Los periféricos y las obras perdurables

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Nací en un barrio periférico, en una región periférica (Extremadura) de un país periférico ubicado en un continente que ya es periférico. Por mucho que Merkel y compañía se hagan los locos, en el nuevo equilibro de fuerzas de la globalización Europa no pinta nada. Lo comprobamos a diario. Lo hemos visto en reciente Cumbre del Clima, donde a pesar de la retórica europea ha sido un nuevo fracaso. El mundo se calienta y miramos a otro lado, como si lo gobernase Rajoy.

Y fíjense que para algunas cosas ser periférico no está tan mal. Al menos si hablamos de literatura (pienso en la nómina de grandes creadores que ha dado Irlanda, por ejemplo). Un escritor siempre será periférico, aunque le lluevan los premios y reconocimientos. La periferia es más que nada una actitud, una forma de ver el mundo y de acercarse a él, de contarlo, con los ojos bien abiertos para no ser engullido por un centro de gravedad donde se confunde la vida literaria con la literatura. Desde la periferia se aprecian más los matices y los detalles. Se comprende mejor. Se intenta comprender mejor, más bien. Lo pensaba la semana pasada en el Festival EÑE, en una mesa en la que participé junto a otros “nuevos” narradores: Alberto Marcos, Llucia Ramis y Lara Moreno.

Los libros de relatos siempre serán periféricos y Alberto Marcos acaba de publicar uno, con el que debuta: La vida en obras (Páginas de Espuma). Una colección de catorce cuentos estructurados en tres momentos vitales, escaleras hacia una vida que se construye: adolescencia, juventud, madurez. Ambientados en uno de los barrios más exclusivos de Madrid, con ecos de la mejor tradición de la narrativa norteamericana (Cheever, Salinger, salpimentado con Vonnegut), mientras leía a Marcos sonaban en mi cabeza algunos temas de The Suburs, de Arcade Fire (que me perdonen los asombrarios que saben de esto, Eva Tovar y Manuel Cuéllar). En La vida en obras Marcos nos habla de la torpeza adolescente, de la torpeza sexual, de las dificultades para aceptar el mundo de los adultos y de los problemas que surgen cuando ya lo somos, de la sordidez del mundo laboral. De la cáscara y la nuez. Lo que vemos o queremos ver en nuestras vidas y lo que se esconde detrás. Por La vida en obras pasan mujeres frustradas, refugiadas en la vacuidad del lujo y la apariencia, hombres infelices que matan el tiempo con bromas pesadas, atrapados en una masculinidad de cartón piedra, como en De qué hablan los hombre en el gimnasio.

“-Hace mucho tiempo –dijo ella- que no disfruto cuando follamos.

Y se arrancó una pelusa de la manga del jersey”.

Un maravilloso detalle chejoviano (recuerden La dama del perrito, cuando después del primer encuentro con Anna en la habitación del hotel, atormentada por lo que acaba de hacer, Gúrov se limita a cortar una rodaja de sandía). Como el escritor ruso también Marcos oculta más de lo que cuenta.

“No es ningún juicio –me decía mientras tintineaban los hielos de su gintónic-, sino un hecho objetivo. Me atrevería a decir que el noventa por ciento de la gente que vive en La Moraleja es guapa. Son altos, delgados, bronceados, fibrosos y de cabelleras tupidas. Hasta los cuarenta, y a veces incluso después, lucen los trajes como si fueran su segunda piel y consiguen que los vestidos comprados en el barrio de Salamanca se ciñan a sus curvas con una familiaridad que nunca es forzada”, leemos en Césped recién cortado, uno de los mejores relatos de esta colección. Pero bajo esa apariencia de perfección y pulcritud, en un barrio donde abundan los coches de marca, las asistentas de varias nacionalidades y los chalés con piscinas privadas, Marcos nos descubre las alcantarillas. El agua turbia que las recorre se mezcla con los estanques de lujo en los que se bañan, con sus paredes pintadas de azul, como el cielo que perfila los jardines. Y a veces, antes de zambullirse en la piscina ven su rostro reflejado en el agua, un rostro que no reconocen. Y que les espanta.

Los olvidados. Un estupendo dossier del número de noviembre de la revista de literatura Quimera. Emilio Carrere, Chaves Nogales, Pedro Garfias son algunos de los autores que incluye Quimera y que bien podrían ser escritores periféricos, algunos por voluntad otros a la fuerza, como el caso del escritor placentino José Antonio Gabriel y Galán, torturado con un reconocimiento que nunca le llegó (atrévanse a leer sus diarios) en vida y que la muerte prematura le arrebató, esperemos que no para siempre.

De escritores periféricos sabe mucho Julián Rodríguez, creador y director de la editorial cacereña Periférica, y autor de dos originales y renovadores libros de memorias, Cultivos (Mondadori) o Unas vacaciones en la miseria de los demás (Caballo de Troya), y de varias novelas en las que demuestra un extraordinario dominio de la elipsis y que lo emparenta con Marguerite Duras.

En Periférica he conocido a muchos escritores periféricos, la obra inclasificable y fantasmagórica del méxicano Yuri Herrera (no dejen de leer La transmigración de los cuerpos). Y acabo de terminar uno de esos libros que te dejan sin respiración: Los bonios, de Velibor Čolić. Relato autobiográfico, Los bosnios destila las vidas destruidas por la guerra y el espanto que se encuentra el escritor y soldado Čolić en los meses previos y posteriores a su deserción. Estampas que podrían ser epitafios. Si en 2666 Roberto Bolaño nos narra con precisión policial el espanto de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, la impunidad con la que se resuelven los casos, a Čolić le bastan unas pocas pinceladas –con una prosa que a mí me recuerda a la del serbio Danilo Kiš -para que nos estalle en la cara el horror de la guerra surgido del odio nacionalista, la violencia genocida, la cinta blanca que señala a musulmanes, judíos y gitanos. Bosnios, croatas, serbios, ciudades, como la mítica Sarajevo, su propia evasión de un campo de prisioneros.  En Los bonios hay dolor, mucho dolor, aunque a veces también motivos para la esperanza y la reconciliación. Los encontramos en la bella carta final que Čolić escribe a un amigo muerto.

Ahora que se recuerda el nacimiento de Albert Camus, otro periférico, leo en sus Carnets una anotación de 1950.

“Faulkner. A la pregunta: «Qué piensa usted de la nueva generación de escritores», contesta: «No dejará nada válido. Ya no tiene nada que decir. Para escribir es preciso que hayan arraigado en la conciencia las grandes verdades fundamentales, y que la obra se oriente hacia una o hacia todas. Los que no saben hablar del orgullo, del honor, del dolor, son escritores sin transcendencia y su obra morirá con ellos o antes que ellos»

-¿Cuál es la razón de ese nihilismo que ha invadido la literatura?

-El miedo. El día en que los hombres dejen de tener miedo, volverán a escribir obras maestras, es decir, obras perdurables”.

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