“Ir a un casting es como ir a una cita de Grindr”
Tras las novelas ‘Nido de pájaros’ y ‘Niño santo’, Luis Maura (Ciudad Real, 1983), columnista en ‘El Asombrario’, saca nueva novela con la editorial Dos Bigotes: ‘Payaso’, un thriller/comedia negra con algo de los guiones de las películas de Álex de la Iglesia. Este es el arranque: Miki es un actor disfrazado de payaso que huye de la policía en un centro comercial. Acumula castings fallidos y fracasos amorosos, mientras malvive en una diminuta buhardilla y en su nevera guarda un secreto que le puede cambiar absolutamente la vida. En ‘El Asombrario’ nos hacemos eco de ‘Payaso’ publicando uno de sus capítulos más ácidos y divertidos, el 4, en el que el protagonista asiste a un casting de actores con ninguna esperanza de ser elegido.
“Les deseo suerte a todos los que esperan en la sala de casting y salgo a toda prisa. Deshago el camino hasta la boca del metro y me sumerjo en las profundidades de la tierra para recorrer Madrid a través de laberintos subterráneos, como la rata que soy. He perdido demasiado tiempo para hacer una prueba que no voy a superar. Tal vez no les guste mi flequillo, el tamaño de mi nariz o el lunar de mi mejilla. Puede que no haya dicho bien mis frases o que prefieran a alguien con la barba mejor cuidada. Sea por el motivo que sea, presiento que no van a llamarme. No pasa nada, estoy acostumbrado. Sé que lo normal es que no te cojan, que somos muchos los que nos presentamos, que siempre habrá alguien que lo haga mejor, etcétera, pero lo cierto es que ya estoy un poco harto. Mi felicidad, mi dinero y mi satisfacción personal dependen siempre de los demás, de que alguien me elija. Me pasa en el mundo actoral y me pasa también en el amor, en aplicaciones como Tinder, donde uno tiene que esperar a ser elegido para poder iniciar una conversación, o en Grindr, donde si no envías una fotopolla directamente te bloquean. Ir a un casting es como ir a una cita donde sabes de antemano que lo más probable es que te quiten del medio de un empujón hacia la izquierda. O donde, tras bajarte los pantalones para enseñar tu potencial, si no les gusta lo que ven, te van a pedir que te vayas.
«La felicidad es una decisión que debemos tomar cada día», me dice la Oscar Wilde cuando, por el sonido de mi voz, intuye que estoy de bajón. No estoy de acuerdo. La felicidad no depende de uno mismo. Estamos siempre a merced de los demás y sus decisiones nos afectan. Que un hombre me elija en la pantalla de su móvil como posible pareja o que me seleccionen para este anuncio, que decidan que soy yo y no otra la persona indicada para interpretar al padre de sus hijos (por mucho que luego los atiborre a salchichas), es algo que me haría muy feliz. Feliz porque saldría en la tele y todos me verían y me darían la enhorabuena por ello. Feliz porque recibiría un dinero que me haría no mirar con lupa los precios del supermercado durante un tiempo o que me permitiría darme algún capricho como, por ejemplo, ir a ver una obra de teatro. Feliz porque Gloria Stars estaría orgullosa de tenerme en su cantera y, tal vez, decidiría empezar a moverme como actor de ficción para series y películas, algo que, a pesar de los años que llevamos juntos, todavía no ha sucedido. Sin embargo, sé que no voy a ser el elegido. Lo mismo me pasa con el amor.
El cien por cien de mis relaciones ha sido un absoluto fracaso. Le pasa a todo el mundo, en realidad. Es lo que tienen en común las historias de amor, que todas terminan o van a terminar. Estuve tres años con mi primer novio, pero me dejó porque éramos muy jóvenes y quería conocer a más gente (en aquel entonces no se estilaban las relaciones abiertas, así que ni nos lo planteamos). El siguiente me duró dos y el muy cabrón me acabó poniendo los cuernos con mi mejor amigo. Con el Asexual (así me refería a él con mis amigas cuando me quejaba de que nunca quería follar), solo aguanté un año y también acabó siendo él quien cortó conmigo porque éramos muy distintos. Con el siguiente estuve seis meses, pero se tuvo que ir del país (era americano y se le acabó el visado). Con el último novio oficial, que era majísimo pero tenía serios problemas de erección, estuve solo tres. De mis batacazos recientes, destaco el del chico tan mono que conocí en el Marta Cariño que me hizo ghosting en menos de dos semanas. Es como si cada vez me aguantasen menos tiempo, como si mi situación sentimental respondiese a una especie de cuenta atrás y hubiera por ahí un cohete a punto de despegar para acabar estallándome en la cara. Por eso siento que, haga lo que haga, siempre va a volver a pasarme lo mismo.
Nunca voy a ser el elegido, ni en la vida real ni en la ficción.
En momentos así, me planteo decirle a Gloria Stars que no me envíe más castings. A veces, la culpa de que no me seleccionen es completamente suya, ya que me manda ofertas que no tienen nada que ver conmigo. Una vez me envió a una prueba en la que buscaban a un hombre de entre cuarenta y cincuenta y cinco. Perdí la mañana entera para nada. Pero…, ¿a quién le importa la agenda de un actor? Tenemos todo el tiempo del mundo. ¡No tenemos otra cosa que hacer! Nos pasamos horas grabando selftapes con el móvil encima de una pila de libros o pegado con una ventosa al espejo del baño, porque es el único punto de la casa con buena luz. Horas repitiendo las mismas frases ridículas, haciendo muecas pero sin ser exagerado, censurando nuestros propios gestos, viéndonos más feos, más gordos, sudando frente al objetivo, grabando una y otra vez la misma escena. Horas comprimiendo luego los vídeos en una web, adjuntando los archivos, rellenando un formulario que siempre es el mismo y enviándolo todo antes de que caduque la sesión de la página, no sea que tengas que volver a empezar de cero. Eso cuando el casting es a distancia, que por lo menos lo haces todo en la soledad de tu hogar. Cuando es presencial es aún peor.
Todos los días, durante meses, echamos la lotería una y otra vez, con las mismas posibilidades de que nos toque el gordo, es decir, una entre un millón. A veces suena la flauta, es cierto, y la dicha de haber sido elegido es tan grande que hace que todos los castings fallidos hayan merecido la pena. En ese instante uno se siente validado y se le olvida todo lo demás. Pero a mí hace mucho tiempo que eso no me pasa. En cambio, recuerdo todas las derrotas, que se van apilando unas sobre otras, día tras día: BMW, McDondalds, Securitas Direct, Burger King, Jazztel, Mutua Madrileña, KFC…
«Los últimos serán los primeros», dice mi madre, que a veces también tira de citas bíblicas.
«Esto es una carrera de fondo», dicen muchos compañeros.
«Esto es una puta mierda», digo yo.
Durante el trayecto, saco el móvil de vez en cuando y miro la pantalla apagada, como si fuera a recuperar la batería por arte de magia. Me aburro como una ostra, así que decido entretenerme observando a la gente. Un señor raquítico de pelo blanco está de pie, aferrado a la barra central como si estuviera borracho. Lleva un traje dos tallas más grande que parece de segunda mano. Me imagino que finge estar yendo a trabajar y que, en realidad, su maletín está repleto de hojas de periódico arrugadas. Una señora latina con sobrepeso y gafas de culo de vaso se empeña en leer una Biblia, a pesar del traqueteo. No es la primera vez que veo a alguien leyendo las Sagradas Escrituras en el transporte público. La cosa está tan mal que la gente se agarra a un clavo ardiendo. A lo mejor es una de esas predicadoras que dan sermones a la entrada de las estaciones y está repasando texto. Seguro que es mejor actriz que yo. Me la imagino con la cara desencajada gritando «¡El fin se acerca!» a un corrillo de curiosos en la Puerta del Sol, y la verdad es que lleva toda la razón. Nos vamos a la mierda, de cualquier manera.
Frente a mí hay una niña gitana, sentada junto a su madre, que mira todo de hito en hito, igual que yo.
—Cada persona es un mundo, mama —reflexiona en voz alta, como si me leyera el pensamiento, mientras juega con su trenza.
Le sonrío con discreción y se remueve en el asiento, incómoda. Su madre se da cuenta y me reta con la mirada.
Decido bajarme en Gran Vía, una parada antes, e ir dando un paseo. El vagón se ha llenado de gente y me abro paso entre los turistas diciendo sorry, con el estridente pitido que anuncia el cierre de puertas de fondo. Salto al andén en el último segundo, como si protagonizara una película de acción (algo que, probablemente, nunca sucederá).
Esquivo a los viandantes como puedo y, cuando cojo la calle del Clavel, ya tengo todo el pelo empapado en sudor. Giro por Infantas, deseando llegar a casa y enchufar el móvil para poder desahogarme con Loreto y quejarme de mi mala suerte.
A la altura de la calle Libertad, donde malvivo en una buhardilla de quince metros cuadrados, me paro frente a la galería de arte que hay en la esquina. Lo he hecho tantas veces que ya se ha convertido en un ritual. Apoyado en la minúscula acera de enfrente, me deleito contemplando el colorido retrato de un pelirrojo con barba. Recuerda un poco a Van Gogh, pero es mucho más guapo. En mi opinión, se trata del hombre más atractivo del universo. Estoy obnubilado con esta imagen. Un magnífico flequillo naranja le cae por encima de los ojos de manera perfecta. Dan ganas de introducir los dedos en su frondosa barba y perderse en ella. Sus labios, jugosos como una ciruela, están pidiendo a gritos ser besados, chupados y mordidos. Su mirada fría y directa, un poco arrogante, parece retar a un duelo a aquel que ose plantarle cara. Todo ello, bañado por los colores del arcoíris. ¿Es posible enamorarse de un cuadro?
El arte tiene que provocar emociones y, sin duda, este retrato lo consigue. Me remueve por dentro, como si alguien me metiese la mano en la tripa y juguetease con mis intestinos. Muchas de las veces que me he quedado parado como un pasmarote frente a la galería he llegado incluso a tener una erección.
De repente, siento el impulso de entrar. Quiero aproximarme a él y leer la cartela blanca que hay debajo. Necesito saber quién es ese Dorian Gray que habita mis sueños.
Me armo de valor y decido cruzar la puerta. He tenido un día tan duro que lo único que puede animarme es contemplar ese cuadro de cerca. La galería parece vacía. Nada más entrar, finjo interesarme por otras pinturas, pero no tardo ni un minuto en acercarme a mi obra favorita.
—Autorretrato —leo en voz baja.
Me quedo boquiabierto al comprobar que la pintura no es producto de la imaginación de nadie, sino que de verdad existe una persona con ese rostro: el propio autor.
—Bos-co Mo-riar-ty —paladeo cada sílaba con la lentitud de un oso perezoso.
Así se llama el hombre del que me he enamorado solo con ver su retrato, como si estuviera dentro de una película de época victoriana.
—Así me llamo —dice una voz masculina a mi espalda.
Al girarme, casi se me para el corazón. Ahí está él, como si hubiese atravesado el marco, pero de carne y hueso, vestido con un traje azul eléctrico. Me sonríe desde detrás del mostrador y sus dientes brillan tanto que estoy a punto de ponerme las gafas de sol.
Bosco respira y se mueve en mi dirección con elegancia decimonónica.
—¿Te gusta? —pregunta. Y luego se muerde el labio inferior, como si él también estuviera nervioso.
En mi cabeza comienza a sonar Hello de Lionel Richie. Le veo mover la boca, pero me he quedado sordo de repente. Solo oigo los acordes del piano de la balada de amor por excelencia.
—Hello? —dice el pintor, pensando que soy guiri y que por eso no entiendo ni papa de lo que me está diciendo”.
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