‘Liuben’: una historia de amor gay en la Bulgaria rural
Una vela encendida en las arrugadas manos de un difunto. Otra mano más joven la acaricia con aparente melancolía a modo de despedida definitiva. Esa mano es la de Víctor (Dimitar Nikolov), un joven búlgaro homosexual de buena familia que ha viajado desde Madrid, lugar en el que reside actualmente, hasta su pueblo natal para dar el último adiós a su abuelo. Quizá este plano inicial sea un buen resumen de todo aquello que Venci D. Kostov, el perfeccionista director de la película, nos ha preparado: un encuentro —cuando no enfrentamiento— entre dos generaciones distintas de la sociedad búlgara. Hablamos de ‘Liuben’, una película con financiación prácticamente española, en la línea de los discursos fílmicos de Pasolini o Eloy de la Iglesia.
Y no solo en la edad encontraremos la oposición, sino que el dualismo se hará presente en muchos otros rasgos, separando la película en una pantalla partida imaginaria: ricos versus pobres, disidencia versus normatividad, gitanos versus payos, padres versus hijos.
El conflicto central de la película estalla cuando el fortuito encuentro entre Víctor y Liuben (Bozhidar Asenov) da lugar, después de tropezar por el pueblo en unas cuantas ocasiones, a una tórrida aunque corta historia de amor. Él, un gitano sin recursos que vive en un orfanato y que tiene que ocultar su mayoría de edad para no ser expulsado, parece no ser capaz de asumir que otra persona pueda preocuparse por él o que le preste ayuda de forma altruista.
Este último término, sin embargo, se balancea como un péndulo sobre la cabeza de Víctor y, por tanto, del espectador. ¿Hasta qué punto una posición privilegiada, socioeconómicamente hablando, puede influir en una historia de amor donde la desigualdad es tan palpable? “Tú también te vas a ir, vas a pasar de largo y me vas a dejar aquí jodido”, le dice Liuben a Víctor en un momento dado tras haber recibido un generoso regalo. Es por eso por lo que esta película entronca, en cierta forma, con los discursos fílmicos de Pier Paolo Pasolini o Eloy de la Iglesia, donde la sociedad lumpen adquiría protagonismo y se le daba voz, pero también presentaba ciertos conflictos morales, tales como la diferencia de edad o de clase entre los implicados, cuestiones que siempre resulta sano debatir.
De hecho, por enraizar aún más con estos directores, la última película dirigida por De la Iglesia fue Los novios búlgaros, una adaptación de la novela homónima de Eduardo Mendicutti en la que se cuenta la historia entre un hombre español de buen poder adquisitivo y un chapero inmigrante y, aparentemente, bisexual. También, al igual que solían hacer el director italiano y el guipuzcoano, el protagonista de la cinta, ese inquietante objeto de deseo, es encarnado por un actor no profesional, al más puro estilo José Luis Manzano o Ninetto Davoli. Aunque eso, desde luego, apenas se nota gracias a la maestría y la simpatía natural que desprende ante la cámara el recién iniciado.
No obstante, no nos dejemos engañar por el título de esta crítica que yo mismo he elegido, puesto que Liuben no es solo una historia de amor. De hecho, me atrevería a decir que es lo menos importante de la historia; aunque sea, por supuesto, el eje vertebrador y la excusa perfecta para hablar de muchísimas otras cosas. Porque esta película habla, sobre todo, de la desesperación de aquellas personas que, por haber nacido bajo unas condiciones socioeconómicas precarias y una etnia mil y una vez castigada, se encuentran atrapados, sin posibilidad de medrar y expulsados por un estado corrupto que, lejos de ayudarles, se dedica a usarlos de camellos y a exigir sobornos a cambio de silencios.
En cuanto a lo formal, la película es impecable. La poética visual de cada uno de sus planos –sobre todo los de apertura y cierre– confieren a la cinta un ambiente onírico que ayuda a sobrellevar los duros temas que, durante las casi dos horas de película, desfilan ante nuestros ojos. Algo a lo que también contribuye la majestuosa banda sonora de Sergio de la Puente y la importancia que el director concede a los paisajes rurales de Bulgaria, donde conviven, una vez más, la belleza y el verdor con los descampados y la chatarra.
Pero no nos engañemos. Esta película, que se antoja necesaria para entender la problemática –homofobia, antigitanismo, caciquismo, corrupción– de una sociedad tan desconocida para nosotros, no ha sido fácil sacar adelante. Con una financiación prácticamente española, con Antonio Hens y la productora. Malas Compañías a la cabeza, este proyecto fue el único de los presentados que se quedó sin la subvención del Ministerio de Cultura búlgaro. Quizá este hecho tenga mucho que decir a favor de la necesidad de esta película, ya no solo como documento audiovisual, sino también como arma política que consiga inyectar la energía transformadora que toda sociedad –española, búlgara o la que sea– necesita. Porque donde hay silencio, los gritos de justicia, igualdad y diversidad deberían estar presentes. Y no nos cabe duda de que Venci ha dado un buen chillido con esta ópera prima.
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