¿Y si legalizamos la cría, matanza y procesamiento de carne humana?
Por VALERIA CORREA FIZ
Dos lecturas para terminar 2017 que remueven conciencias y vergüenzas: Por un lado, ‘Cadáver exquisito’, de la argentina Agustina Bazterrica, Premio Clarín de Novela 2017, que narra cómo, a causa de un virus letal que ataca a los animales y que impide su consumo, se legaliza la cría, matanza y procesamiento de carne humana. El canibalismo es ley y la sociedad ha quedado divida en dos: los que comen y los que son comidos. Por otro, ‘El día que dejé de comer animales’, del periodista y escritor Javier Morales, un libro escrito con la amabilidad de quien narra su conversión hacia el vegetarianismo y nos invita a oír sus razones. Un libro sobre los derechos de los animales y la crueldad de la ganadería industrial.
“Hoy soy la carnicera, mañana puedo ser el ganado”, dice Spanel, un personaje de Cadáver exquisito, la segunda novela de la escritora argentina Agustina Bazterrica, premiada con el Premio Clarín de Novela 2017 y que editará Alfaguara en España el año que está a punto de entrar. En ella se narra, con lenguaje descarnado y directo, una sociedad distópica: a causa de un virus letal que ataca a los animales y que impide su consumo, se legaliza la cría, reproducción, matanza y procesamiento de carne humana. El canibalismo es ley y la sociedad ha quedado divida en dos: los que comen y los que son comidos. Con esta trama feroz y en apenas 19 capítulos cortos de brillante ejecución, Bazterrica consigue construir un mundo que deshumaniza a ciertos hombres y que es, a la vez, una poderosa alegoría sobre la sociedad caníbal en la que vivimos.
La autora es Licenciada en Artes y en esta novela abundan las imágenes pintadas con precisión y belleza quirúrgicas, pero sin anestesia. La historia del protagonista –Marcos Trejo, encargado general del frigorífico Krieg– es adictiva y duele, duele muchísimo. Los capítulos en los que se explica el método con el que se faena y aprovecha la piel de los humanos para la industria de la curtiembre son, a mi juicio, los más duros de todo el libro. Los leí como se miran las películas de terror: cubriéndome los ojos con las manos y espiando las letras a través de los dedos. No podía dejar de preguntarme, casi temblando, mientras leía: ¿Quién es el otro y qué derecho tenemos sobre él/ella? ¿Qué otras formas de violencia y deshumanización ejercemos sobre nuestros semejantes? Tampoco pude evitar reflexionar analógicamente acerca del trato que reciben los animales en los mataderos y curtiembres y sobre la invisibilidad y el silencio del proceso para todos nosotros, los consumidores finales. Porque quizá el mérito más grande de este libro –y tiene muchos– sea poner en evidencia lo que oculta o silencia el lenguaje. No es casual que Cadaver exquisito lleve como epígrafe esta frase de Deleuze: “Lo que se ve nunca coincide con lo que se dice”.
¿El límite entre el bien y el mal lo trazan las palabras de, por ejemplo, una simple ley del gobierno como en esta novela durante el período de la Transición? En efecto, hay palabras que encubren el horror del mundo. Hay palabras, nos dice el narrador de esta distopía, “que son convenientes, higiénicas. Legales”. Hay palabras que tienen “el peso necesario para modelarnos, para suprimir cualquier cuestionamiento”.
El azar ha querido que leyera la novela de Bazterrica, cuya trama desconocía por completo, contemporáneamente con El día que dejé de comer animales, del escritor y periodista español Javier Morales, editado por Sílex Ediciones. Estructurado en diez capítulos, este ensayo narra las investigaciones periodísticas que condujeron a su autor a la decisión de abandonar la ingesta de carne. El estilo de este libro es radicalmente diferente al de la novela antes comentada. Es un libro escrito con la amabilidad de quien narra su conversión hacia el vegetarianismo y nos invita a oír sus razones. Es un libro escrito en voz baja que no se centra solo en los derechos de los animales, sino también en la crueldad que la ganadería industrial les hace padecer y en las repercusiones que tiene esta forma de producción en lo que se refiere a la sostenibilidad del planeta.
Más allá de los argumentos de fondo y de la amplia bibliografía que incluye, el libro es interesante por su recorrido literario. El día que dejé de comer animales puede leerse también como un pequeño tratado de escritores que han cuestionado el antropocentrismo y que se han erigido, a través de cuentos y novelas, en defensores de los derechos de los animales. En sus páginas se suceden grandes nombres como el del Premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee, Milan Kundera, Marguerite Yourcenar, Franz Kafka o Isaac Bashevis Singer. Este último, en su relato El escritor de cartas, dice: “Se han convencido a sí mismos de que el hombre, el peor transgresor de todas las especies, es la corona de la creación (…); para los animales se trata de un eterno Treblinka. Y no obstante, el hombre pide compasión al cielo”. No será la primera ni la última vez que la literatura señale las semejanzas entre los Lagers de la Segunda Guerra Mundial y los mataderos.
Más interesante que las coincidencias argumentales que tienen los libros comentados, me han parecido las preguntas que contienen. La novela de Bazterrica –dije– da cuenta de cómo el lenguaje silencia, oculta o sanea lo que vemos, mientras que el ensayo de Morales se centra en un paso anterior al lenguaje (“La vista llega antes que las palabras. El niño mira e identifica antes de hablar”) y habla de una ética de la mirada. Basado en el clásico contemporáneo de John Berger, Modos de ver, Morales afirma que solo vemos lo que miramos y mirar es, ante todo, un acto de elección. “Si los animales de granja tuvieran un nombre, si no fueran tratados como piezas de un engranaje, tuercas de una cadena de producción de la que hemos extraído todo atisbo de humanidad, complicaríamos mucho el trabajo de los matarifes y, nosotros mismos, como ciudadanos y consumidores, nos enfrentaríamos a un rostro ineludible, el del animal que nos vamos a comer”. Es esa mirada la que evitamos ver y preferimos nos enfrentarnos a ella.
¿Qué decidimos mirar, qué vemos y con qué palabras nombramos lo que vemos? Cadaver exquisito y El día que dejé de comer animales son dos libros breves, de lectura veloz que proponen preguntas de digestión lenta. Confieso que no he salido indemne de estas lecturas. Ésa es la tarea de la buena literatura: conmovernos, hacernos pensar, herirnos, “ser un hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”, decía Kafka. Y por muchas razones que no deseo confesar aquí, me he sentido avergonzada antes sus páginas. Aun así –o justamente por ello– recomiendo mucho su lectura. Después de todo, decía Karl Marx, la vergüenza es un sentimiento revolucionario. Ojalá que así sea.
Comentarios
Por lolo, el 31 diciembre 2017
Acaso se duda de que no es legal.
Se cocina a la brasa