Lina Meruane: “Me hice chilena fuera de Chile”
Por ALIA TRABUCCO ZERÁN
“Hay que desconfiar de la literatura, observar críticamente sus operaciones”, advierte Lina Meruane, invitando a leer (y a leerla) con agudeza. Su novela Sangre en el ojo, la reedición de Fruta Podrida (Premio Cálamo, 2016) y la publicación de la crónica Volverse Palestina la confirman como una de las voces más importantes de la narrativa hispanoamericana actual. Sobre el lugar del cuerpo y lo político, sobre el mito del amor romántico, y sobre los estereotipos en la construcción de los personajes femeninos, habla con propiedad esta escritora chilena que ha decidido, sin concesiones, escribir a contrapelo.
Política y literatura: escenarios inesperados
Leo en tu obra una vocación por interrogar aquello que la cultura ha prescrito como “normal”: la maternidad como realización de lo femenino, cuestionada en tu diatriba Contra los hijos; la centralidad del amor romántico, subvertida en Sangre en el Ojo a partir de un trabajo fino con el resentimiento y con el sufrimiento como medida del amor; y la ocupación israelí, desbaratada en Volverse Palestina. ¿Qué lugar ocupa lo político en tu obra?
Esta pregunta me obliga a retroceder en el tiempo. En mis años de formación, comprendí que era prácticamente imposible ser parte de y estar cómoda en eso que se considera “lo normal”, entendido, lo normal, como lo debido, lo necesario, lo exigible para vivir en sociedad. El marco era la dictadura, y era imposible abstraerse de ella aun cuando no te afectara de manera directa. En esos años se estaba realizando un cambio de paradigma social, se estaban imponiendo nuevas definiciones de lo que constituía el ciudadano ejemplar, la madre ejemplar, el trabajador ejemplar, y todos debíamos ajustarnos de alguna manera a ese modelo “por la razón o la fuerza” (como reza, trágicamente, el escudo chileno). Y aunque se impuso por la fuerza, no nos olvidemos de que mucha gente había deseado la seguridad que ese dictador ofrecía y otorgaba a costa de quienes se oponían o que simplemente no podían adaptarse a ese modelo. Estaban situados, por su propia condición de intelectuales pensantes y críticos, por su diferencia social, racial, sexual, fuera de la norma.
Y yo circunstancialmente me identifiqué, muy temprano me identifiqué, con aquellos que no entraban en esas definiciones de normalidad. Y eso se manifestó en lo que empecé a escribir en poesía, aunque después abandoné la poesía casi completamente. No elegí ir a contracorriente, me sucedió en la escritura sin que yo pudiera evitarlo. Lo que surgía en la poesía era oscuro, violento, y estaba habitado por cuerpos extraños y cadáveres, y sin embargo no me parecía en absoluto extraño escribir esos cuerpos.
Y luego de esa experiencia en dictadura, donde escribir parece fundarse en un gesto de oposición o resistencia ¿cómo se produce esa politización?, ¿dónde estaría esa resistencia en el presente?
Todo esto ocurre al principio. Solo después entendí que aquello era incómodo para otros, preocupante incluso, porque nada de eso parecía “normal” para esa buena alumna que era yo en ese buen colegio al que me mandaban… Dejé de mostrar lo que escribía y desarrollé una escritura privada. Me faltaba una correspondencia que solo hallé en el espacio del taller; es ahí donde encuentro a mis pares y vislumbro el sentido de lo que estoy haciendo. El taller tenía una dimensión crítica, era un espacio en que al menos yo comprendí que estaba construyendo una política de escritura y me estaba constituyendo como sujeto político a partir de un posicionamiento personal. Con el añadido de que lo personal es más desordenado, menos articulable y sin duda no cooptable en la política institucional, oficial, y panfletaria. La escritura literaria trabaja escenarios más espontáneos, más inesperados.
En ese sentido, ¿tendría un lugar distinto lo político en la ficción y en la no-ficción?
Hago una salvedad aquí. Hay cuestiones no ficcionales en mis novelas y también hay estrategias fictivas de la literatura que le aplico al ensayo y a la crónica. Dicho esto, tal vez la diferencia es que la no-ficción me permite elaborar de manera más directa ciertas ideas, construir ciertos argumentos. Y te digo esto con cuidado, sin golpear la mesa, porque mientras lo digo me pregunto si lo político será más efectivo cuando se trabaja de manera más sutil, más pulsional, menos argumentada.
Y en esa conexión más oblicua entre política y literatura, ¿ves algún poder transformador?
Ojalá yo pudiera decirte que tengo esa fe, pero no creo que la literatura pueda incidir de manera decisiva en la complejidad del mundo, ni cambiar el curso de las cosas. No de forma contundente. Más bien pienso que puede influir, alguna vez, de manera acotada, en un espacio más minoritario y receptivo: puede entrenarnos a leer más críticamente, puede aportarnos argumentos, puede ayudarnos a pensar al otro y a examinar nuestras contradicciones, puede torcer algo en un lector, y sin duda en un escritor o escritora, porque también se lee mientras se escribe, se lee muchísimo, se piensa en la condición humana y se entienden sus limitaciones, pero también uno ve que tiene decisiones que tomar, que una tiene responsabilidades como ser humano.
Una moderada desconfianza, la tuya. Por un lado, las libertades que surgen en el proceso de la escritura y, por otro, las trampas…
Y sí, porque también hay que desconfiar de la literatura, observar críticamente sus operaciones. Porque si algunos textos cuestionan las normas y las ponen en tensión proponiendo preguntas que rompen con ciertas cristalizaciones de la cultura, otros simplemente las confirman. Esas confirmaciones son muy evidentes en la llamada literatura comercial, pero también están presentes en escrituras de alto nivel literario. Un caso que a mí me interesa especialmente es el modo en el que sigue apareciendo la figura femenina en tantas novelas escritas por autores y también autoras contemporáneos, algunos considerados escritores de culto… En algunos casos, las mujeres parecen salidas del siglo XIX, sus representaciones siguen ancladas a modos de pensar lo femenino (el encierro doméstico, el sacrificio materno, el suicidio de las libertarias o de las desobedientes) que corresponde a otro tiempo, sin dar cuenta de que la situación de las mujeres ha cambiado tanto, al menos en occidente.
No quiero sugerir con esto que todos los problemas estén resueltos, en absoluto, pero esos modos de contar lo femenino eluden otros aspectos más desafiantes de la vida de las mujeres. Lo raro es encontrar en la narrativa mujeres que piensan, mujeres que trabajan, mujeres que toman otros rumbos, y cuyos asuntos exceden el espacio de la familia o del amor, mujeres que enfrentan decisiones éticas complejas o van a contracorriente, y encontrarlas en textos que indagan en las contradicciones y paradojas de su complejo estar en el mundo contemporáneo. Con esto te quiero decir que sigue habiendo, en cierta producción literaria, incluso en la más influyente, dos figuras que aplanan la representación de lo femenino: el estereotipo de la mujer anulada por la sociedad, que viene de una convención literaria ya añeja, y la idealización de una mujer victoriosa, que proviene de un feminismo programático que también resulta problemático.
Cuerpos en disputa
Comentabas antes la experiencia de los talleres como esencial en tu formación. Y en los talleres aparecen muy claramente las influencias. Harold Bloom escribió sobre la ansiedad de la influencia y la urgencia edípica de ciertos escritores de matar a sus “padres” literarios (a las “madres” no las menciona, punto aparte). ¿Cuál ha sido tu experiencia con la tradición y contra-tradición literaria? ¿Crees que ese fenómeno de ansiedad es también propio de las escritoras?
Una es lectora de su tradición; trabaja en ella, con ella, contra ella. Se va tirando y aflojando, y esa tensión es productiva. Yo no te puedo hablar de las ansiedades que puedan o no sufrir otras escritoras, sí te puedo decir que afortunadamente para mí admirar a escritores enormes, como Carlos Droguett, Marta Brunet, José Donoso, Diamela Eltit, Pedro Lemebel, o más recientemente a Roberto Bolaño y a otros de mis contemporáneos, nunca significó ansiedad. Me interesan esas contaminaciones que ocurren entre los textos, esas conversaciones secretas. Un escritor piensa un problema y el siguiente lo retoma, lo repiensa. Eso es interesante para mí como lectora y estimulante como escritora: por seguir con la metáfora biológica, se trata de un proceso de infecciones y mutaciones del que surge algo muy vivo.
¿Y cómo ha cambiado esa contaminación en tu recorrido como escritora? Me refiero no sólo a tus lecturas, sino a tus escenarios. Hace casi dos décadas que vives fuera de Chile, unos 15 años en Nueva York, ¿ha cambiado el lugar de “lo chileno” y de “lo latinoamericano” en tus ficciones?
Esto va a sonar un poco extravagante, pero yo me hice chilena fuera de Chile. Quiero decir, adquirí conciencia de un paisaje que habitaba mi imaginación, de una diferencia histórica dentro de lo latinoamericano, de una particularidad en el habla, de un acento que, después comprendería, tiene un valor subordinado en la escala de los prestigios del castellano. El castellano chileno se volvió un asunto en una temporada que yo pasé en Madrid, porque me corregían la manera de hablar y de escribir, me la hacían notar “para ayudarme”, pero esa “ayuda” era un ejercicio de demarcación de un poder lingüístico. Esta cuestión me situaba de una manera en el mundo, y en lo literario, y ese problema se filtró en mi primer libro mientras lo terminaba de corregir, en Madrid precisamente. Apareció el habla achilenada de una de las protagonistas de Las Infantas, la hermana menor, contra el modo de hablar castizo y mandón de la hermana mayor. Y en los libros que escribí después, en Nueva York, aparece el escenario chileno, problemas chilenísimos…
La distancia me permitió imaginar mejor, ver mejor, lo propio. Y es desde afuera que he vuelto con ahínco a la literatura chilena, como si en esa literatura pudiera mantener fresca el habla, los escenarios, los problemas, como si leyendo pudiera mantener esa conversación a ratos interrumpida con Chile mientras lo chileno, como aparece retratado en mi literatura, se pone en contacto con otros espacios, otras lecturas.
El cuerpo y la enfermedad son temas centrales que has abordado desde distintas ópticas. Estoy pensando en la hermana enferma que protagoniza Fruta Podrida y su relación con el cuerpo laboral; en la ceguera degenerativa de Lucina/Lina en Sangre en el ojo; y en la escritura del sida en Viajes Virales: en esos libros, ¿piensas el cuerpo como zona de conflicto?
Esos tres libros en torno a la cuestión de la enfermedad se escribieron juntos a lo largo de una década, son una “trilogía involuntaria” (como dice de la suya Mario Levrero). Son tres libros que se escriben contra el telón de fondo de los discursos de la salud, y piensan posibles modos de enfrentarse a esos discursos. Fruta Podrida es la novela de la resistencia, la protagonista se opone al modelo de perfección que propone la hermana mayor, tanto dentro de la casa como dentro de la industria de la producción de fruta de exportación, y Sangre en el ojo trabaja un escenario contrario, donde la protagonista exige que se cumpla la promesa de la salud en su cuerpo, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. En ambas novelas y en el ensayo, el cuerpo está en disputa: hay fuerzas que intentan seducirlo o forzarlo a aceptar un modelo. Pero esos cuerpos en disputa se movilizan para escaparse, intentan la fuga.
La cuestión que me interesa, y lo pienso a partir de tu pregunta, es en qué medida resulta necesario asumir, en determinadas circunstancias, una identidad para resistir colectivamente a ciertos moldeamientos sociales y en qué medida es más válido resistirse a esas etiquetas. Un ejemplo paradigmático es lo que sucedió en plena crisis del sida: la comunidad homosexual debió salir de su anonimato, debió definirse y asumir una identidad colectiva para oponerse a políticas de silenciamiento genocidas que amenazaban con acabar con esa comunidad; se asume entonces esa identidad como bandera de lucha, para contrarrestar las fuerzas de una institución médica homofóbica. Es decir, oponen la identidad a otros modos de identificación igualmente esencialista. Pero cuando amaina esa situación, acaso sea necesario complejizar esa idea de identidad, ver en ella sus infinitas variantes.
Y precisamente ese tema, la identidad, también ha sido abordado en tu obra. En Volverse Palestina hay un posicionamiento respecto de la herencia donde la identidad se va articulando como algo móvil y múltiple. ¿Cómo fue el proceso de volver y volverse, de construcción de la identidad?
Cierto, en Viajes virales yo trabajé la construcción de comunidades en movimiento y dejé sólo punteado el asunto de las identidades cuando examiné los imposibles regresos de tantos personajes seropositivos. Pero no llegué a pensarlo en esos términos, no tan conscientemente, hasta que me planteé la pregunta por mi propio origen, por las limitaciones de mi propio regreso a Palestina. Porque ¿cómo se regresa a un lugar en el que una nunca estuvo?, ¿cómo se reclama un origen, una identidad? Al viajar a la tierra de mis abuelos en el 2012, y al escribir sobre esa experiencia, me encontré con una paradoja: sentir en carne propia la pulsión por identificarme con ese lugar, con ese origen familiar, con esa comunidad, por reactivar ese pasado perdido en el presente del conflicto político, y por otro lado, experimenté una enorme desconfianza en relación a los peligros del esencialismo que toda identidad contiene. Esa es la tensión que a mi juicio articula ese libro. Es el desplazamiento, precisamente la movilidad que tu mencionas, lo que ilumina la cuota de inmovilidad, el peligro de fanatismo, que toda identidad fija contiene. Me parece un asunto ante el cual importa detenerse un poco, no solo cuando se piensan las identidades raciales sino también las nacionales e incluso las sexuales: es por ahí donde entran las normas que definen la pertenencia o no pertenencia…
Me imagino que en la recepción de este libro habrás encontrado resistencias más explícitas…
Las resistencias, en el caso de Volverse Palestina, han tenido que ver precisamente con la cuestión de la identidad: quién tiene derecho a contar esa historia, y quién no la tiene. Hay a veces una reivindicación territorial: si no vives aquí no entiendes lo que aquí sucede, y no tienes derecho a reclamar ni esta historia ni este presente ni este lugar como parte de tu relato. Y eso que mi lugar de enunciación en esa crónica es precisamente el de la recién llegada, la que observa intentando examinar, con ojo fresco, lo que ve, y la que luego estudia el caso. Pero es el lugar de la impostora, de la ilegítima: como si solo un estar o un vivir en un territorio otorgara un grado de verdad superior… Lo que resulta muy interesante es que esto me sucede con cierta frecuencia también en Chile, país en el que viví hasta los 30 años, y al que vuelvo constantemente. Tú no vives aquí, ergo, tú no entiendes.
Del sentimiento al resentimiento
En Sangre en el Ojo juegas con un yo autoficcional desde el propio nombre de la protagonista a su experiencia con la ceguera. Entiendo que originalmente pensaste escribir ese texto como memoria y que esa memoria devino ficción. ¿Cómo fue ese proceso?
Yo me había propuesto escribir algo alrededor de ese evento que, aunque grave, afortunadamente fue temporal. Hubo varios intentos, incluso antes de la ceguera yo había intentado escribir anticipándome a ella, pero eran textos muertos. No se levantaban de la página. En última instancia pensé que quizás el problema era que intentaba ficcionar esa experiencia, y entonces me propuse escribir una memoria. Trabajar un material propio de manera directa me soltó la mano, pero de inmediato la historia fue derivando hacia la ficción y las personas empezaron a convertirse en personajes. Podría haberme atenido a los hechos pero esos hechos, por ser míos, por ser conocidos para mí, no me interesaban tanto como sí me apasionaron las preguntas que empezaron a surgir a partir de esa realidad. La posibilidad de que la protagonista pudiera aprovechar su lugar desventajoso para usar a los otros. Que pudiera obligar a su médico a cumplir la promesa de la recuperación instalada en los discursos de la salud, caiga quien caiga. Quise llevar esa escena de la ciega, su pareja, y su médico, a unos extremos que no estaban en la realidad, no en la mía, porque es en los límites donde aparecen claramente las consideraciones éticas de la medicina.
A lo largo de la transformación de mi memoria en novela de ficción, la protagonista fue cambiando de nombre: fue Lina y después fue Lucina y al final recuperé el Lina para indicar que en algún lugar está la autora, pero que a la vez todo es una construcción. Lucina sólo firma sus libros como Lina Meruane, ella ha “creado” a la autora, no se sabe con certeza quién soy yo.
¿Ves algún vínculo entre la autoficción y un cuestionamiento o, por el contrario, una recuperación de la noción de autoría?
Ni la una ni la otra, yo veo en el pacto autoficcional una relativización de la autoría, una suerte de reconocimiento de que el lector lee (casi) siempre autobiográficamente, que el lector se pregunta (casi) siempre cuánto hay de real en la historia, y algunos autores están respondiendo a esa expectativa y otros están buscando hacerla más ambigua. Al menos en mi caso, la Lina Meruane del texto es un segundo nombre, un nombre inventado, un nombre ficticio que pone en cuestión el nombre que aparece en la portada.
Y volviendo al inicio, a lo que hablábamos sobre los personajes femeninos estereotipados o programáticos, ¿puede pensarse en una subversión de estos modelos a partir del modo de construir los afectos en un texto? En el caso de Sangre en el ojo, por ejemplo, es central la interrogación del amor romántico a partir del resentimiento…
Más que los afectos, o mediado por los afectos, yo estaba imaginando el tema de las desigualdades que están inscritas en los mitos del amor romántico, en el que ella siempre obedece renunciando a sus deseos y él siempre impone los suyos. Me resultó extrañamente inspirador, como contrapunto, un cuento del escritor peruano Clemente Palma llamado (y es alucinante la coincidencia) Los ojos de Lina. En ese relato, de hace un siglo, se narra la escena en la que Lina se arranca los ojos (“endemoniados”, dice el cuento) para entregárselos a su futuro marido como ofrenda amorosa en el día del matrimonio. Es la prueba de amor llevada a su extremo: Lina entrega ese poder sensual que aterra a su novio como rito de pasaje. Esto me puso a imaginar cómo sería esa escena si se invirtiera, si fuera Lina quien solicitara de su hombre una prueba de amor como esa. Porque una no puede pasar por alto que el espejo exacto del amor es el odio, y que al sentimiento le sigue de cerca el resentimiento.
Sobre la autora de esta entrevista: Alia Trabucco Zerán (Santiago de Chile, 1983) estudió Derecho en la Universidad de Chile y escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Trabaja como editora en el sello independiente Brutas Editoras. La resta (Demipage, 2014), su primera novela, recibió el Premio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile a la Mejor Obra Literaria Inédita.
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