Los Beatles, Indurain y un bigote. (Tres verdades)

OS DEJAMOS UN RELATO DE ALBERTO D. PRIETO QUE SE DEFINE COMO ALGUIEN QUE QUISO SER MÚSICO, FOTÓGRAFO Y  PINTOR. NI SIQUIERA LO INTENTÓ. CONSCIENTE DE SUS LIMITACIONES, LAS PROPIAS Y LAS DEL ENTORNO. ES PERIODISTA. UN FELIZ FRUSTRADO

ALBERTO D. PRIETO

Mi padre siempre llevó bigote. De niño, uno siempre tiene una ceremonia al despertar. La mía, cada mañana, era bajar de la cama y caminar hacia la cocina. Olía a café soluble, más intenso según me acercaba. Al franquear la puerta, él ya estaba allí. Siempre, leyendo algún pasaje de la Biblia; no decía nada, no cambiaba el gesto, por no levantar no levantaba ni la vista: dejaba que lo abrazara, y sólo cuando yo ya lo rodeaba con mis pequeños bracitos, sólo entonces, él correspondía.

Esos abrazos no se miden en minutos. Para un niño el amor de papá es eterno.

Uno no elige su familia. Ni su religión, en un momento de la vida ésta te elige a ti. Te conviertes, caes de tu caballo, ves tu verdad revelada, y ya no puedes abjurar. Ni en el fondo quieres. Pase lo que pase.

Todos recordamos dónde estábamos cuando nos convertimos. Nuestro cerebro registra una imagen, cuyo pulso pendulea en la memoria y a veces saca el cuco. Las horas en punto del recuerdo nunca sabes cuándo afloran, pero siempre son iguales: un vaciallaves de latón bruñido en el zaguán, una casette con el plástico agrietado, cuatro caras esculpidas sobre un fondo dorado y, como si no hubiesen pasado casi tres décadas, lo vuelves a leer: ‘The Beatles. 20 Éxitos de Oro’

En ese cuadro se resume mi conversión, una polaroid del año 83, cuando los Beatles entraron por primera vez en mi vida. Un amigo de mi hermano le había prestado aquella cinta. Mi primera biblia.

Papá siempre llevó bigote. Es un curioso hombre de ciencia que leía la Biblia. Pasados los años deduje que en ella buscaba algo estable, algo a lo que asirse. Quizá la siga leyendo. Ya no lo sé, no le veo cada mañana. Y lo echo de menos. Él es una de mis verdades eternas. Y, sin embargo, sé que no lo es. Es la ley natural. La misma que a él y a todos los que usan gafas de empollón les dice que ni el Bosón de Higgs es incontestable. Me hace gracia el modelo científico: se cae, se derrumba, se derrama, se hace añicos a cada rato.

Y sin embargo ellos dicen que es la única verdad verdadera, porque está basada en hechos demostrados. ¿Y?

¿Cuál es la verdad? ¿Es una ley cambiante? Cada uno tiene su verdad. Su ancla y su metrónomo. Por épocas, vas siendo más o menos practicante. La cosa cambia, como los abrazos de papá, que de tan intensos que son, un día, no sabes cuál, desaparecen. Dejas de ir cada mañana al encuentro del olor a café soluble y como, apretado a su pecho, no veías la de plenitud tampoco puedes imaginar ahora su cara, su gesto de soledad cuando el enano deja de saludarle el día con amor. No puedes, porque él nunca hablaba. Sólo abrazaba.

En esa época de pubertad visitas otras músicas, te preguntas todo y te cuestionas hasta tus creencias más profundas. Aparcas la biblia y pruebas otras fes, desplazas a los Beatles y a papá. Haces experimentos, adquieres conocimientos, elaboras teorías. Y te las demuestras. O eso crees. Porque el acné se cree superman, un centro del universo andante, lo único inmutable de su propia vida.

Pero igual que pasan los años, pasa el disfraz de grunge, se caen los artificios y vuelves al ser. A eso que, en el fondo, ya eras antes de la adolescencia. Y que, en realidad, nunca dejaste atrás. Y, al cabo, ¿quién es más talibán: el converso o el escéptico? ¿Por qué es menos verdad entregarse a una realidad y dejar de cuestionarla que poner cada día los conocimientos en solfa? Si crees en los Beatles puedes entender que haya quien profese otra religión, los demás son libres de escuchar a los Stones; la fe es algo muy personal, una verdad revelada a cada uno, una luz que ilumina tu vida, la única que vas a vivir, más te vale tener claro cómo. Y para eso, lo mejor es optar. Tener un par de cosas, o tres, pero muy claras.

No las eliges tú, ellas te salen al encuentro. Y las reconoces. Buen verbo. Reconocerlas y reconocerlo. Caer en la cuenta de algo y admitirlo. Y hacerlo tuyo, como a un hijo. Hay a quien le cuesta hacerlo, porque en el fondo reconocer es entregarse un poco. Cada vez que echas un pilar a los cimientos de tu vida optas. Libremente optas. Perseguir el conocimiento está bien, leer, estudiar, pero ¿para qué lo hacemos? En el fondo, para admirar y empaparnos qué se yo, de Einstein, de Lennon, de Indurain…

Hay cosas que te levantan el corazón, como Indurain del sofá. Este verano cumplió 48 castañas. Cómo pasa el tiempo… La lucidez, todos recuerdan cuándo se convierten a una religión: Pablo nunca olvidaría su leñazo del caballo, tampoco yo dónde estaba cuando Miguelón se bajó el Tourmalet. Era un campamento de mi parroquia. Pero sin estar yo aún seguro del todo, ésa, la católica, no era mi religión. Me pongo de pie ante el santísimo ganador de cinco tours.

Papá no se levantaba para abrazarme, estaba entregado en su ceremonia de desayuno, y quizá yo era lo que de verdad buscaba en su café soluble y su Biblia. Yo formaba parte de sus mañanas, de su verdad de cada día. Después, nos llevaba al colegio y él se iba al trabajo. A estudiar, a cuestionarse taludes y sondeos, a proponerse y descartarse modelos. A responder ante el Ministerio y frente a sí mismo y sus conocimientos cuál era la razón de que unas margas o unas calcitas no se comportaran como dios mandaba.

¿Quién es más talibán –decía–, el converso o el escéptico? El que deja que un par de verdades, o tres, guíen su vida o el que se niega a aceptar que existan las realidades inmutables. Porque eso es un hombre de ciencia: uno que trata de explicarse la existencia. Siempre los admiré hasta que un día, en clase, me quedó claro que sus respuestas no eran más que modelos. ¡Modelos! O sea, que admitimos la ciencia como base de nuestro desarrollo y, en el fondo, no es más que un por ahí va funcionando. Me lo dijo el Bartolo, con su bata blanca trufada de bolis en el bolsillo de la pechera. Subido a la tarima, como un general con sus medallas –con esto trazo planos, elaboro teorías, mis bolis hacen ciencia, chaval–… Tiene cojones. El Bartolo… compañero de mi viejo en la facultad de Geológicas.

La ciencia siempre huye hacia delante, presa de su imperfección, redoblando esfuerzos, para optimizar el modelo. Menudo engaño… En primavera, los neutrinos fueron noticia de portada. El acelerador de partículas del CERN no había descubierto el Bosón de Higgs aún, pero sí dejado a los científicos con la mandíbula en el suelo. Había algo más veloz que la luz y Einstein podía irse al carajo. Su Teoría de la Relatividad, esa verdad tan brutal que había fundado una nueva ciencia, era una burla… La misma ciencia que había nacido a partir de su hallazgo demolía su paradigma. Y su imagen de canoso despeinado que –como el papá noël que la cocacola vistió de rojo y así se quedó– se había hecho fuerte en el imaginario de la humanidad como la definición gráfica de científico, se desdibujaba.

Los neutrinos. Esa cosa tan pequeña. Malditos canallas. ¡Y se celebraba! Cierto que la revolución era tal que se le ponían salvedades. No se fíen todavía, ya veremos, tenemos que seguir mirando y todo eso. Algunos pensábamos que se mostraban dudosos por no poner en cuestión algo mucho más grave que la Teoría de la Relatividad: los sueldos de tanto científico allí en Suiza. Después de que se hallaran unos cables pelados en el muchimillonario y kilométrico túnel que justificaron el ‘error’ de los neutrinos, lo seguimos sospechando.

En realidad, papá no siempre llevó bigote. Cada cierto tiempo nos recordaba que un día se lo quitaría, pero nunca revelaba la fecha. El día que me levanté de la cama y lo vi lampiño, Indurain ya había ganado su quinto Tour y yo ya no lo abrazaba como un niño. Había pasado con mostacho los mismos días de vida que sin él, y ése era el momento de afeitarlo. Pero como lo de los neutrinos, aquello fue un error. Bajo amenaza de divorcio, inmediatamente lo volvió a dejar crecer. Para mi madre, quizá, era el bigote su verdad inmutable. Hoy papá lo tiene canoso, como Einstein. Y sigue leyendo libros de Ciencia. Supongo que también la Biblia.

Yo prefiero a los Beatles, a veces con pelos largos, a veces cortos; a veces barbudos, otras bigotudos; a veces nada. En 1970 lo dejaron. 21 años después vino Miguelón. Hoy, 2012, han pasado los mismos días de vida desde aquél en que me convertí, también, al indurainismo. Un par de verdades, pero muy claritas. O tres. Eso es una vida para mí.

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Comentarios

  • Pablo

    Por Pablo, el 31 diciembre 2012

    Citando a un clásico: «Raro, raro, raro.» Y, sin embargo, se entiende. Tal vez los recuerdos son así, como un cuadro cubista, todo mezclado. Me ha encantado.

    • adprietopyc

      Por adprietopyc, el 05 febrero 2013

      gracias… se lo debía a mi papá (y a John, Paul, George, Ringo y Miguelón)

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