el acento en otros factores que reproducen la desigualdad en este sector que él tan bien conoce: si el libro se publica o no, si se reseña, o incluso cómo se reseña. Hace memoria con ironía: «Cuando me reseñaron en Babelia mi primer libro de relatos, dijeron algo así como que los relatos estaban ‘tramados con oficio y conocimiento del género, pero resulta cansino que todos los personajes sean homosexuales’. Fin de la cita. Nunca he visto una reseña en la que se dijera que resultase cansino que todos los personajes fuesen heterosexuales». Le vale el ejemplo del artista gay o de la tenista Serena Williams, cuyo personaje conoce bien, pues entre su larga lista de títulos se encuentra una biografía sobre las legendarias hermanas tenistas. «Ella tiene el saque más potente de cualquier mujer en el mundo, está en el top 10 mundial (el resto son todos hombres), pero siempre es ‘la mejor artista negra’. Como si fuera excelente a pesar de ello». Las etiquetas se pueden utilizar para incluir, pero también para excluir.

A muchos podría resultarles cuando menos peculiar descubrir que Schimel lleva algo así como una doble vida literaria: además de literatura para adultos, también escribe para niños. Él mismo se une a las bromas al respecto: «Mi padre siempre dice, con orgullo: ‘mi hijo escribe libros infantiles y libros que desearías que tus hijos nunca encuentren». En realidad no hay contradicción alguna, pero puede ser un problema. En Estados Unidos, donde el matrimonio entre personas del mismo sexo se legalizó el año pasado pero por la vía judicial, «todo lo que es gay inhabilita a escribir literatura infantil, está machado o contaminado». La realidad española, en su opinión, es diferente: «Como los niños no tienen poder, aquí no se respeta la literatura infantil. Es como un hobby, algo menor, no es considerado literatura seria». A pesar de esta falta de consideración profesional, la satisfacción a nivel humano es a veces mucho mayor. «Para mí es un halago que unos padres me cuenten que el niño o la niña les pide todas las noches que le vuelvan a leer el libro», confiesa. Los pequeños pueden ser lectores mucho más agradecidos.

Madrid también es una suerte de protagonista en sus relatos, aunque a veces hable más bien del Madrid al que él llegó a principios de 1999. Entonces, recuerda, «los locales no se habían estratificado tanto. Los bares y discotecas eran mixtos: los jóvenes pijos, los punkies, la gente mayor… Era muy interesante y plural. Eso ya no existe». Su nostalgia habla de la estratificación y de la consecuente pérdida de los espacios comunes. El individualismo posmoderno (o hipermoderno) también ha llegado a los históricos colectivos sociales: «Nos queda el activismo, pero como mucha gente se ha individualizado, hemos perdido el activismo como necesidad social».

La tecnología, en especial las páginas de contactos y las aplicaciones de geolocalización (entre hombres gais y bisexuales las más populares son Grindr, Wapo, Scruff o la generalista Tinder) tiene un importante papel en esto: «Como pueden pedir a casa, no tienen ni que salir, ese sentimiento de formar parte de una comunidad más grande, de luchar por esta, se desvanece». Esto les evita asimismo exponerse a la diversidad propia de este grupo social, como de cualquier otro: «Si te gustan los osos, vas a una página de osos», ejemplifica. Los filtros permiten predeterminar las relaciones. “No puedes saber de antemano cómo va a terminar una relación, hay que vivirla”, explica el autor. Viaja en el tiempo, a sus tiempos como estudiante en la prestigiosa Universidad de Yale, en busca de una metáfora. Por aquel entonces, los catálogos no estaban completamente digitalizados; en consecuencia, era necesario un ahora anacrónico esfuerzo de rastreo bibliotecario. «Muchas veces el libro que yo necesitaba estaba al lado, o en la estantería de enfrente del que yo iba a buscar». No se trata, en definitiva, de lo que uno busca, sino de lo que uno encuentra.

Es la voz de un escritor sin miedo a cuestionar los cánones de la calidad literaria. A ello se ha comprometido a lo largo de toda su trayectoria en el mundo editorial. Su obra ha recibido condecoraciones como el Rhysling Award o el Lambda Literary Award (este último dos veces). Como traductor también ha querido marcar su propio camino. Dirige Periscope, sello de la editorial independiente A Midsummer Night’s Press que pretende introducir en el mercado angloparlante a autoras mujeres reconocidas en sus países o contextos lingüísticos, pero desconocidas para lectores en inglés. «En general, los mundos anglosajones son muy cerrados a traducir obras de otras culturas», sostiene Schimel. A esto hay que añadir el ya mencionado statu quo: «Hay que tener en cuenta quién decide lo que es bueno y lo que no, quién tiene acceso al lujo de crear; no todo el mundo tiene el lujo de tiempo o espacio para escribir y ser publicado».

Habrá quien piense que peca de osado en un sector amenazado por la crisis y la transición digital, pero el neoyorquino no tiene hueco en su agenda los malos augurios. Su apuesta es por las voces buenas que nadie promueve. La realidad cotidiana le reafirma en la senda tomada: «Hace unos años, Jennifer Egan ganó el Premio Nacional de Literatura de Estados Unidos y el titular de Los Angeles Times fue ‘Jonathan Franzen pierde el Premio Nacional’. Es decir, una mujer por fin gana un premio importante y el titular sigue siendo para el hombre blanco heterosexual. Ella ganó el premio, ¿entiendes? Pero la atención, el énfasis, se la llevó él».

El mundo de la cultura es un reflejo de las desigualdades de poder de las sociedades, pero también una vía para provocar el cambio. Las páginas de un libro son el campo de batalla, y su bandera, la igualdad. Aquí, la escritura, la edición y la traducción también son ejercicios de justicia social, y no solo poética.

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