Las locas con las que no se puede razonar, y encima van de víctimas

Foto: Pixabay.

Siempre ha habido categorías clásicas femeninas que, a juicio de los hombres, hacían “imposibles” a las mujeres desde muy diferentes ángulos. A saber: la femme fatale, la bruja-mandona, la llorona, la inefable puta, la marimacho o la puritana son algunas. Lo que las aunaba, sin embargo, era su condición de “locas”, porque con ellas nunca se puede razonar. Esto que las mujeres aprendimos a disimular desde que nacimos nos sigue sublevando y no queremos ignorarlo más. No es victimismo, pero si lo fuera, estaríamos en nuestro derecho de expresarlo con humor rebelde, a ver si logramos cambiarlo.

¿A quién no le ha sucedido que, hablando con un hombre, este deje de prestarle atención y busque la atención de otro hombre para hacer un gesto de complicidad despectivo hacia ella? Aunque hayan cambiado muchos modos de expresar esta supuesta extrañeza por parte de una buena porción de los hombres occidentales de este tiempo, poco o nada se han modificado sus conductas y sus observaciones hacia nosotras, aunque no siempre las expresen a viva voz. Lo que ahora sucede, más bien, es que, antes de pronunciar alguna de sus “verdades” de género, miran a ambos lados para que no los oiga una mujer y buscan la atención de otro hombre para hacer un gesto de complicidad despectivo hacia ella.

Pensaba en esto, unas semanas atrás, mientras el hilarante Pablo Ibarburu narraba, en el programa de La resistencia, una escena real vivida junto a una amiga que había olvidado su teléfono en un taxi de Madrid e intentaba recuperarlo, minutos después de haberse bajado. Sucedió que, al rastrear la señal y comunicarse con el taxista, vieron la ruta que seguía el coche, mientras el chófer mentía sobre el itinerario que llevaba. Evidentemente, la intención del conductor era la de cobrarle a la mujer una carrera infinitamente más larga que la que de verdad había hecho para ir a devolverle el teléfono. Así, cuando llegó a la dirección indicada y ella bajó sola a recoger el móvil, el taxista le pidió una cantidad exorbitante. Entonces, ella le explicó que había seguido por geolocalización la distancia recorrida y que no correspondía con lo que él le decía. Ahí fue cuando el conductor embravecido, negándose a devolverle el móvil, quiso arrancar y empezó a subir el vidrio de la ventanilla mientras ella todavía tenía sus brazos dentro del coche. En ese momento, Pablo –que había permanecido alejado de la escena por pedido de su amiga– apareció y, para su sorpresa, el taxista le aseguró, en tono aparentemente sereno: “No sé qué le pasa a la señora, está loca… Si yo no quería cobrarle nada”.

Al escuchar esta anécdota de un hombre que ha violentado a una mujer desconocida, simplemente porque puede, porque es más fuerte, más creíble a ojos de la sociedad o portador de una “sensatez masculina”, por defecto, recordé la cantidad de veces que he pasado por situaciones similares. Hace un tiempo, por caso, al pedirle amablemente a un vecino de asiento en un avión que se recogiera un poco hacia su espacio (resulta que el señor ocupaba todo mi apoyabrazos y se expandía con las piernas hacia mí y con un gran periódico a la altura de mi nariz), vi que el tipo se ponía a murmurar y a buscar complicidad de otro hombre en la fila de al lado. Sentí curiosidad, pero me quedé muda. Al rato se me ocurrió preguntarle al otro hombre sobre lo que había proferido el invasor, y este me dijo que había dicho que yo estaba “borracha”. ¿Cómo?, me pregunté… Me indignó esa manera tan burda de desprestigiarme, gratuitamente, pero comprendí que no había nada que hacer. Lo que el tipo había encontrado a mano para desvalorizarme era haber presenciado que, en la comida del avión, yo había pedido una de esas minilatas de cerveza que, por cierto, contienen menos alcohol que una caña mini.

Inermes contra el menosprecio y, sobre todo, impotentes frente al fácil apelativo que convenga a nuestros interlocutores casuales, las mujeres somos bastante menos victimistas de lo que cabría ante la acumulación de situaciones cotidianas en las que nos tildan de “locas que inventan cosas”, en alianzas circunstanciales de unos seres “racionales” con otros, al paso. De ahí que resulte bastante insultante que la gerente de un espacio teatral español, en el que se presentan comediantes, tilde el humor femenino de “victimista”. Porque no es solo que haya mujeres haciendo todo tipo de comedia, sino que gran parte del humor –por supuesto, también el masculino– se ha erigido sobre la broma acerca de la desgracia propia. Sin ir más lejos, la superestrella del stand up norteamericano Chris Rock basa sus shows en el humor mordaz sobre la discriminación racial, cuando no se apoya en el estereotipo de marido regañado por una esposa exigente.

A propósito, en el programa radial La vida moderna, Ignatius Farray aludía al episodio de la gerente que no contrata mujeres, haciendo una declaración solidaria con las cómicas, al afirmar que hay muchos hombres, como él, que han fundado un “imperio cómico” en torno a la figura de la víctima, citando de paso las lecciones al respecto de su admirado Richard Pryor. ¡Gracias, Nacho!

Recuperar la confianza

“Para muchas mujeres, la vida –y el sexo– es un debate complejo entre la necesidad de endurecerse, fortificarse y rechazar, por un lado, y la necesidad de recibir, fundirse y admitir, por el otro”, explica la lúcida Katherine Angel en un reciente libro imperdible como es El buen sexo mañana. Mujer y deseo en la era del consentimiento (Alpha Decay). A ese combate interior nuestro de cada día que describe Angel, yo agregaría la necesidad de confiar…, confiar en la otra persona, pero sobre todo confiar en que nos ve sinceramente como a una igual. Es decir, que no hace “como que”, mientras sigue diciendo por detrás que “quién nos entiende” o que estamos “todas locas”. Ya sabes.

Sobrevivir aguantando el menoscabo es lo que aprendimos a hacer desde que nacimos, incluso disimulando la bronca ante el desprecio de género (ese que viene de fábrica y se practica de oficio); sabemos hacer como que ignoramos comentarios despectivos o que no nos importan. Pero lo que sería de verdad saludable y revolucionario sería recuperar la confianza, sin adjetivos ni matices, en un otro.

“Algunos hombres sienten hostilidad hacia lo que quieren; algunos hombres menosprecian lo que desean”, escribe Kaherine Angel. Apunta al blanco, con certezas: “La negación de la vulnerabilidad y la desidentificación con lo femenino van de la mano con la quimera de la independencia, pero todos dependemos de los demás (…) La independencia total es una ficción”.

Las locas somos imprescindibles.

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