¿Listos para romper cosas blancas?
Voy a hablar de toros. Y de activismo. Y lo voy a hacer hablando de Nina Simone.
Esta semana he disfrutado de un documental excepcional –Viva Netflix- titulado What happened, Miss Simone?, dirigido por Liz Garbus. Adoro a Nina Simone. Y su música siempre me ha trasladado a lugares que mis emociones no eran capaces de imaginar. Pero eso no es lo que más me interesó del documental. El talento de esa mujer ya estaba en mi conocimiento. Lo que me atrajo de la propuesta de la directora es el recorrido ideológico y vital de la Nina Simone activista, la revolucionaria que luchó, desde la letra y la música, por los derechos civiles de la población afroamericana en los Estados Unidos de los años 60.
No voy a adentrarme en toda la complejidad que entraña el ser humano y que aquí es visible, con sus miedos, sus deseos, sus contradicciones, y me detengo voluntariamente en la trayectoria activista de Nina Simone. Ella luchó, se comprometió hasta las entrañas de su ser, por un empeño justo, admirable, incuestionable, histórico. Solo la ausencia de razón, como diagnóstico médico, podía (puede) enfrentarte contra esa causa. Ante el documental, somos espectadores afines a la protagonista. Empatizamos con ella y con su pensamiento. Hasta que vemos cómo la mujer va convirtiendo el odio en argumento y la violencia en opción. La causa no ha dejado de ser justa, admirable, incuestionable, pero su defensa nos incomoda porque se asemeja demasiado a la sinrazón de aquellos que la cuestionan.
Su amigo, el guitarrista y director musical Al Schackman, cuenta cómo Nina se fue convirtiendo en una mujer agresiva. Capaz de decirle al mismísimo Martin Luther King que ella no era pacifista. El desencanto, la rabia, la injusticia habían hecho mella en gran parte de la población afroamericana de aquellos Estados Unidos –viendo las revueltas de Dallas uno se pregunta si aquellos pueden seguir siendo estos– y esa gente, cansada de un orden social que justificaba su discriminación, su menosprecio, su asesinato, llegó a pensar que la violencia también era un camino válido para lograr derechos. Con la perspectiva del tiempo –tal vez en el fragor de aquellos años nos hubiese parecido lógico-, incomoda ver a Nina Simone sobre un escenario preguntándole a su público que si estaba listo para empezar a romper cosas blancas, para quemar edificios, para matar si fuese necesario.
Los revolucionarios nunca encajan en la sociedad. Eso lo saben bien los activistas. Pero también hay diferentes maneras de hacer la revolución, de defender tus derechos, de ejercer el activismo. Uno puede estar más cerca de Martin Luther King o seguir los postulados de Stokely Carmichael. Uno puede creer en Harvey Milk o pensar que el camino del Frente de Liberación Gay, que se sumó a las acciones de las Panteras Negras, fue más eficaz. Quizá ambos activismos son compatibles, no lo sé, pero yo sólo comulgo con uno. Sólo entiendo uno.
Vuelvo al comienzo de esta columna. Cuando veo cómo una razón justa, admirable, incuestionable, como es la lucha por los derechos de los animales y contra el maltrato, se desvirtúa en nombre de mensajes inhumanos, violentos, revanchistas, se me parte el alma. No creo en los golpes de Estado. No creo en la violencia y la agresión como argumento. Y es un error dejarnos embaucar por aquellos que esperan nuestra ira para deslegitimar nuestro discurso. Conseguir derechos, propios o en nombre de otros, es una lucha larga, intensa, concienzuda, pero sobre todo, cerebral. Solo la razón, basada en puro pensamiento, en capacidad para convencer, en diálogo, es la que acaba venciendo. Eso no significa que en ocasiones no haya que dar un puñetazo en la mesa o romper una cristalera, pero quiero pensar que todos somos capaces de diferenciar entre reivindicación y ataque. De lo contrario, nuestra causa, justa, admirable, incuestionable, dejará paso a discursos fundamentalistas que alimentarán el miedo. Y el miedo, a su vez, el rechazo. Incluso de aquellos que ya estaban ganados para la causa.
Gente celebrando la muerte de otro ser humano, personas acosando a la mujer de un torero, redes sociales con mensajes crueles contra los padres de un niño que se cayó al foso de un gorila y, por su culpa (dicen ellos), mataron al gorila… Eso desvirtúa el discurso. Nos convierte en energúmenos. Anteponemos nuestra ira a nuestro verdadero poder: el valor incontestable de nuestra reclamación.
Me escandaliza leer que hay una tradición que considera que hay que asesinar a toda la familia del toro que acabe con la vida de un torero. Pero soy de los que creen que las cosas se consiguen participando, votando, exigiendo a nuestros representantes leyes contra el maltrato animal, y no escupiendo bilis en las redes sociales. Creo firmemente que el fin de la tauromaquia está cerca. Y con ese fin, muchos cambios en lo que a nuestra relación con los animales se refiere. Porque hay políticos cada vez más concienciados con esa causa, porque hay un electorado cada vez más empático con los derechos de los animales. Si cometemos el error de transformar un pensamiento renovador en un mensaje violento, ancestral, radical, similar al que estamos intentando desarmar, me temo que habremos perdido la batalla.
Ambassador Shabazz, la hija mayor de Malcolm X, dice en What happened, Miss Simone?: “Ser activista en los años 60 provocaba caos en tu vida privada. La gente sacrificó su cordura, su bienestar, su vida”. Intentemos no atrasar el reloj otra vez. Intentemos no sacrificar la cordura de nuestro discurso con la versión más intransigente de nuestra razón. Solo así conseguiremos cambiar las cosas sin deslegitimarnos a nosotros mismos.
Comentarios
Por Santi, el 13 julio 2016
Qué buena reflexión. Sin conocer el acoso de los anti taurinos en redes sociales se me partió el alma cuando me enteré ayer de la muerte de este torero. Como bien dices Paco Tomás comparando el activismo de la gran Nina Simone no se puede ser tan beligerante con tus argumentos. Totalmente de acuerdo que la tauromaquia está abocada a desaparecer. Ayer en un periódico de Edinburgo al hilo de la noticia del artículo cuestionaba cuántas muertes eran suficientes para que en España dejara de llamarse a la Tauromaquia manifestación cultural de arraigo popular.