Los últimos niños en el bosque’: dejad que la infancia se acerque a la naturaleza
Cuando oigo las excusas para impedir que se límite drásticamente el tráfico motorizado en las ciudades me viene a la cabeza lo que cuenta Richard Louv sobre el trastorno por déficit de naturaleza en su libro ‘Los últimos niños en el bosque’ y grito: “Es la salud, idiotas”. Nuestra salud y la del planeta. Leer a Richard Louv es comprobar la necesidad que tenemos de contar con una educación ambiental transversal e integradora, que utilice parques, huertos y bosques como recurso y que devuelva vitalidad y sociabilidad a la infancia.
Los últimos niños en el bosque. Salvemos a nuestros hijos del trastorno por déficit de naturaleza no es el último libro del escritor y periodista norteamericano Richard Louv. Su edición original data de 2005; con algunas actualizaciones, lo ha publicado este año Capitán Swing. Da lo mismo, aunque desde 2005 se han dado a conocer infinidad de informes que constatan, amplían y proponen soluciones a los riesgos de ese déficit, todos van en la dirección del séptimo libro de Louv. “Irónicamente, el desinterés de la educación por el mundo físico no solo coincide con el impresionante aumento de la obesidad infantil, enfermedad potencialmente letal, sino con las crecientes pruebas acumuladas que vinculan el ejercicio físico y la experiencia en la naturaleza con la agudeza mental y la concentración”.
La obesidad y la falta de creatividad y concentración son algunos de esos riesgos en los que Louv y numerosos estudios inciden por la falta de conexión con el entorno, en especial con el más natural. Pero hay algo más. “A menudo se ignora el valor de la naturaleza como bálsamo curativo para las dificultades emocionales en la vida de un niño. Es probable que ustedes nunca vean un hábil anuncio para terapia natural, como esos que vemos para los últimos medicamentos contra la depresión. Pero los padres, educadores y trabajadores de la salud necesitan saber lo útil que puede resultar la naturaleza como antídoto para el estrés emocional y físico. Especialmente en la actualidad”.
El autor destaca que “la tasa de prescripción de antidepresivos a niños en Estados Unidos casi se ha doblado en cinco años”. Por mi experiencia personal de seis cursos seguidos recorriendo la biodiversidad urbana con escolares de Primaria y Secundaria corroboro que esto es así. Resulta muy doloroso cómo cada vez se acercan más docentes antes de las rutas y nos dicen: “Tenemos uno (o dos, o tres) alumnos con medicación por trastornos por déficit de atención o hiperactividad (TDAH)”.
Obesidad, estrés, TDAH…, enfermedades que afectan a la infancia y la adolescencia y que Louv, tras muchas entrevistas y experiencias vividas y reflejadas en su libro, y con su bagaje de periodista experto en temas de infancia, no tiene duda sobre las causas: “Si es verdad que la terapia de la naturaleza reduce los síntomas del TDAH, entonces lo contrario también: el TDAH puede ser un conjunto de síntomas agravados por la falta de exposición a la naturaleza (…) El trastorno real no está tanto en el niño como en un entorno impuesto, artificial”.
“Los niños aprenden sobre la selva tropical, pero no sobre los bosques de su propia región o, como dice Sobel, ‘ni siquiera sobre la pradera que está fuera de su aula”. David Sobel es otro escritor (publicó Childhood and nature: Design principles for educators en 2008) que demanda una mayor conexión de la infancia con el entorno, y defensor de “la educación basada en el lugar”. En España recomiendo seguir la pista de Heike Freire, escritora y referente de la pedagogía verde, y José Antonio Corraliza, profesor de Psicología Ambiental.
“La educación pública está tan prendada de lo que podríamos llamar la fe de silicio”, prosigue Louv, que llega casi al embeleso; se trata de un enfoque miope que se centra en la alta tecnología como salvación (…) Un movimiento educativo basado en el entorno –en todos los niveles de la educación– ayudará a que los estudiantes se den cuenta de que el colegio no tiene que ser una forma educada de encarcelamiento, sino un portal hacia un mundo más amplio”. De las críticas a la planificación educativa no se salva ningún ciclo: “En el entorno de la educación superior, basado en la disyuntiva ‘patente o padece’, asistimos a la muerte de la historia natural, a medida que las disciplinas más prácticas, tales como la zoología, ceden espacio a la microbiología y la ingeniería genética, más teóricas y lucrativas”.
El libro está muy centrado en y desde Estados Unidos, con todos los peros que ello supone: aparece mucha experiencia de clase media; no hay tantas referencias a la función de la escuela pública y de integración; defiende la caza y la pesca como formas de acercarse a la naturaleza y mezcla la creencia en Dios con el disfrute y conservación de la biodiversidad: “La naturaleza es un modo en que Dios se comunica con nosotros de forma muy poderosa (…) después de todo, esta es la creación de Dios que está siendo preservada para las generaciones futuras”.
No soy creyente ni comparto en absoluto las afirmaciones, pero no pienso echar por tierra el libro por estas cuestiones. Prevalece su potencia narrativa a favor de un cambio en los patrones tanto educativos como de planificación urbanística para que niños y adolescentes entren más en contacto con la naturaleza, aprendan de ella y con ella y les valga no solo desde el punto de vista educativo, en cuanto adquisición de conocimientos, sino también como mejora de las relaciones sociales con las personas y el entorno, y como algo que mejora también su salud y su creatividad.
Por ejemplo, me gusta que comience la lista de las “cien acciones a emprender” para conseguir estos propósitos con la de “¿Ya te has ensuciado?”. Tiene que ver mucho con la sobreprotección de la infancia, en casa y en la escuela, con el ocio hiperplanificado y casi siempre “encerrado” y con poca actividad física. Lo de ensuciarse vale también para mojarse, pincharse, rozarse: “Permítanme ofrecer aquí una hipótesis no convencional: para aumentar la seguridad de tu hijo, anímale a que pase más tiempo a la intemperie, en la naturaleza. El juego natural fortalece la confianza en sí mismos y estimula sus sentidos; su conciencia del mundo y de todo lo que se mueve en él, lo visto y lo no visto”.
Está acertado también cuando cuestiona el modelo de urbanizaciones en bloques cerrados o de casas unifamiliares alineadas y alienadas: “¿Cómo será para los niños crecer en entornos social y ambientalmente controlados: bloques de apartamentos y urbanizaciones planificadas, regidos por estatutos privados, rodeados de muros, vallas y sistemas de vigilancia, donde los propios estatutos impiden que las familias planten jardines? Uno se pregunta cómo definirán la libertad los niños que crecen en esta cultura de control cuando sean adultos”.
Y continúa: “Los jardines de descubrimiento de los niños son muy diferentes de las zonas ajardinadas diseñadas por los adultos, muchos de los cuales prefieren céspedes cuidados y paisajes ordenados, limpios, organizados, despejados… Los niños valoran los lugares que no sean impecables y la aventura y el misterio de los sitios para esconderse y las zonas salvajes, espaciosas, desiguales, interrumpidas por grupos de plantas”.
Louv llega a proponer la creación de “zoópolis”, plantea una ciudad con jardines salvajes; con espacios infantiles no acotados, vallados ni teledirigidos por columpios y juegos que planteen siempre el mismo principio y el mismo final; con urbanizaciones abiertas, en definitiva, con más espacio para la naturaleza urbana y la interconexión entre ella. “¿Qué pasaría si las ciudades por todo el mundo empezaran un día a competir por el título de la Mejor Ciudad para la Infancia y la Naturaleza?”, se pregunta.
Al final, vuelve a recetar naturaleza. “Hoy en día un creciente número de médicos está prescribiendo ‘recetas de parque’ tanto para prevenir como para curar”, escribía Louv en 2005. Trece años después, se mantiene la tendencia al leer una noticia recientemente aparecida en The Guardian que informa que en Escocia los médicos emiten «recetas de naturaleza» a los pacientes para ayudar a tratar enfermedades mentales y cardíacas, diabetes, estrés y otras afecciones.
Una salud que repercute de manera positiva en la naturaleza, porque, según el escritor, “el apego a la tierra no solo es bueno para el niño, sino que también es bueno para la tierra”. Pero advierte: “Solo se producirá progreso a largo plazo cuando la conexión del niño con la naturaleza se considere unánimemente como fundamental para el desarrollo humano saludable, más que como un lujo disfrutado solo por unos pocos”. En definitiva, para que las niñas y niños que viven alejados de Doñana, los Pirineos o la Amazonia o no puedan viajar a estos lugares, tengan permanentemente a su lado otras doñanas, pirineos y amazonias.
COMPROMETIDA CON EL MEDIO AMBIENTE, HACE SOSTENIBLE ‘EL ASOMBRARIO’.
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