Lea Vélez, cómo escribir con serenidad a contracorriente de la muerte
La guionista y escritora Lea Vélez nos relata en esta entrevista, con una serenidad admirable, la historia de la enfermedad de su marido, George, hasta su muerte por leucemia hace cuatro años. En los últimos meses de enfermedad, Lea encontró refugio en la escritura, que se convirtió no sólo en la exteriorización de un dolor que el día a día no permitía expresar, sino en la única forma de salvación de George, que sobreviviría y sobrevive gracias a la escritura, a la narración, de su mujer. Así nació ‘El jardín de la memoria’ (Galaxia Gutemberg).
Se trata de una novela en la que Vélez no sólo relata los últimos meses de vida de su marido, no sólo recuerda su historia, la historia de ambos, sino en la que rescata, a través del epistolario familiar, la vida y muerte del pequeño Steven, hermano de George. A estos dos relatos de la memoria familiar, Lea Vélez suma una tercera trama: la historia de Francesc Boix, superviviente de Mauthausen, cuyas fotografías sirvieron de prueba irrefutable en el proceso de Nuremberg. Las fotografías de Boix se convierten, junto a la escritura de Lea Vélez, en metáfora de la supervivencia, en una constante lucha –con victoria final- contra el olvido.
Defines ‘El Jardín de la memoria’ como una novela en la que aquello que se narra es real. Sin embargo, el relato acerca de tu suegra es una ficción que construyes a partir de frases, recuerdos de tu marido, evocaciones….
Efectivamente, lo que sucede es que hay ficciones que pueden ser realidades. Desde siempre he conocido la existencia de las cartas entre los padres y Stephen, mientras éste permanecía enfermo en el hospital, pero desde mi posición de una persona que no había sufrido un drama como aquél, que no sabía qué era aquel dolor, sentí reparo y pudor ante la posibilidad de adentrarme y escribir esa historia. Cuando el desenlace de mi marido estaba próximo y yo me di cuenta de que se estaba muriendo realmente de leucemia, la misma enfermedad de la que había fallecido su hermano siendo niño, yo tuve la necesidad de comprender lo que estaba sucediendo y por eso comencé a leer las cartas. Su lectura me demostró que todas aquellas ficciones que yo había comenzado a construirme en mi cabeza a partir de la enfermedad de mi marido eran reales.
Es decir que las ficciones acerca de cómo había muerto Steven se verificaron como reales a través de la enfermedad de tu marido.
Yo, de hecho, sabía cómo murió Steven porque veía cómo se estaba muriendo George, mi marido, y la historia de Steven me sirve al final como enlace para contar los últimos días de mi marido. De hecho, yo no cuento el deterioro físico de George, relato el de Steven, a quien utilizo como un espejo para reflejar la experiencia de mi marido.
Tu novela es un juego de espejos: George se refleja en su hermano Steven y tú te reflejas y te construyes a partir de la imagen de tu suegra, la madre de Steven.
De hecho, es precisamente la maternidad lo que me hace sentir próxima a la madre de Steven y comprender su historia. Yo tengo dos hijos más o menos de la edad que tenía Steven cuando murió y, sobre todo, ya sea físicamente ya sea por lo que se contaba de él en familia, me recordaba mucho a mi hijo mayor, Michael. Yo me identifiqué, por tanto, con mi suegra desde un plano maternal, me situaba desde una perspectiva de madre y, si bien no sé qué significa que se te muera un hijo, me reconocía en la rutina de tenerte que enfrentar cotidianamente con el cáncer, es decir, en el constante choque con una realidad de la que no puedes renegar.
Una rutina terrible pero que tú naturalizaste, para ti se convirtió en normalidad.
Es una rutina que es devastadora para los demás, pero que para ti deja de serlo en cuanto se convierte en tu día a día, en lo normal. Estás inmersa en ella y no te das cuenta, pues lo tienes que gestionar y no te queda otra. En El jardín de la memoria quería describir precisamente la sorpresa y el impacto que causaba mi rutina, cómo los demás se sorprendían cuando yo vivía con naturalidad la enfermedad de mi marido; este impacto se debía a que la muerte es una realidad tabú, de la que no se puede ni se quiere hablar, pero para mí se había convertido en mi cotidianidad.
La muerte es una realidad que arrinconamos, que no queremos ver y que, sobre todo, no sabemos cómo contar a un niño.
En aquel momento yo comencé a investigar acerca de cómo podía hablarse de la muerte a los niños, principalmente me informé cuando mi hijo mayor comenzó a hacerme algunas preguntas al respecto, preguntas acerca de lo que significaba morirse y de lo que sucedía tras fallecer. Y lo que observé es que la mejor manera de hablar de la muerte a un niño es hablándole con naturalidad, sin tapujos.
En ‘El Asombrario’ publicamos recientemente un artículo con una guía de libros para hablarle de la muerte a los niños. La conclusión: puede que, en verdad, seamos los adultos, quienes temamos hablar de la muerte y de otros temas, como el sexo, que hemos considerado tabú, y buscamos excusas para no hablar con claridad de ellos con los niños.
Se trata precisamente de esto, el problema está en nosotros, los adultos, y en nuestra cobardía, es decir, en lo cobarde que resulta buscar excusas y paliativos para no hablar claramente de estos temas y, por tanto, para huir de la verdad a través de lo que algunos llaman mentiras piadosas.
La verdad parece resultar incómoda.
Observando a los niños, uno se da cuenta de que es mucho más fácil mentir que decir la verdad, ellos se esconden en la mentira para salvarse cuando han hecho alguna travesura, mienten para tratar de salvarse. Esto nos enseña, por tanto, que es imprescindible aprender a decir la verdad; tenemos que aprenderlo nosotros, los adultos, y tenemos que enseñar a los niños a decir la verdad, a admitir lo que se ha hecho y lo que sucede sin buscar mentiras para negarlo. Decir la verdad es un ejercicio que debería llevarse a cabo siempre; los propios adultos no lo ejercemos; al contrario, muchas veces dejamos que la verdad se diluya y vivimos en capas de mentiras que justificamos, o tratamos de justificar, con la etiqueta de mentira piadosa o de amabilidad.
Es precisamente la idea de decir la verdad y la idea de no engañar, de no esconder la muerte lo que diferencia la historia de George de su hermano Steven, sobre todo en relación a los niños.
Con George había hablado mucho acerca de cómo había sido la muerte de Steven y como él, George, siendo un niño la había vivido porque estaba allí, pero en verdad no la había vivido, en cierta manera, lo mantuvieron al margen de todo lo que sucedía con su hermano. Mi marido, siempre que recordaba la muerte de su hermano, lloraba y sufría, sobre todo porque no recordaba absolutamente nada a pesar de que cuando sucedió ya tenía siete años. Yo no quería mis hijos vivieran una situación similar, yo no quería que mis hijos no recordaran la muerte de su padre, quería que recordaran siempre cómo y dónde fue, cómo nos sentíamos, puesto que creo que todas los recuerdos que configuran las diferentes capas de nuestra memoria –histórica, personal, familiar- deben ser guardados, aunque se compongan de recuerdos no siempre agradables.
Y es en los recuerdos donde aparece la ficción en tanto que recreación de lo recordado. Tú juegas con la memoria y con la ficción, convirtiendo la ficción en algo mucho más verdadero que la propia realidad.
Por un lado, y no tengo dudas al respecto, la ficción, nuestra ficción, es verdadera para nosotros, no deja de ser real. Por otro lado, en la novela hablo de dos tipos de ficción, que luego tienen evidentemente relación entre sí: la ficción propia del crear y del escribir una novela y la ficción de la infancia, aquella que poseen los niños. Cuando hablo de la ficción propia de la infancia, me refiero a esa capacidad de imaginación de los niños, que les permite saber que siempre es posible escapar, aunque sea por un momento, de la realidad. Y no es algo malo escapar de la realidad, siempre y cuando sigas manteniendo los pies en la tierra y no te aproveches, en esta huida, de los demás, como puede ser el caso del Pequeño Nicolás, quien se saca la moral de encima y juega a inventarse una realidad por conveniencia.
Lo paradójico es que los medios critican la actuación del Pequeño Nicolás, pero son ellos los que se lucran de su ‘amoralidad’ invitándolo a los programas día sí y día también.
Esa es la hipocresía de los medios y a la vez el resultado de esa fascinación que desgraciadamente despierta un ser que se construye toda una realidad paralela a través de engaños y estafas. El Pequeño Nicolás no es ejemplo de la huida de la realidad a través de la imaginación a la que yo me refiero; una cosa es la impostura, ser un impostor, y otra cosa es la libertad.
La libertad de imaginar y de crear para luego regresar.
No somos libres como personas hasta que no dejamos de hacer las cosas que no nos gustan; en general, los niños tienen un alto porcentaje de libertad porque no tienen grandes responsabilidades, porque no tienen que cumplir con determinadas obligaciones que sí tenemos los adultos. Los niños dedican su tiempo libre a soñar, a imaginar, a crear y a representar roles distintos. Todo esto los adultos lo hacemos poco y, sin embargo, para mí es una gran forma que tenemos para expresarnos. La búsqueda de la libertad es, creo yo, entender que no hay que dejar atrás la infancia, es decir, la búsqueda de la libertad no es seguir siendo un niño, siendo infantil, sino saber que imaginando y utilizando el pensamiento paralelo encontramos una gran porción de libertad.
Una libertad que está al alcance de todos: si el escritor, los creadores en general, trabajan con la ficción, el lector o espectador encuentra refugio a través de las obras.
Pero no sólo se trata de ser un creador o de ser un consumidor de ficción a través de las obras de los demás: inventarse una historia para luego contársela a tu hijo o jugar con él, participar en su imaginario, es una forma de adentrarse en la ficción. Además, no nos olvidemos del humor, el humor es la mejor ficción que existe: todos, absolutamente todos, escapamos de la realidad cuando reímos o cuando hacemos reír; buscamos y encontramos en el humor la liberación del drama de vivir que no es otro que el saber, el ser conscientes, de que antes o después nos vamos a morir.
Fingimos no saberlo, preferimos vivir obviándolo.
Sí, pero lo tenemos siempre presente en nuestro subconsciente. El problema es que no queremos asumirlo.
En relación a asumirlo, la muerte de tu marido, George, se convierte en un momento triste de despedida, pero a la vez en un recuerdo precioso basado precisamente en la despedida entre él y vosotros.
Para mis hijos se convierte en un recuerdo enriquecedor en cuanto hay cosas de la vida que sólo se conocen viviendo y conociendo un final. No sabemos apenas nada de la muerte, porque es tabú y estamos entrenados para mirar hacia otro lado, nos repele y nos fascina a la vez, tenemos tan sólo ideas preconcebidas y cuando al final eres testigo de la muerte te das cuenta de que todo aquello que has imaginado, todas aquellas ideas que tenías acerca de cómo debía ser, son falsas. Evidentemente hay muertes más dolorosas y más agónicas, pero no es un trance tan inasumible como creemos, y mi labor como madre fue enseñar a mis hijos que la muerte es parte de la vida y que hay que llegar vivo hasta el final. Yo traté de convertir los últimos tres meses de vida de George en vida y quería que esos meses fueran parte también de la vida de mis hijos, ellos no podían estar excluidos.
Hablando más propiamente de la novela, tú describes y narras el proceso de escritura, explicas al lector cómo se configuró la novela y cómo su estructura se iba conformando a partir de lo que tú vivías en casa.
El jardín de la memoria es un mapa interior de mi propio proceso creativo y, por extensión, de cualquier otro escritor; el libro responde a ese ahondar en el propio corazón al que se refería Ernesto Sábato, ese ahondar que él mismo realizaba en sus libros, en los que ahondaba en el corazón de la humanidad a partir de sí mismo. Quería que mi novela fuera un mapa de cómo a través de la escritura comienzo a ahondar en el sentido de todo lo que está pasando, en lo que significar morir y vivir la muerte de alguien querido. La escritura, por tanto, se convierte en el proceso de este ahondar.
La escritura como forma de ahondar y de reflejar lo que sucedía de la misma manera que las fotografías de Francesc Boix, protagonista de la tercera trama de ‘El jardín de la memoria’, reflejan las atrocidades del campo de concentración.
Al final, aquello que verdaderamente nos revive los recuerdos es la imagen. Los olores y los sabores nos transportan en el tiempo, basta pensar en Proust, pero sin duda la imagen tiene un poder evocador extraordinario, es completamente reveladora. George y yo nunca habíamos sido una pareja que se había hecho muchas fotografías y, ante esta ausencia de imágenes, me di cuenta de que a través de mi escritura podía obtener un efecto similar al que se obtiene con las fotografías: reflejar con absoluta fidelidad lo que estaba ocurriendo y cómo era nuestra relación de pareja de tal manera que permaneciese grabado para el futuro, para que nadie tuviese que imaginar cómo éramos nosotros dos como pareja, cómo hablaba George, cuáles eran nuestras complicidades y cómo sucedió todo.
La escritura como una forma de salvación, como un arma contra el olvido…
Es exactamente esto, la escritura es la inmortalidad de la persona fallecida; escribir una novela es la única manera para convertir en inmortal a la persona fallecida y para hacer que su vida cuente y perdure. Es precisamente esta idea de la escritura como forma de salvación y de recuerdo lo que me llevó a interesarme por todo tipo de memorias, desde la memoria personal a la histórica, representada en el libro por Francesc Boix, cuya historia siempre me había interesado como guionista.
Por un lado narras dos fallecimientos, el de George y el del pequeño Steven, y por otro cuentas la historia de Francesc Boix, que a través de sus fotografías salva del olvido a los demás, a quienes han muerto.
Exacto, la figura de Francesc Boix es el contrapunto de las otras dos historias, la de George y la de Steven. Cuando comienzo a escribir El jardín de la memoria, por mis más de 20 años de trabajo como guionista, tengo confianza absoluta en mi capacidad de estructurar un relato compuesto por distintas tramas y es precisamente esta confianza, basada sobre todo en saber captar el ritmo de la narración más que en la elaboración de esquemas previos, lo que hizo posible que escribiera el libro en tan poco tiempo, así como que se tratara de un libro muy poco medido, carente de una estructura a priori y muy pensada. Yo me dejé guiar por el compás como si fuera una cantante de jazz y lo único que tenía claro es que, entre esas tramas, quería contar la historia de Boix y la quería contar a través de su testimonio.
A Francesc Boix le rindes homenaje convirtiéndole en protagonista, le das la voz narrativa; a través de su testimonio, sabemos lo que sucedió en los campos nazis.
Quería narrar la historia de Boix de una forma visual, dándole a él todo el protagonismo, puesto que narrar su historia era poder explicar cómo en un determinado momento histórico o familiar terrible es posible encontrar la forma de sobrevivir a través del testimonio. El testimonio te salva, es un testimonio que va mucho más allá del simple legado; se trata de un testimonio que revela la culpabilidad de la supervivencia y, a la vez, que justifica la supervivencia.
A lo largo de su obra, Primo Levi reflexionó sobre la culpabilidad que sentía por haber sobrevivido, una culpabilidad que nunca logró superar.
Es una culpabilidad que no te abandona y, a pesar de la distancia enorme entre las historias, era precisamente este sentimiento de culpabilidad por la supervivencia aquello que me unía y me acercaba a Boix. A este sentimiento de culpabilidad por haber sobrevivido hay que sumarle la culpabilidad de la víctima o del enfermo: los dos, sin quererlo y por motivos trágicos, se convierten en protagonistas, son el centro de atención, y esto les provoca por un lado consuelo, pues se sienten arropados, a la vez que despierta en ellos la culpabilidad por ser el centro en torno al cual todo termina por girar.
Enric Marco lo sabía perfectamente: sabía que ser víctima de los campos podía convertirlo en protagonista, y de ahí su invención…
Enric Marco es el prototipo de la búsqueda de protagonismo sin el sentimiento de culpa, un sentimiento que evidentemente él no tiene, no puede tener, porque nunca ha sido víctima, nunca sido el protagonista de aquello que cuenta.
Utilizar el drama para ser protagonista y recibir aplausos…
Es patológico, Enric Marco representa el ejemplo perfecto de hombre mitómano que reclama la atención y el cariño de los demás a través de la admiración: él necesita del aplauso de los otros, necesita sentirse admirado por lo que supuestamente ha realizado. La víctima de verdad, en cambio, se sabe protagonista, pero ni se siente un héroe ni se siente cómodo en esa situación; la víctima es aquella que debe enfrentarse a una realidad terrible sin salida ni escapatoria posible y, por tanto, no vive su día a día como una heroicidad, sino como el intento cotidiano de sobrevivir.
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