L’elisir D’amore: botellón, drogas y amoríos en la playa del Teatro Real
El Teatro Real vuelve a programar la producción de L’elisir D’amore de Donizetti con dirección escénica de Damiano Michieletto que el director italiano sitúa en una playa del Mediterráneo. Una actualización que imprime un plus de humor y actualidad a uno de los grandes títulos de Donizetti.
Cuando en 2011 el Palau de Les Arts de Valencia estrenó esta producción de L’elisir D’amore de Donizetti bajo el prisma del director Damiano Michieletto la playa en la que el regista decidió que se desarrollase la acción era otra playa. El fondo del escenario del teatro lo ocupaba un gigantesco telón en el que se veían el mar y el cielo, con pocas nubes, que se multiplicaban hasta el infinito gracias a dos paredes de espejos situadas estratégicamente a los lados del escenario. Aquello era una señora playa. Un playón, para entendernos.
La propuesta de Michieletto sirvió entonces para poner en pie la que sería la primera coproducción operística entre el coliseo valenciano y el Teatro Real de Madrid, así que la cosa debía quedar bien vistosa. La crítica más conservadora no entendió que el director decidiera trasladar la acción de un pueblo de interior a una playa mediterránea y tildó entonces esta producción de ordinaria y chabacana, lo que no hace otra cosa que jugar a favor de ella ocho años más tarde. Ahora ya hemos visto casi de todo en los realities que programan las cadenas privadas de televisión y la plaga de los apartamentos turísticos ha democratizado, como nadie, el turismo de borrachera y sustancias químicas en casi cualquier ciudad del mundo que se precie. Así que, cuando Michieletto explicó su decisión porque “la playa recoge de manera simple las relaciones necesarias del libreto y potencia la diversión y la credibilidad para el público de hoy”, no solo estaba acertando de pleno, sino que, visto con perspectiva, se estaba incluso hasta quedando corto.
Esta playa viajó en 2013 hasta Madrid. Y lo que a la crítica le había parecido zafio y fuera de lugar volvió a ser un exitazo de público. Aquella idea, que de pronto en Madrid sí que había playa, corrió de boca en boca entre los aficionados de la capital que no quisieron perderse tal acontecimiento. En 2016, el Palau de Les Arts la volvió a reponer en su pretemporada con unos precios populares que no hicieron más que acrecentar su fama y popularidad.
Pero en 2018 llegó el verano y con él el festival de Macerata. Las limitaciones escénicas del Sferisterio romano en el que se desarrolla este festival veraniego obligaron a Michieletto y su escenógrafo Paolo Fantin a replantearse algunas cuestiones de la puesta en escena. Desaparecieron el mar, el cielo -con sus pocas nubes- y los espejos, que quedaron reducidos a una valla publicitaria plantada en la arena de la playa, transformando aquel playón en una playita conceptual. Una pérdida, desde luego. Y es esta playa conceptual la que ahora regresa a Madrid para el revival de una de las funciones más acertadas, divertidas, trepidantes y actuales que se pueden ver de esta ópera de Donizetti –probablemente su título más representado junto a Lucia Di Lammermoor- estrenada en el año bisiesto de 1832 en el teatro Canobbiana de Milán.
La idea de la playa es brillante en todos los sentidos. L’elisir es una ópera bufa y pocos escenarios puede haber más festivos que una playa. Y, además, este no es solo un ecosistema en el que se puede potenciar con total naturalidad la comedia, curiosamente también encaja como un guante en todos y cada uno de los personajes del libreto de Felice Romani. Así, Adina se convierte en la dueña del chiringuito playero y Nemorino, su enamorado, en el chico para todo a su servicio. Hamaquero, cegado de amor y pagafantas. Belcore parece sacado de la película Oficial y Caballero, pero en su versión más zafia, alcohólica y machista. En esta nueva versión se ha suprimido, por ejemplo, una secuencia en la que el personaje se ducha con una bañista a la que magreaba el trasero para empujarla, más tarde, a la arena como un objeto en el mismo momento en que detecta una presa femenina más apetecible. Es el chulo de playa uniformado de manual, pero más políticamente correcto que antaño. Dulcamara, el alquimista del filtro de amor que da título a la obra, no es otra cosa que un camello con ínfulas que utiliza de pantalla de su charlatanería un comercio ambulante de bebidas energéticas.
No hacen falta muchas palabras para explicar lo elemental de la trama de esta ópera. Es básica a más no poder, por lo que esta producción, excesiva y frenética en algunos momentos, viene como anillo al dedo para el espectador moderno. Al menos es, en teoría, un montaje perfecto para atrapar a ese público joven o de mediana edad que no acude a los teatros de ópera esgrimiendo el argumento de que la ópera es demasiado seria y aburrida. En los dos actos de esta representación ocurren sobre el escenario del Teatro Real un buen número de esas cosas que suelen gustar al público más impresionable: una playa, un chiringuito, coches, motos, un aria que se canta sobre el tejado, una tarta hinchable, una fiesta de la espuma, mucha gente en bañador y hasta un perro. Fiesta, alcohol, sexo y bromas pesadas. ¿Quién da más?
En el apartado vocal merece una mención muy sonora el coro del Teatro Real, que no solo da una lección de profesionalidad musical; además, llena el escenario de una forma impecable siguiendo las directrices del director de escena. No solo cantan muy bien, también actúan muy bien y, además, sus cantantes logran transmitir al patio de butacas lo mucho que se han divertido en el proceso de creación de ese personaje que es la playa.
Para las 12 representaciones de esta ópera se cuenta con dos elencos. El primero, encabezado por la soprano estadounidense Brenda Rae en el papel de Adina y el tenor hispanoargentino Juan Francisco Gatell como Nemorino. Por cierto, este último ha saltado del segundo al primer reparto que, en principio, iba a estar ocupado por Rame Lahaj. Gatell tiene un timbre precioso, un fraseo elegante y, desde luego, es un actor de categoría. Rae es una soprano con una voz muy limpia que se crece en las coloraturas y que posee, como muchos cantantes estadounidenses, una voz de potente volumen. Su Adina es convincente y pizpireta, aunque en ocasiones transmite estar mucho más pendiente de la técnica de su voz que de la emoción de la que puede ser capaz de transmitir con ella.
El bajo barítono nacido en Montevideo Erwin Schortt se lleva las mayores ovaciones de la noche gracias a un Dulcamara divertidísimo, de voz contundente y sin miedo a la introducción de notas humorísticas. No solo es un cantante dotadísimo, con facilidad para los pasajes rápidos y un vozarrón que llena el teatro con seguridad –aunque, a veces (pocas) sea en detrimento de la afinación-. El barítono Alessandro Luongo canta de forma correcta y eficiente y logra un sargento Belcore que, pese a ser un chulo de piscina impresentable, caiga bien, probablemente fruto del karma que propone esta producción.
Este L’elisir es, sin duda, absolutamente recomendable para aquellas personas que quieran acudir a una ópera por primera vez. La dirección musical de Gianluca Capuano es correcta, sin grandes propuestas, pero con una dirección que mima a sus cantantes. El segundo elenco está encabezado por la soprano española Sabina Puértolas y el ya citado tenor Rame Lahaj. Borja Quiza como Belcore y Adrián Sampetrean como Dulcamara. El próximo sábado, y solo en esa función, el magnífico tenor mexicano Javier Camarena cantará el papel de Nemorino.
Consulta aquí todas las funciones y repartos de L’elisir D’amore en el Teatro Real.
Comentarios