Libertad, libertad, libertad; tan manida y tan intocable

Fotograma de Un condenado

Fotograma de Un condenado

Fotograma de ‘Un condenado a muerte se ha escapado’

Hoy nos detenemos en ‘Un condenado a muerte se ha escapado’, una obra maestra del subgénero de ‘cine carcelario’ rodada por Robert Bresson en 1956 y que muestra que la fe en la libertad reside, sobre todo, en la confianza en uno mismo… Y en el otro.

Libertad, una palabra, un concepto, tan hermoso como manido, tan inherente al individuo como inexplorado, acaso tan particular. Cuántos tratados dedicados a la libertad en todos los ámbitos y en todas las variantes posibles se habrán escrito y cuántos aún quedarán por descubrir. Pero existe una libertad, más allá de la del Pensamiento, que viene a ser más inmediata, agarrada irreversiblemente a la piel, la libertad física, y como tal, la vida.

En el asunto que nos concierne -las películas-, el cine se ha afanado en tantas ocasiones en el tema de la privación de libertad física que ha llegado a convertirse, si no en un género propio, sí en uno de los grandes subgéneros de su historia. Y es sobre ese cine llamado «carcelario» sobre el que hoy desearía abrirles, precisamente, una ventana, en un Viernes de Cine más, y hemos cumplido ya más de un año.

Les traigo hoy, a su memoria o a su talento descubridor, quizás la más genuina de las narraciones cinematográficas que existen sobre ello. Un condenado a muerte se ha escapado, de Robert Bresson 

En 1956, el cineasta francés, que había padecido un año de internamiento en un campo de prisioneros alemán durante la Segunda Guerra Mundial, dirige Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut) basándose en las experiencias de Andre Devigny, un guerrillero de la Resistencia francesa encarcelado en 1943 en la prisión de Lyon. Prisión en la que murieron 7.000 de los 10.000 presos que guardaron sus muros, ejecutados, enfermos o hambrientos, tal como reza la inscripción en piedra que nos muestra el primer fotograma de la película.

En 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, Fontaine, un joven teniente miembro de la Resistencia francesa, en lucha contra la ocupación nazi, es capturado por la Gestapo y enviado a prisión. Encarcelado en una minúscula celda y casi aislado de los otros presos, el joven teniente, ante una condena a muerte, prepara un intento de fuga concienzudamente, buscando hasta el milímetro su oportunidad, tanto que, desafortunadamente, en el momento decisivo llega otro preso a su celda. Todo dependerá entonces de una única decisión.

Y el suspense está garantizado. Filmada en la prisión original de Fort Montluc en Lyon, donde Devigny, el preso real en quien se basa la historia, estuvo encarcelado, Bresson rueda la película haciendo uso del blanco y negro, no sólo para aproximarse a la época en que acontecieron los hechos, sino para profundizar de manera más evidente en los dos pilares que soportan la narrativa cinematográfica que impone en esta cinta, el detalle y el sonido. Es el director galo, seguramente, el mayor exponente de dicho método, lejos de recursos artificiosos en lo que concierne a la realización y a los diálogos. Ignorando todo elemento de guión superficial y sin necesidad de desplegar técnicas colosales para ser eficaz, Bresson se centra exclusivamente en la narración minuciosa de un hecho, la preparación y consumación de una escapada, la voluntad férrea y la determinación y confianza de un hombre en busca de su libertad, un hombre que no abdica ante un destino impuesto y fatal, prisionero entre cuatro angostas paredes. Para Bresson, el proceso de la escapada y huida lo es todo, y es en la simplificación de su narrativa donde se impone la tensión, el suspense, la creación magistral de una historia cinematográfica de supervivencia.

Inmersa en el detalle de planos meticulosos y sencillos en su mayoría, pero dotados de una precisión narrativa impecable, la cámara atrapa de tal modo al espectador que, muchas veces, el movimiento elegante y certero de la misma pasa desapercibido por lo sugestivo y capturador de su maestría.

Los escasos diálogos se reducen a las contadas relaciones que el personaje de Fontaine aprovecha ante las exiguas ocasiones de las que dispone, obligando al espectador a poner en dimensión cualquiera de los pequeños gestos o acciones que se producen, para así abarcar toda la fuerza de la historia. Los sentimientos y el relato del proceder están subrayados en todo momento por la voz en off que acompaña al espectador y al protagonista, incidiendo consecuentemente en lo que ve y escucha durante todo el metraje. Porque es ahí, en lo que oye, en el ruido y en el silencio, donde Bresson presenta su mayor baza. El maestro confecciona una banda sonora sin defecto, que actúa no ya como contrapunto, sino como el personaje, el soporte activo y cómplice que le acompaña, si se quiere el coprotagonista absoluto, junto y frente a Fontaine.

Por tanto, el fuera de campo se alza como el gran logro, la excelente aportación narrativa, desencadenante de la acción y capaz de sostener algo tan costoso como es la intriga entre cuatro paredes de 3 X 2 metros, prácticamente vacías.

Bresson no echa mano -como es frecuente en su cine- de actores profesionales, y descarga todo el protagonismo humano sobre gente de la calle, en este caso de un estudiante llamado François Leterrier, cuya figura es el simple artículo que nos conduce hacia el hecho, distanciándonos de un acting que nos lleve por sí solo hacia una impresión o un sentimiento preconcebido y no al buscado conjunto de piezas determinantes que llegan desde afuera.

La fe y la duda son dos elementos de fondo en la película del católico Bresson, que juega con la inquietud de un hombre que baila entre la expectativa y la esperanza, lo que le hace aguardar, casi pasivo, hasta el límite de sus oportunidades, hasta tener que poner en manos de otro, y sin garantía alguna, la feliz consecuencia de su destino.

Sólo algunos momentos subrayados por Mozart con fragmentos de su Gran Misa en do menor, nos apartan de la banda sonora real y genuinamente decisiva del gran propósito de esta magistral película, que no es otro que el de desdoblar al espectador e introducirlo en el cuerpo de Fontaine para así vivir de primera mano su arriesgado camino hacia la libertad. No en vano el subtítulo original es El viento sopla donde quiere.

No lo duden y acérquense a esta obra maestra, a la que definiría François Truffaut tras su estreno como «la película francesa más decisiva de estos últimos diez años». Una película en cuya armoniosa sobriedad se nos muestra, que al fin y al cabo, la fe en la libertad reside en la confianza en uno mismo … Y en el otro.

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Comentarios

  • Magda

    Por Magda, el 02 octubre 2015

    Genial película. Enhorabuena por la elección y el gran artículo, echo de menos metrajes tan apasionantes y sencillos como los del gran Bresson

  • Fernando

    Por Fernando, el 02 octubre 2015

    Imprescindible la peli y el artículo, una de las cumbres cinematográficas europeas. Hay que verla para entender mucho del cine de hoy en día.

  • Dolores

    Por Dolores, el 02 octubre 2015

    !Espléndido! Artículo redondo para una película redonda , nunca olvidaré la angustia que sntí con esa fuga, !magnífica!

  • Juan

    Por Juan, el 03 octubre 2015

    La vi con mi padre y no podía creer que con tan poco se pudiera decir tanto, la intriga está asegurada, genial, gracias por recordarla y por el estupendo artículo

  • Carlos

    Por Carlos, el 03 octubre 2015

    Qué magnífico artículo proponiendo una película excelente: El enfrentamiento dramático entre un monstruo y un hombre: la cárcel y su prisionero.
    Gracias por traérnosla a nuestro recuerdo. La volveremos a ver sin duda.

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