‘Los sueños de Einstein’, cómo alargar el presente, cómo alargar el verano
En verano podemos observar la subjetividad del tiempo. Una percepción a la que el físico y escritor estadounidense Alan Lightman dedica ‘Los sueños de Einstein’, un bello ensayo sobre el tiempo, sus dobleces y metáforas. «¿Qué sentido tiene continuar en el presente cuando uno ha visto el futuro?». Si ya tenemos en mente las obligaciones que impondrá la ‘rentrée’ y somos conscientes de la limitación temporal, el tiempo se contrae, el verano dura menos y transcurre en un pasillo más estrecho. A diferencia de los niños, que se zambullen en cada momento, para los ‘mayores’ el presente se achica porque no dejamos de pensar en el futuro.
Envidio a la gente que dice poder leer libros extensos en verano. A los lectores que se demoran en grandes sagas, o en clásicos que tenían pendientes desde hace años. El propósito lo he tenido siempre, pero la realidad impone su ley, y agosto tras agosto insiste en contarme una única verdad: que, además de la prensa, sólo podré leer cuatro o cinco libros breves, de menos de 200 páginas, y en sentadas inconstantes. Con la atención siempre alterada por los gritos de mi hijo demandando que le haga caso, o por los compromisos rutinarios que toda familia grande conlleva cuando tíos, primos y hermanos están casi todos vacacionando en 30 kilómetros a la redonda. Leer en verano es frustrante, porque es una lectura escasa y a trompicones, y quizá cumpla así una inesperada función anestésica frente a la vuelta al tajo y a la capital, al ritmo normal del día a día: al menos allí, aunque trabaje ocho o diez horas al día, podré leer o sentarme a ver una película después. Me gusta el verano, pero también me gusta leer, y todavía no he conseguido resolver la tensión entre ambos hechos. Quizá el verano que viene, quién sabe.
Cuando era pequeño, en verano el tiempo se dilataba. Íbamos con todos los primos y tíos a pasar agosto a La Vegueta, la finca familiar de Tolox rodeada de olivos, en la Sierra de las Nieves de Málaga, y aquellas tres o cuatro semanas parecían un mundo en sí mismas. Supongo que se debe a que los niños viven en un presente continuo, y sin necesidad de prever para la temporada que empezará, carentes de preocupaciones, se solazan en los instantes, se recrean, los agarran, los tiran a la alberca, los recogen y duermen con ellos esperando retomar el día donde lo dejaron al irse a dormir. Pero, en cambio para los adultos, «¿qué sentido tiene continuar en el presente cuando uno ha visto el futuro?». La pregunta retórica es de Alan Lighman (1948), un físico y escritor estadounidense del que ahora Libros del Asteroide rescata Los sueños de Einstein, uno de los libros que sí he podido leer estas semanas. Supongo que los «mayores» –como yo llamaba con la edad de mi hijo a quienes ahora tienen la mía– tenemos ya en mente las obligaciones que impondrá la rentrée y somos conscientes de la limitación temporal. El deber que se atisba compite con el agua fresca de la alberca y la cerveza fría, que también nos llama, pero la partida nunca queda en tablas. El tiempo se contrae y el verano dura menos y transcurre en un pasillo más estrecho, con recordatorios constantes del final de temporada.
En verano se observa la subjetividad del tiempo. Una percepción a la que Lightman dedicó este bello ensayo, lleno de poesía y de ideas sobre el tiempo, sus dobleces y sus metáforas. El leitmotiv lo explica el título: los pensamientos que un joven Albert Einstein pudo tener durante 1905 como empleado de la oficina de patentes en Berna, cuando terminaba de escribir su Teoría de la Relatividad Especial. Un libro lleno, además, de certeros aforismos sobre nuestra complicada relación con el tiempo. Como: » Si una persona carece de ambición en este mundo, sufre sin ser consciente. Si una persona tiene ambiciones, es consciente de su sufrimiento, pero muy lentamente». O: «Algunas personas nacen sin ningún sentido del tiempo y eso provoca que su sentido del espacio se vea sobrecargado hasta un punto doloroso».
Mucho se habla en estos años de nuestra problemática relación con el tiempo. De nuestra desconfianza generacional en el futuro –de ahí la crisis de la idea del progreso–, y de nuestra tendencia a idealizar el pasado y darle un significado político. Una tensión que también está presente en algunas divagaciones de Lightman, que se pregunta: «¿qué sentido tiene aprender para el futuro cuando el futuro será tan breve?», cuestión que adquiere relevancia ahora que otros problemas como el cambio climático nos vuelven a traer a escena previsiones apocalípticas. Porque «una persona que no puede imaginar el futuro es una persona incapaz de contemplar los resultados de sus acciones», y eso empieza también a ocurrirnos con la aceleración del cambio tecnológico. Sin embargo, tampoco Lightman desdeña los beneficios de olvidar el pasado, porque «solo la costumbre y el recuerdo apagan la pasión física», y, por tanto, «sin el recuerdo todas las noches serían la primera noche, todas las mañanas la primera mañana, todas las caricias y besos los primeros».
Pero el libro de Lightman no es ni melancólico ni cenizo. Todo lo contrario. Distingue dos tipos de tiempo, el mecánico y el corporal, y escribe sobre cómo la relación entre ambos define nuestra felicidad. Cuando todo parece reglado por el tiempo mecánico y el corporal no tiene margen, llega la desesperación. Pero «cuando los dos tiempos se separan» se produce «la alegría». Y es que, milagrosamente, podemos «crear un mundo en cualquiera de los dos tiempos, pero no en ambos a la vez» porque «los dos tiempos son verdad, pero las verdades no son la misma». Lightman nos empuja a utilizar ese margen subjetivo frente al tiempo mecánico, y a expandir nuestra existencia más allá de la tiranía del reloj, del «inmenso andamiaje temporal que se extiende a lo largo del universo y equipara a todos por igual con su sometimiento a la ley del tiempo». A su manera, Lightman actualiza la advertencia que Cortázar nos lanzara en su ‘Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj’: «Cuando te regalan un reloj, […] tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj».
Porque no hay nada más democrático que el tiempo. Al menos el mecánico, y todos buscamos rebelarnos frente a su fatal designio. Lightman imagina un lugar donde el tiempo es inmóvil, y allí observa «a padres aferrándose a sus hijos en un abrazo quieto y persistente», y también a «esos niños viejos», que «quieren detener el tiempo, aunque en otra hora distinta», porque «es a sus propios hijos a quienes quieren congelar en él». Fuera de ese lugar donde el tiempo es inmóvil, quizá haya tristeza, pero también dicha: «La vida es una copa de tristeza, pero es noble vivir, y sin tiempo, no hay vida. Hay quien disiente. Prefieren una eternidad de alegría, no les importa que esté fija e inmóvil, como una mariposa en un estuche».
Una pequeña joya.
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