Les Deveses de Denia: la costa amenazada de Rafael Chirbes
Seguimos con nuestros viajes de verano en ‘El Asombrario’. Hoy nos vamos a un Mediterráneo que sigue conservando sabores del pasado. Saliendo de Denia hacia el norte, hacia Gandía y Oliva, he descubierto las playas más grandes, más arenosas y menos concurridas de Les Deveses, de La Almadraba o Santa Ana, playas que, alejadas del bullicio de la capital de la Marina Alta, algunas familias valencianas llevan visitando desde hace muchos años, y donde conservan sus viviendas frente al mar. Y ahí precisamente está la casa de Rafael Chirbes, el gran escritor contra la degradación de la costa mediterránea. En ella entramos y al autor de ‘Crematorio’ leemos.
Las circunstancias de mi viaje me habían traído a Les Deveses y, aunque no había castillo islámico como en Denia, que desde su estupenda atalaya sigue vigilando a los piratas, y el magnético macizo del Montgó se vislumbraba en la distancia, sin embargo hallé otra vista igual de espectacular: los imponentes farallones de la Serra de Segària que, por encima de los 500 metros sobre el nivel del mar, se precipitan derretidos sobre las extensiones de las tierras bajas que se prolongan hasta las extensas playas del norte. Y me pareció que aquellas paredes de roca caliza, tan cercanas y tan fuertes, podrían esconder entre sus roquedos, en sus quebraduras, cualquier tesoro. Como el que descubrí, a los pies de esta sierra, en la casa que habitó el escritor valenciano Rafael Chirbes.
El turismo asfixiante del veraneo acababa de abandonar esta costas dejando las orillas en libertad, y tal vez, se podían ver más emigrantes vendiendo en los top mantas del gigantesco mercadillo de los domingos en Vergel, o trabajando bajo duras condiciones en el campo o en el plástico, alguna de sus pateras ha llegado a zozobrar entre Benidorm y la Vila Joiosa.
Aquella mañana, los cambios de la marea apenas eran perceptibles, y el sol suave dominaba el cielo, deslumbrando desde su altura a los escasos bañistas. Al acercarme caminando hacia la playa, encontré a vecinos de los pisos bajos a pie de calle que desayunaban en improvisadas terrazas con la mesa de la cocina dispuesta en la acera, descongelando el pescado y el marisco para la paella, mientras tomaban café y bollos. Cuando llegué al paseo frente a la orilla, contemplé cómo el mar sujetaba en su superficie algunas embarcaciones que titilaban como marionetas movidas desde el cielo. Quise recorrer ese paseo y me di de bruces con unas enormes grietas en el suelo de cemento, allí donde las gotas de las olas casi llegaban a mojarnos los pies, tan cerca quedaba la orilla. Un cartel advertía del peligro de deambular por aquel litoral, por la posibilidad de caídas, y denunciaba a la vez que estaban siendo los vecinos los que estaban regenerando la costa.
Los dueños de las viviendas frente al mar han estado movilizándose a raíz de la decisión de Costas, que ha determinado una concesión administrativa de hasta 75 años por la que los titulares de esas viviendas dejarán de ser propietarios y otros pasarían a tener servidumbres de tránsito o de protección y no podrán hacer ni reformas ni obras. Un conflicto difícil. Los vecinos de Les Deveses no se resisten a perder sus casas en primera línea, algunas construidas a pocos metros de la arena.
El agua del mar, de un color verde azulado, entregaba a la orilla algas de posidonia secas y otros restos oceánicos dando lugar a grandes bancos de material muerto que, según los científicos del Imedea-CSIC, representan todo un ecosistema donde se han encontrado más de 20 especies de crustáceos e insectos, y que conforman un elemento imprescindible para retener la arena de la playa frente a los embates de los temporales marinos, esa que las borrascas del invierno arrastran hacia el mar.
–No toques esa porquería, a ver si va a ver algún bicho –espetaba una madre a su hijo de corta edad, ignorante del tesoro natural que tenía delante. No somos capaces de reconocer a nuestro al rededor los síntomas e indicios que la naturaleza nos ofrece y que protegen y preservan nuestra propia existencia.
A unos kilómetros hacia el sur de la Serra de Segária, el Montgó, la hermosa montaña con sus más de 750 metros, quiso aquella mañana mirar de refilón a la playa de Les Deveses, y nos regaló una perspectiva arrogante cuando una nube se apoyó caprichosamente en su cima simulando expulsar una fumarola emergente, despiadada, amenazando la tranquilidad del baño, la candidez del turista tempranero, del veraneante que llega con el verano aún sin despertar.
Justo en sentido opuesto, hacia el norte desde la playa, divisamos una enorme isla que se alzaba como un espejismo sobre el mar y que nos dejó desorientados: nos dijeron que es Cullera y que desde el punto de la costa donde nos encontrábamos un efecto visual hace que los ojos pierdan la línea del litoral que desaparece en unas decenas de kilómetros, un vacío tras el que surge Cullera. La ciudad-isla, una visión irreal convocada por el mar.
Una grúa allanaba un rompeolas blanco construido de enormes rocas calizas que, una vez terminado, actuará como una muralla de contención frente a los embates del mar, quizá un parche más de la administración.
Muchos de los problemas de la costa valenciana los reflejó el escritor Rafael Chirbes en su novela En la orilla, premio Nacional de Narrativa y de la Crítica 2014 (aunque él siempre se mostró receloso de los premios literarios), que se considera la novela definitiva sobre la crisis de la burbuja inmobiliaria y cuenta la historia de varias familias que viven empobrecidas y degradadas en lo económico, pero también en lo social y en lo ético.
A muy pocos kilómetros de Les Deveses hacia el interior, en Beniarbeig, quise visitar la Fundación Rafael Chirbes que ocupa la casa de campo en la que vivió sus últimos 15 años. Chirbes (1949/2015), nacido en Tabernes de Valldigna, siempre fue crítico con la urbanización descontrolada y la degradación de la costa que conocía de primera mano. El otro foco destacado en sus libros lo ocupa la denuncia y la crónica implacable que hizo de la Transición, y del desencanto que conllevó ese periodo político para el país.
Atravesamos el río Gerona con un caudal apenas perceptible y, tras una subida prolongada desde el cementerio, pudimos divisar la casa pintada de ocre y blanco.
–Vino aquí después de su retiro en Valverde de Burguillos para cuidar a su madre.
Nos lo contaba su sobrino Manolo Girbes (recuperó para la familia el apellido con la grafía original), que enseña la casa con modestia y todas las atenciones del mundo; y yo no podía dejar de pensar que entrar en aquel santuario donde el autor creó algunas de sus mejores novelas era como penetrar sin permiso en su intimidad. Manolo fue descubriéndonos los rincones donde el escritor se entregaba a la lectura de cientos de volúmenes. Pude ver en las estanterías a Galdós, a Pombo, a los Goytisolo, a Malraux, a Proust, a Joyce, a Homero, a todos aquellos de quienes tomaba notas para elaborar sus teorías literarias, libros subrayados, marcados, mesas donde escribía sin descanso, la sala de estar, su escritorio.
En la casa todavía huele al Ducados que fumaba con fruición. En el mirador amplio de la primera planta observé un telescopio potente que Chirbes debió de instalar allí tal vez para espiar los cambios perceptibles en la urbanizada geografía dianense, la del desarrollo incontenible que se comía a dentelladas la orilla, y que denunció igualmente en su otra novela de éxito Crematorio, de 2007, donde incide en la catástrofe que ha significado la especulación inmobiliaria, obra que también fue premio Nacional de Narrativa y que fue transformada en serie de televisión en 2011.
Las huertas en bancales que rodean la casa están plagadas de naranjos, limoneros y nísperos, pero también hay aguacates, y muchos jardines de los chalets cercanos despliegan malvas púrpura, buganvilias y lantanas amarillas en una explosión de color; es como si entre todas, bajo esta luz que lo envuelve todo, rindieran un tributo especial al autor que amaba esta tierra. Aquí, alrededor de su casa, en la sierra, todo parece más auténtico, más virginal.
Manolo nos dijo que Rafael era seis años mayor que él y que, por la diferencia de edad, era quien a él y a otros primos les enseñaba griego o les ayudaba para reforzar asignaturas de clase. Luego Chirbes se marchó y recorrió el mundo escribiendo para la revista gastronómica Sobremesa. Le tenían mucho cariño, nos dice. En un gesto de generosidad, Manolo me regaló durante la visita un ejemplar de la tercera y última parte de los diarios de su tío, Diarios. A ratos perdidos 5 y 6, publicado hace un año por Anagrama. Yo, que he leído con enorme placer el primer tomo de sus memorias y el segundo espera su turno, me emocioné y le pedí que me lo dedicara, pero desde la más inevitable de las modestias; Manolo declinó mi proposición.
De regreso, nos fuimos acercando a las casas blancas de Beniarbeig, que resplandecían dominando el valle, mientras no pude evitar ojear el libro que me acababa de regalar Manolo. Encontré en sus primeras páginas una referencia a esta zona que nos muestra la faceta más humana del solitario escritor. Su cita está fechada el 9 de enero de 2007: “Los albañiles echan cemento en el aparcamiento que están haciendo sobre la nueva fosa. Bajo tres o cuatro veces al día a fumarme un cigarro con ellos y, en esos momentos, parece que me entrego a la vida, o que la vida se me entrega, me deja entrar, me permite que forme parte de ella…”.
Volví a la costa, a ese tramo con orillas de posidonia seca, bloques de apartamentos y restaurantes de comida fusión que Chirbes conocía bien y en cuyo paseo litoral las grietas se hunden cada invierno frente a las viviendas más antiguas con patio trasero, de diseños trasnochados, que han adquirido un encanto especial con el paso del tiempo. Pero los efectos de los temporales por el cambio climático están transformando todo en las últimas décadas y han convertido la zona frente al mar en un lugar cada vez menos seguro.
No puedo evitar recordar ahora las palabras que Chirbes, con enorme lucidez, pone en boca de Esteban, uno de los protagonistas de En la orilla, un personaje arruinado tras el espejismo de riqueza de la burbuja, que habla con rencor: “El mar lo lava todo, lo expulsa, lo fagocita, lo purifica con sus yodos y salitres, lo aprovecha y recicla: se supone que es saludable… La orilla del mar no ha sido nunca un lugar hospitalario y, excepto en algunos promontorios, ha permanecido desierta hasta hace unos decenios en que se empezó a edificar en no importa qué sitio”.
En estas costas, ahora que la naturaleza se nos echa encima cada vez con mayor virulencia, es hora, tal vez, de hacer algo para evitar que el mar se cobre su venganza.
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