Los indios cabalgan por las llanuras del Thyssen
Miguel Ángel Blanco cayó fulminado por el hechizo de la Luna en las tierras sagradas de Monument Valley, en la reserva de los indios navajo. La belleza del paisaje de Arizona tuvo la culpa. De aquel instante surgió el germen de la exposición ‘La ilusión del Lejano Oeste’ que por primera vez en España permite ver en el museo Thyssen de Madrid las obras de los artistas que en el siglo XIX viajaron a los territorios del Oeste norteamericano para representar las formas de vida de los indios americanos.
De niño veía Bonanza en la televisión, jugaba a indios y vaqueros, y leía tebeos de cowboys. Hoy, con más años, perilla y cabello blancos, traslada el sueño del Lejano Oeste a las salas del museo Thyssen-Bornemisza. Blanco (Madrid, 1958), premio Nacional de Grabado, es un artista de la naturaleza. El autor de la biblioteca del bosque, un “microcosmos del macrocosmos” como la definió el poeta Antonio Colinas, es su gran proyecto con el que ha recorrido la Biblioteca Nacional, el monasterio de Santo Domingo de Silos (2006), el museo Lázaro Galdiano (2009) o La Casa Encendida (donde su obra dialogó con la de los pintores del Guadarrama del XIX). Su intervención en el sancta sactorum, el Museo del Prado, con Historias Naturales (2013) y un gorrión albino junto a Las Meninas de Velázquez, es algo difícil de olvidar; el año pasado hizo del ciervo el protagonista de sus historias en el Museo del Romanticismo. La de ahora es una exposición de artista que cuenta la historia de aquellas tribus del Lejano Oeste y ha sido posible porque en las colecciones del museo Thyssen se conservan las únicas obras que hay en España de aquel periodo americano. “He hecho mío», afirma Blanco, «el ideal de vida que, de los lakota a los navajo, buscaron los indios: caminar en la belleza, armonizando tierra y cielo, cuerpo y espíritu”.
Como comisario de la exposición que se inaugura el próximo martes, Blanco ha derrochado entusiamo, ingenio y tiempo en un montaje espectacular que va más allá de seleccionar obras. Él interpreta la historia, propone itinerarios y contagia una ilusión por el territorio comanche que ni Buffalo Bill logró con su show ambulante. De su mano se emprende un viaje apasionante a la mítica del Oeste. Si en Historias naturales, Blanco quiso evocar el tiempo en que el museo del Prado se proyectó como gabinete de ciencias naturales, ahora ha buceado en la pasión del barón Thyssen por el Oeste y en los grabados de la serie Viajes en el interior de América del Norte (1839-1843) de Karl Bodmer que el aristócrata tenía en su colección. Blanco ha conseguido importantes préstamos del Smithsonian American Art Museum, de Washington y de la Biblioteca del Congreso de Washington, porque para mostrar la historia mítica del Lejano Oeste ha querido rodearse de los artistas que lo reflejaron.
Más de cuatro años ha tardado en preparar un proyecto grandioso, nunca visto en esta plaza. Tanto se ha implicado Miguel Ángel Blanco que se ha mimetizado en un clon del General Custer; no cuesta nada imaginarlo con el sombrero de ala ancha y la casaca azul de botones dorados del hombre que comandó el mítico regimiento del 7º de Caballería.
La intención de esta muestra es articular una obra de arte: “Soy un artista comisario, un narrador que cuenta una historia. Recupero los fondos de los museos que no están expuestos, obras del museo de Antropología, del museo de América, porque me gusta dar protagonismo a estos centros nacionales que tienen piezas muy valiosas de un pasado importante. Yo las articulo y creo diálogos que se apoyan y enriquecen mutuamente. Fundamentalmente soy artista de la naturaleza, pero como artista hay también un toque de creación en mis proyectos, son obras de arte en realidad”.
Cuando el visitante desciende las escaleras para asomarse al legendario Mundo del Oeste con sus maravillas, mitos y leyendas recibirá la primera impresión: un paisaje sonoro gracias a la instalación de una geofonía, que evoca una estampida de búfalos, un ruido ensordecedor que en realidad son las pisadas de quienes entran en la exposición. Toda una experiencia para imaginar a aquellos indios cuando pegaban la oreja a la tierra. Después de esta ilusión, sólo queda entrar en territorio sagrado y sumergirse en las diferentes secciones de la muestra, episodios de una narrativa muy personal.
En la primera sala, pintada con el color de la tierra de Arizona, del Monument Valley, el valle sagrado, se trata el tema del territorio. “Aquí quiero destacar», señala Blanco, «cómo los españoles fuimos los primeros en luchar con los apaches, hacer tratados con los comanches y descubrir el Gran Cañón y el río Misisipi. Fuimos los primeros en atravesar estos territorios. Tuvimos presencia allí durante más de tres siglos, de 1513 a 1822. Todo lo que va del Misisipi al Oeste fue territorio español, la Comanchería, formada por Nuevo México, Colorado, Kansas, Oklahoma y Texas”.
Blanco ideó para esta sala mapear el territorio con cartografía española. Buceó en el Archivo de Indias y seleccionó una serie de mapas cartográficos que marcan las primeras expediciones españolas. Una de las joyas de la exposición es el dibujo de un bisonte, un búfalo que el sargento mayor Vicente de Zaldívar dibujó en 1598 como ilustración de la expedición de Juan de Oñate al norte del Río Grande. “Los apaches mataron a un hermano de Zaldívar que capturó a más de 200 mujeres, y masacró a 800 indios”.
En las paredes, óleos de la colección del Thyssen que representan el río Misisipi realizados por los grandes artistas del American West, George Catlin, Henry Lewis y Albert Bierstadt. Miguel Ángel Blanco habla de esta sala como la entrada al Edén indio, “una tierra de una belleza asombrosa, con unos preciosos valles que veían por primera vez los artistas”.
La entrada a ese paraíso fueron las cataratas de San Antonio, descubiertas en 1680 por Louis Hennepin, un franciscano miembro de la expedición del francés La Salle. En 1805, el gobierno estadounidense compró el lugar para construir el fuerte Snelling y las cataratas se convirtieron en una atracción turística. Los artistas se unían a los grupos de exploradores y dibujaban del natural los bellos paisajes. Otros las recreaban en sus estudios, como el gran paisajista alemán Bierstadt, quien consigue una imágenes idílicas de atardeceres resplandecientes en su taller de Nueva York. Albert Bierstadt fue de los primeros pintores en dibujar a un grupo de indios. En Cinco retratos de indios norteamericanos (1859), muestra cuerpos y rostros de unos hombres a los que identifica con sus nombres.
Otros artistas, como Hutchings y Ayers, viajaron desde San Francisco a Yosemite, tierra virgen, y la representaron tan bella que el valle se convirtió en un destino turístico excesivamente frecuentado. Cuando Bierstadt lo visitó en 1863 había allí huertos y caminos trazados. De aquella estancia son algunos de sus más famosos cuadros, como Puesta de sol en Yosemite y Atardecer en la pradera. Antes de que el desastre turístico fuera mayor, Abraham Lincoln declaró Yosemite paraje protegido. Otro pintor europeo, Thomas Hill, se sintió igualmente fascinado por aquel paraje de leyenda y en 1865 pintó su Vista del valle de Yosemite. Este cuadro, cuenta Blanco, ayudó a que Roosevelt le concediera la categoría de parque natural, y recuerda cómo el presidente Obama, seguidor del espíritu de Lincoln, eligió la Vista del valle de Yosemite para que presidiera el banquete inaugural de su mandato en 2009.
Catlin, Bodmer y Curtis son los grandes artistas que dieron a conocer las maravillas del Oeste. pero las fotografías de Watkins, Jackson, O’Sullivan y Bell, que se conservan en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, en Washington, documentaron paisajes –Yosemite, Yellowstone-, tribus y expediciones. “Nunca, que yo sepa», afirma MAB, «se habían expuesto en España las magníficas instántaneas de estos fotógrafos que debieron inventar nuevas maneras de mirar unos paisajes extremos; sus obras tuvieron una enorme influencia en la imagen que los estadounidenses se formaron del Oeste, transformando sus hitos naturales en mitos visuales”. Aunque el pionero de la imaginería del Oeste fue Karl Bodmer, un suizo que llegó a Estados Unidos en 1832, acompañando a la expedición de un príncipe alemán. En la exposición del Thyssen se pueden ver algunos de los centenares de grabados que hizo Bodmer y que proceden de la colección del barón Thyssen.
En el tercer episodio de la exposición, el color de las paredes cambia a rojo intenso, el de la sangre del búfalo. Las láminas de Karl Bodmer, y una enorme cabeza de bisonte del Museo de Ciencias Naturales conducen al visitante a la sala Tatanka, búfalo en indio. La importancia de este animal en la cultura india es absoluta. Lo aprovechaban todo del animal, su carne, huesos, cuernos, piel; por eso los colonos, para cargarse a los indios, mataban antes a los búfalos. En esta sala se pueden ver escenas de la vida de los indios, de los colonos en el cuadro de Charles Wimar El rastro perdido (1856) o el de Frederic Remington Señal de fuego apache (1904).
Nos vamos acercando al último grito salvaje, el periodo final. A mediados del siglo XIX los americanos contemplaban cómo los colonos destruían el modo de vida de los indios. Charles, kid, Rusell fue cowboy durante 15 años antes que pintor y aquella experiencia la trasladó a sus cuadros. Los artistas se interesan cada vez más por las huellas indias. Joseph Henry Sharp viajó al Oeste para pintar indios. Su cuadro Montando el campamento, Little Big Horn, Montana, refleja la mítica batalla que tuvo lugar en las orillas del río Little Big Horn. Allí murió, el 25 de junio de 1876, el general Custer que comandaba las tropas del Séptimo Regimiento de Caballería derrotadas por el gran jefe sioux Caballo Loco. El presidente Roosevelt, al ver el óleo de Sharp, le encargó que pintara a los indios supervivientes de aquella batalla.
La sala la preside una gran cabeza de búfalo, procedente del Museo de Ciencias Naturales. Hay también una camisa de piel de búfalo que narra todas las hazañas de su propietario; otra muestra dibujadas las entrañas del animal. Blanco explica cómo todo en la cultura india tiene una simbología, desde el color de la pluma a las pinturas de la cara. Una de las joyas de la muestra son los cuadros de Catlin que quiso documentar los rostros de una raza en extinción; Catlin pintó más de 200 paisajes y 300 retratos de indios; fue un verdadero antropólogo de las formas de vida de la tribu de los crow, de los pies negros o de los comanches en el crepúsculo de su cultura. Hizo varios viajes por el Oeste y de cada uno de ellos guardaba bocetos que luego trasladaba a los cuadros de su Indian Gallery, una colección asombrosa.
Catlin conseguía que los indios posaran para él vestidos con sus mejores galas. Es la primera vez que veremos de cerca a Jefe Caballo, de los pawnee, o a Nube Blanca, de los iowas. Retrató también los rituales y el modo de vida de las tribus que sin su contribución nunca habríamos sabido cómo eran. “Catlin», dice Blanco, «es para mí uno de los artistas más apasionantes, por su forma de trabajar, por su espíritu”.
Y llegamos a otro de los platos fuertes de la muestra, la galería de fotografías de Edward S. Curtis, el hombre blanco que retrató a los sioux, toda una hazaña comanche haberlas colgado de las paredes del Thyssen. Apaches, pies negros, desfilaron ante su objetivo con sus largas cabelleras untadas con grasa de oso. Gerónimo, retratado por Muhr, o el jefe Joseph, de los nez percé. Todos los grandes jefes pasaron por la cámara de Curtis: Toro Sentado, Nube roja, Dos silbidos. Nube blanca, Halcón Rojo. Desde las paredes vigilan los animales del alma, una selección de cráneos de animales sagrados para los indios: lobos, alces, antílope o ciervos.
La penúltima sala, indios y vaqueros, está dedicada a la cultura popular. Películas, carteles de la Filmoteca Nacional. En vitrinas, libros, publicaciones, tebeos. Blanco ha incluido también su colección de indios de plástico con los que jugaba de pequeño. Y no podía faltar un revólver Colt Navy, un 36, como el que llevaba Clint Eastwood en Por un puñado de dólares, prestado por Carmen Thyssen, que ha dejado también un gran penacho sioux, regalo de Lodge, el que fuera embajador de Estados Unidos en España, al barón Thyssen.
Como colofón, Blanco expone parte de su Biblioteca del Bosque, 13 libros-cajas que contienen sus experiencias por los territorios indios. “Cada libro es una experiencia visionaria”, dice. En ellos hay vértebras de serpiente, de víbora, árboles, un trozo de un albaricoquero, el frutal llevado por los españoles y que fue sustento de los navajos; está el bosque petrificado de troncos fosilizados o el que ha titulado 33 lágrimas de apache, trozos de obsidiana en forma de lágrimas recogidos donde las tropas americanas acabaron con 70 guerreros indios y que representan el llanto de las mujeres cuando fueron a recoger los cadáveres. Hay tierra de Monument Valley, ala de águila real, piedras del Gran Cañón del Colorado. El libro-caja Sequoya roja está inspirado por Toro Sentado.
Cuando salgan, fascinados con lo mejor del Oeste que hayan visto fuera de las pantallas de cine, den un profundo suspiro y griten ¡Tatanka! para convocar a los espíritus. Ellos nos guiarán por el tráfico de la vida, mientras Buffalo Bill nos guarda las espaldas.
‘La ilusión del Lejano Oeste’, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, se inaugura el martes 3 de novembre. Podrá visitarse hasta el 7 de febrero de 2016.
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