Literatura que no pasa por literatura
De Chaves Nogales a Gutiérrez Solana. Y los impresionantes reportajes de Rebecca West sobre el Juicio de Nuremberg, el libro sobre cementerios civiles de José Jiménez Lozano, el fascinante libro sobre cómo funciona la mente de Pinker, el ’18 Brumario’ de Marx, Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Una reflexión sobre los libros que más le han impactado al autor en los últimos años y que muchos, en puridad, no los consideran literatura. ¿Por qué no considerar literatura a la literatura que nunca pasa por literatura? ¿Por qué no devolver a la literatura su concepción antigua?
POR JUAN BONILLA
El sentido de literatura que impera hoy es el que se plasmó durante el siglo XVIII, es decir, «un corpus constituido por las obras sin meta práctica ni ambición cognoscitiva, escritas con intención específicamente estética». Esta visión de la literatura se venía elaborando desde hacía varios siglos, pero paulatinamente irguió una mitología que cuajó durante el romanticismo, adquiriendo finalmente condición de secularizada religión del lenguaje. El concepto de literariedad sustentado por los formalistas rusos a principios del siglo XX radicalizaba una autonomización de la literatura que convergía con la anterior mitología romántica en la idea de una literatura pura, un lugar tapiado en el que no se permitía la entrada a quienes cumplieran los requisitos exigidos.
Literatura es un concepto cuya idea sólo a partir del XIX tiende a equipararse exclusivamente a la creación, de donde sea entonces cuando la palabra «escritor» empiece a dar paso al ambicioso término «creador». Hasta entonces era literatura todo lo que se transmitía de forma escrita, lo que ponía en una misma disciplina los géneros reconocidos -épica, lírica, dramática, novela- con la ciencia y el pensamiento, sin hacerle feos a la traducción, el comentario y la información, de ahí que muchos de los títulos que se hilan para fabricar cualquier historia de cualquier literatura pertenezcan a disciplinas que hoy no se consideran propiamente literatura. Pero hoy no se permite el acceso a la Historia de la Literatura a títulos que pertenezcan a otras modalidades escapadas de la Literatura: la historia, el pensamiento, la antropología, los libros de memorias de quienes no sean literatos… y ello a pesar de la presencia de libros tan claramente a-literarios como los de Santa Teresa o los Naufragios de Cabeza de Vaca, indudables obras maestras de nuestra Literatura. No es casual que antes de que se erigiera esa tapia, se apelotonen en nuestra historia de la literatura títulos de obras que hoy no pasarían por literatura y que, si residen ahí, en la historia de la literatura, es porque no tienen sitio mejor donde seguir vivas.
En Ficción y dicción, Gerard Genette distingue dos regímenes de la literariedad: El régimen constitutivo es el de los textos concebidos y difundidos como obras literarias y el régimen condicional el que permite injertar en el campo literario un texto originalmente concebido por su productor para otro destino. Parece claro que casi podría hacerse otra historia de la literatura española hablando sólo de libros que, para empezar, ni siquiera pasan por literatura, pertenecen a otras disciplinas desde las que parece difícil hoy dar el salto a la que fuera en su día disciplina mayor, la encargada de englobarlas a todas: Psicología, Economía, Historia del Arte, Antropología, Religión, Lexicografía. Eso demostraría, precisamente, la grandeza de la literatura al permitir que algunas de sus obras mayores ni siquiera nacieran para pertenecer a ella, tal y como hoy la entendemos con evidente pobreza de miras. Libros oriundos. Por ejemplo, el Examen de ingenios de Huarte de San Juan, que como obra de psicología quedó caduca, pero sigue siendo gran literatura. Por ejemplo, la Suma de Tratos y Contratos de Tomás de Mercado, a la que llegué por la glosa que de ella hacía Eduardo Gil Bera en la que decía que era difícil hallar prosa española más bien tallada que la de ese libro. No creo que los economistas de hoy vayan a aprender mucho de esas páginas, dado lo muy castigada que queda la usura en ellas, pero, en cambio, cualquier lector podrá disfrutarlas todavía sólo con pegar el oído a su música. Por ejemplo, el Tesoro de Covarrubias, que no es sólo obra imponente de nuestra lexicografía, sino también una maravilla literaria -vayan a ver sólo las definiciones de «tijeras» o «tigre» para comprobarlo. Por ejemplo, las Epístolas familiares de Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, muy leídas en su tiempo y hoy olvidadas a pesar de ser perfecto ejemplo de un género tan en boga como es el articulismo. Por ejemplo, El Greco de Manuel B. Cossio, que no sólo es un prodigio por inventarse a un pintor, según se dice muy exageradamente hoy a menudo, sino también por estar escrito en estado de gracia. Por ejemplo, ese conjunto de novelas breves, ese libro interminable, ese compendio de agudeza y mala leche y erudición que es la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo. En cuanto al periodismo, el Diario de un estudiante en París de Gaziel o La caída de París de Chaves Nogales o La España negra de Gutiérrez Solana. En cuanto a la Antropología, la prodigiosa Historia de las drogas de Escohotado (en realidad cualquier cosa de Escohotado valdría, porque es uno de nuestros mejores prosistas con un solo libro literario: una vez le pregunté por qué no hacía más literatura y su respuesta fue la del cuervo de Poe: never more). En cuanto a los informes de viajes, la Conquista de las Malucas de Argensola. En cuanto a la erudición, la Vida de Sócrates de Antonio Tovar. En cuanto a la filosofía, Agustín García Calvo, otro prosista prodigioso que afeaba la cara con una mueca de disgusto si oía la palabra Literatura manchando alguno de sus títulos (como el delicioso Cartas de negocios de José Requejo). Y eso por no pasarme de listo y agrandarle las fronteras más aún a la Literatura e incluir los fotolibros (el año menos pensado le darán el premio nacional de Poesía a un libro de Chema Madoz, o el de narrativa a un libro de García Alix, y ese será un gran año para la literatura) y hacerle sitio como se merece al cómic (¿en qué historia de la literatura se le dedica una línea a Mortadelo?).
Si hago repaso de los libros que más he disfrutado en los últimos años, me doy cuenta de que muchos de ellos no son, aparentemente, literatura si restringimos las fronteras de una disciplina que en su día permitió que cupiera en su territorio todo lo que se escribiera: los impresionantes reportajes de Rebecca West sobre el Juicio de Nuremberg, el libro sobre cementerios civiles de José Jiménez Lozano, el fascinante libro sobre cómo funciona la mente de Pinker, el 18 Brumario de Marx, Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. De donde no debe entenderse que la literatura esté en crisis, sino todo lo contrario: tal vez su supervivencia pase por ampliar de nuevo sus fronteras, por no conformarse con ser literatura, con dejarse invadir, como antaño, por otras disciplinas, admitirlas como hijas con soberbia naturalidad y sin mayores distingos: una novela no es más literatura que un ensayo científico, un poema no siempre es el vehículo adecuado para circular por los caminos de la poesía, a menudo -véanse algunos reportajes sobre los púlsares que laten más allá de la Vía Láctea y cuyos ecos acaban de ser registrados en Puerto Rico- una información leída en un periódico contiene mucha más poesía que los doce últimos libros de versos con que nos hemos ensuciado las meninges. Algunos de los poemas más memorables que uno ha leído los leyó en una columna de periódico. Tal vez una manera de salvar a la literatura sea librarla de su condición de mera literatura: devolverle su fuerza antigua e invasora, la que le permitía aceptar como suyos textos sin que importara su procedencia ni su finalidad a sabiendas de que para figurar en sus censos lo que importaba no era el género, sino el modo.
Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) es escritor, ganador del Premio Biblioteca Breve en 2003 y de la I Bienal de Novela Mario Vargas Llosa con Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013).
Comentarios
Por Jesús Zamora Bonilla, el 11 septiembre 2015
Muy buen artículo. Me ha recordado una anécdota de mi familia. Mi abuelo (que murió en 1950, mucho antes de que yo naciera) y su hermano, mmilitares de carrera ambos, editaron en los años 20 y 30 una revista llamada «El Madrid taurino», de la que siempre había oído hablar pero que nunca había visto… hasta que avanzados los 80 encontré una colección en venta en la Feria del Libro Antiguo. La compré para regalársela a mi padre y a mis tíos y primos, que tampoco tenían ningún ejemplar (al parecer, la guerra había impedido conservar los que guardaba la familia).
Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir la prosa exquisita con la que estaban escritos aquellos textos, por «redactores» que seguramente no eran escritores ni periodistas «profesionales», sino simples aficionados a los que mi abuelo y mi tío-abuelo enganchaban como podían, cuando no escribían ellos mismos, que debía de ser la mayor parte de las veces.
Por Andrés (Libreria Menosdiez), el 12 septiembre 2015
«salvar a la literatura… de su condición de mera literatura»… No puedo estar más de acuerdo. Suscribo su «tesis» de la A a la Z. Es una cuestión de música -de melopea que dirían los griegos-, que aparece en los sitios más insospechados.