‘Los engañados’, la primera película que dio voz a los refugiados palestinos
‘Los engañados’ fue el primer filme surgido del cine árabe que presentó a los refugiados palestinos como protagonistas de su propia historia. Dirigida por el cineasta egipcio Tewfik Saleh en 1972, la película acaba de ser restaurada por el World Cinema Project de The Film Foundation y la Cineteca de Bolonia, ciudad en cuyo festival Il Cinema Ritrovato se presentó la restauración el pasado junio. Una encuesta realizada entre más de un centenar de críticos, especialistas y profesionales recogida por The Film Foundation la situó como uno de los hallazgos de esta edición. A lo largo de octubre se ha exhibido en los festivales de cine de Londres y Nueva York. Revisamos la trayectoria de su autor y su obra más importante, que medio siglo después sigue alzándose en defensa del pueblo palestino.
Tewfik Saleh nació en Alejandría en 1927 y murió en El Cairo en 2013. Solo dirigió siete películas, que sufrieron censura por su observación de la realidad poco complaciente en unas sociedades de gobiernos autocráticos, reacios a tolerar la difusión de imágenes que indagaban en las capas más desfavorecidas, en los comportamientos menos honestos de la vida política y civil. Ello explica que Saleh las rodara en varios países (Egipto, Siria, Irak), al son de las mudanzas a las que se vio obligado, hastiado, vencido por las carencias culturales, económicas, políticas; por la pobreza, en definitiva, allí donde vivió.
Opuesto al sentido del espectáculo del cine, fue, por tanto, un realista convencido, ya fuera mostrando la humildad de un barrio de El Cairo en su debut en 1955, para el que adaptó la novela de su amigo Nagib Mafouz El callejón de los milagros, o en la pequeña y trágica odisea de Los engañados, donde tres palestinos desesperados son arrojados a un mundo de trampas, crueldades y desprecios humanos. Según lo describió el crítico tunecino de cine Tahar Cheriaa en Dossiers du cinéma: Cinéastes, publicado en París en 1971, Saleh fue un “verdadero marxista” que no tuvo discípulos, para quien hacer una película era “un verdadero acto político”.
Los engañados hay que entenderla como una reacción a dos convulsos acontecimientos que se produjeron en Oriente Próximo a finales de la década de los 60: La Guerra de los Seis Días, en la que contendieron Israel y una coalición árabe formada por Egipto, Siria, Jordania e Irak, un capítulo más del cruel e interminable enfrentamiento entre Israel y Palestina, que vuelve a reproducirse estos días. Y la guerra de Septiembre Negro, entre Jordania y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), por la que aquel país expulsó a combatientes de esta coalición que vivían en territorio jordano.
Previamente, según le contó a Tahar Cheriaa, Saleh había trabajado de 1964 a 1971 en la adaptación de la novela de Ghassan Kanafani Hombres al sol, que convertiría en Los engañados. Pero sus intenciones y su interpretación de la novela y sus personajes “cambiaron a la luz de los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar en la región en junio de 1967 y septiembre de 1970”.
De esta conmoción experimentada a causa de la violencia de las guerras, sufrida especialmente por la población palestina, Saleh quiso enfatizar la tragedia de la gente común, de aquellos palestinos que para el cine apenas habían existido más que como argumento, telón de fondo o cliché.
Ahora hablarían por sí mismos, con libertad, con su lenguaje, sin enjuagues; asumirían, por primera vez, el protagonismo en el contexto del cine árabe, según el artista norteamericano de origen palestino Fareed Armaly, responsable de un ciclo dedicado a Saleh en el Macba de Barcelona. Fiel a su concepción fílmica, el cineasta egipcio no compuso unas imágenes exaltadas ni heroicas sino, al modo de Rossellini, deudoras de la realidad más prosaica y, a la vez, más descarnada, que él enfatizó en la idea de huida que caracterizaba entonces a Oriente Próximo.
Esa fuga se produce en la película ante la ausencia de esperanza en los territorios de acogida, una decisión atormentada que toman los tres personajes principales, palestinos pobres desplazados a Irak, sometidos por el estado de abandono, de corrupción política, de impotencia que han convertido el lugar donde viven (las sociedades árabes, en un sentido general) en un agujero pútrido.
Uno es un campesino casado y con dos hijos. La tierra baldía ya no produce y no halla nada alrededor en que emplear sus manos. Su aspiración de ganar dinero fuera de Irak traería, piensa, una vida mejor para su familia, quizá una vivienda individual y no ese espacio de paredes desnudas, sin techos, levantado en una nave junto a otros cubículos de refugiados donde se alojan. Su conciencia es la de un palestino cuya vida está atrapada entre “los sionistas” que lo expulsaron de su tierra y los “traidores y corruptos”, los propios dirigentes palestinos, los de su tierra de acogida iraquí, los dirigentes internacionales, los políticos de toda condición, que lo han “vendido y comprado de nuevo”, que lo han “engañado”.
El otro es un activista político al que busca la policía, acusado de participar en un complot contra el gobierno y que acepta casarse con la hija de su tío a cambio del dinero con el que pretende huir de Irak.
El tercero es un adolescente al que su hermano mayor, emigrado a Kuwait y sostén de la familia, reclama para que vaya a sustituirle. Él, el mayor, se ha casado y ahora debe mantener a su propia familia. Aprisionado entre sus aspiraciones de hacer carrera universitaria y el deber de socorrer a su madre, abandonada por el padre, el adolescente renuncia a los estudios para buscar trabajo en Kuwait. Este es el país de destino de los tres personajes, que se conocen en la tienda de un comerciante que trafica con personas. El conductor de un camión que pasa por allí los observa y les propone llevarlos, clandestinamente pues carecen de documentación, por un precio más asequible; pero les advierte que tendrán que ocultarse en el depósito de agua (vacío, pero asfixiante bajo el sol del desierto) para cruzar los puestos fronterizos.
El conductor, otro palestino desplazado que luchó contra los israelíes, es también un engañado. No es propietario del camión, sino que trabaja a sueldo (miserable) de un empresario. Se solidariza con los tres migrantes que transporta y explica sus razones para ese tráfico de gentes: ganar dinero que le permita retirarse y descansar, lograr, por fin, una vida sin la asfixia de la incertidumbre.
La película alterna el relato del viaje con el de cada personaje, describiendo las circunstancias vitales de cada uno. Saleh introduce en la primera parte del filme imágenes de archivo (fotografías, documentales) para subrayar una posición política en favor de los palestinos como un pueblo asediado, desarraigado, manejado, según reflexiona el campesino, por las fuerzas oscuras de la historia: “los sionistas”, “los conspiradores”, aquellos otros que los han recibido y los tratan como una carga. Y aunque el campesino admira el gesto de violenta rebelión de parte de los suyos, él mismo se ve incapaz de ejercerla. Entre la violencia y su propia resolución, elige probar esta.
Los tres personajes, le explicó Tewfik Saleh a Tahar Cheriaa, “representan tres fases de un mismo problema colectivo”. Cada uno alberga sus expectativas, pero el cumplimiento de estas difiere dramáticamente de lo que habían previsto. “No hay salvación individual de una tragedia colectiva”, concluía Saleh. “Y ésta es la lección que la historia nos enseña cada día”.
Medio siglo después de su estreno, Los engañados vuelve intacta, porque, de hecho, el éxodo continuo de los pobres hacia una esperanza, ilusoria o cumplible, no ha menguado. Esos tres palestinos son hoy subsaharianos, árabes que cruzan África, Oriente Medio y Próximo de sur a norte para alcanzar Europa. En la película, la meca es Kuwait, el país que, subido en el oro del petróleo, promete “mejores salarios”, “donde puede encontrarse todo lo que uno desee”, “un mundo diferente”, como explica en una secuencia uno de esos migrantes que ha retornado con dinero suficiente para construirse una vivienda.
La película describe básicamente el círculo imperfecto de ese viaje (a Kuwait o a Occidente) que las sociedades europeas llevan contemplando décadas: emigración, muerte en la travesía o llegada al país de término. El derrotismo que asume Saleh apunta a una condena, que de momento, sea entre quienes viven vencidos o entre quienes deciden atravesar fronteras, sigue cumpliéndose.
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