Luisgé Martín, ¿en sexualidad somos más ratas o papagayos?
Irene es una mujer joven, inteligente, bella, de familia adinerada… Y busca en el sexo los secretos más recónditos del alma. La protagonista de ‘Cien noches’, la obra de Luisgé Martín que ha recibido el Premio Herralde de Novela y ya está editada por Anagrama, nos conduce por una historia vital en la que se analizan algunos de los grandes temas humanos, que sin embargo tendemos a ocultar: la infidelidad, el adulterio, las prácticas sexuales, el engaño o el paso del tiempo. De ellos hablamos con el autor de esta rotunda y potente novela.
El tuyo es un libro con una creación de largo recorrido, ¿cuál fue el germen de su historia?
Tiene que ver con ese viejo tópico de que los escritores somos detectives que estamos trabajando las 24 horas del día y la realidad que vas observando va generando ideas. Y hay algo que es evidente: las relaciones de pareja en el entorno de uno mismo van sufriendo, a medida que pasan las décadas, una evolución considerable. Algunas acaban en divorcios y otras tienen más recorrido y acaban en una vejez compartida. Pero uno va enterándose a lo largo de los años de que aquellos que creía que eran una pareja supuestamente perfecta, sin infidelidades ni traiciones, han sido perfectamente infieles desde el principio; y han compartido a pesar de ello una vida juntos sin problemas. Esa paradoja, ese choque entre la realidad que uno va averiguando en cuanto rasca un poco por debajo de las sombras y la idea que sigue omnipresente, no hay más que ver el cine de Hollywood, de que la infidelidad es casi una especie de pecado mortal que atenta contra el amor y que no puede soportarse… Ese fue el germen que alimentó la novela. Y luego hubo un momento, hace como cinco años, cuando leí un informe, uno de tantos, con encuestas sexológicas donde se señalaba que un tanto por ciento de los varones siempre ha sido fiel. A partir de ahí empecé a construir la historia.
En el libro hay un personaje que aparece muy poco, pero que hace mella en la protagonista y es el de su madre. ¿La huella que dejan nuestros padres en nosotros es, para bien o para mal, indeleble?
Yo creo que sí. Me gusta mucho que hayas visto eso. No fue deliberado, no me planteé que la madre tuviera en la estructura del libro ese papel. Pero una vez leída la novela me di cuenta de que es así; la misma protagonista dice que cuando se va a Chicago y se aleja de su madre es cuando se libera. Ese tipo de relación con un personaje que apenas aparece, ese efecto Rebeca, me alegra que quede detectado. Siempre he estado convencido de que a partir de los 15 años estamos ya bastante cerrados y lo único que podemos hacer es aprender a vivir con lo que tenemos, mejorando, disimulando, corrigiendo en la medida de lo posible algunos tics, pero lo esencial está ahí y eso depende fundamentalmente de nuestros padres.
¿Crees que a día de hoy la sexualidad sigue siendo tabú? ¿Sabemos si lo que hacemos en la intimidad es ‘normal’ o no lo es? ¿Esto va estando más claro?
Las cosas han mejorado mucho. Es evidente que ahora incluso a mí me resulta difícil concebir cómo era aquella sociedad en la que yo pude llegar a sentir que ser homosexual era una aberración que me debía llevar al infierno directamente. Se ha avanzado mucho. El papel de la mujer ha cambiado también radicalmente, se sabe mucho más y probablemente hay una actuación sexual bastante más naturalizada y normalizada. Dicho esto, falta muchísimo, en cuanto entras en algunas cosas que se salen de lo convencional, todo lo que tiene que ver con pequeñas o grandes parafilias, hay un desconocimiento absoluto. O en otro tipo de cosas, como la asexualidad, la bisexualidad. Son territorios en los que sigue faltando una gran educación sexual. Yo no creo que vaya a existir un mundo en el que todo eso esté claro. Tampoco sé si sería bueno, porque la sexualidad tiene un punto de intimidad, de oscuridad, de secreto, que a mi modo de ver la potencia. La expuesta, la transparente, expuesta en un escaparate, pierde.
En una conversación de la protagonista con su amante, ella dice: “Si conociéramos los pensamientos de las personas a las que amamos sentiríamos terror”. ¿Sucede igual con nosotros mismos? ¿Conocemos nuestros límites, por ejemplo en el terreno sexual?
Te diría que yo tengo una idea bastante aproximada. Intuyo que esto también va cambiando con los años. A los 20 años yo no tenía ni idea de hasta dónde podía llegar. Creo por otro lado que follar con jóvenes es maravilloso, pero follan fatal. Todos, nosotros lo hacíamos igual de mal. Se va mejorando, se van rompiendo pequeños tabúes eróticos y se acaba teniendo más o menos una idea de hasta dónde uno es capaz de llegar. Desde luego, más aproximada que la idea que tenemos de la gente cercana. En la gente cercana sí que creo que hay cosas insondables. A veces no actos, sino pensamientos, fantasías… Incluso las parejas con muy buena comunicación desconocen muchas cosas de ese tipo del otro.
Y está bien, ¿no? Tampoco hay por qué conocerlo todo del otro.
Desde luego, está bien. En el libro defiendo además que hay dos tipos de sexualidad, una que va ligada a la ternura y otra ligada a la brutalidad. Y son incompatibles. Hay cosas con una pareja que no me apetece ni me apetecerá hacer, son mundos distintos. Esa idea de que la única sexualidad importante es la que se retroalimenta con el amor me parece que es una simplicidad conservadora.
La novela está llena de frases muy tremendas. La protagonista dice: “Todo lo que creemos sentir tiene su raíz en el cuerpo. El sistema nervioso es el alma”. ¿Los seres humanos somos más física o más química?
Yo creo (y esto te lo digo porque también llevo unos meses investigando para otro librito sobre las parafilias sexuales) que nuestra base es animal y el placer sexual es una compensación que la naturaleza ha inventado para que las especies se reproduzcan y nosotros somos presa de eso. Ahora bien, está clarísimo que hay manifestaciones del erotismo que son estrictamente culturales, que tienen que ver con cómo hemos ido desarrollando algunos acercamientos desde un punto de vista a veces sensual y a veces puramente intelectual. Si entramos en el terreno del sadomasquismo, de las relaciones BDSM… hay toda una construcción no animal, sino hecha por nosotros. El sexo es animal, el erotismo es estrictamente humano. De esto ha escrito mucho y bien Mario Vargas Llosa, de esa construcción del erotismo.
En el libro la comparación con el mundo animal es casi constante. Pones el ejemplo de las ratas, animales muy promiscuos. También hablas de los papagayos, que son monógamos. ¿Estamos más cerca de las ratas o de los papagayos?
Mi opinión, después de lecturas y de años de observación de la gente y de autoexploración, es que nosotros no somos papagayos, sino que somos ratas. Y esa promiscuidad no solo la tienen las ratas, sino todos los mamíferos. De hecho en el libro se dice que hay muy pocas especies estrictamente monógamas, los papagayos de Guayaquil es una de ellas. El resto de las aves puede tener pareja estable, pero vuelan libres. Creo que tendemos a ser ratas. Ahora bien, la cultura y la religión durante siglos nos han constreñido y han evitado que actuáramos como ratas. Hay un punto de inflexión importante que tiene que ver con el descubrimiento de los anticonceptivos y por tanto de la liberación sexual de la mujer; poder desvincular el sexo de la procreación supone un antes y un después, y a partir de ahí es cuando hemos ido empezando a liberar también al sexo de ese miedo religioso ligado a algunas costumbres conservadores.
¿Crees que en la sociedad actual es compatible la estabilidad sentimental con la promiscuidad?
Sí, ese es el planteamiento que hace Irene y pretende ser un personaje bastante realista. No es un personaje simbólico. Es verdad que luego bajamos al pequeño detalle y hay alguna cosa que me llama mucho la atención, de la que he escrito algún artículo y me inquieta y me interesa. Y es lo que dicen muchos jóvenes, que han crecido ya en el mundo de las aplicaciones de ligue, Tinder, Grindr… Y les resulta tan fácil el sexo que les bloquea para acabar estableciendo una relación con un compromiso. Creo que siguiendo la metáfora del título de la novela, para construir algo hacen falta cien noches. Si uno no le da a la pareja esas cien noches simbólicas (normalmente son más de cien) es muy difícil que esa relación se asiente. Yo tengo amigos millennials que no acaban de encontrar su hueco porque están cómodos en ese mundo tentador de la promiscuidad.
Existe una conversación de Irene y su amante cuando son jóvenes que se repite cuando son muy mayores. Ella dice que la vida nos vuelve más feroces. Y él añade que también más vulnerables. ¿Qué crees que hace con nosotros el paso de los años en mayor medida?
Ese diálogo soy yo. Ahí Madame Bovary c’est moi. Con lo que te digo que a mí la vida me ha vuelto más vulnerable y me ha vuelto más feroz. Por un lado, mucho más intempestivo ante la estupidez, la mojigatería, ante determinados comportamientos dogmáticos, más feroz con orgullo. Y al mismo tiempo, te vuelves más vulnerable, porque hay un elemento que está ahí permanentemente, que hemos sobrevolado en esta conversación, que es la belleza y la vejez. La juventud te da esa osadía que se va perdiendo a medida que vas perdiendo la propia juventud. Irene al principio es una mujer que no tiene ningún problema para ligar y hacer lo que quiera con su cuerpo; pero llega un momento en el que todo eso se ha perdido y llega un invierno sexual. Eso te hace más vulnerable respecto a las heridas que pueda haber en los afectos de las relaciones.
La novela habla de distintas formas de amor, desde la pasión o el deseo al más profundo. Dentro de la pareja, ¿el tipo de amor puede ser muy variado?
Por pura racionalidad te diría que sí, porque cada pareja es un mundo y uno se encuentra parejas sorprendentes. Ahora bien, creo que más que hablar de distintos tipos de amor, en toda pareja hay distintas fases del amor y tendemos culturalmente a sobrevalorar mucho la de los fuegos de artificio del principio. La de la pasión, del descubrimiento, que es probablemente la menos sosegada, porque ahí uno sufre. Luego hay una última parte a la que yo todavía no he llegado, estoy en la penúltima, que es la de la pura vejez, en la que lo que haces es compartir la vida que ya has vivido, porque no te queda prácticamente vida que vivir. Ese acompañamiento, ese amor privado de sexo y de pasiones, incluso de ningún tipo de deuda ni de rivalidad, es un amor completamente distinto al primero, pero diría que es el mismo amor transformado. El amor es bastante unívoco, pero creo que hay parejas que confunden el amor con otra cosa. Son compañeros de piso que de vez en cuando tienen sexo o que tienen sexo intensamente porque se atraen, pero no han compartido lo esencial de la vida. ¿Podemos llamar amor a esto? No es lo que yo llamaría amor.
Háblame un poco de los ‘cameos’ literarios de otros autores en el libro. Se incluyen textos de Manuel Vilas, de Edurne Portela y de Sergio del Molino, entre otros.
Esto surgió de la siguiente manera: cuando tuve la estructura de la novela más o menos cerrada y ya sabía que iba a haber varias partes quería dividirlas con un informe policial. Yo escribí el primero para ver el modelo y quería que trataran casos de adulterio que tuvieran alguna singularidad. Un buen día dije, ‘pues para conseguir que haya voces diferentes, por qué no le pido esto a algunos amigos’; y se lo pedí a cinco amigos cuya obra sigo y a los que admiro, y a posteriori me parece un acierto. Trabajar con amigos, meterlos en tu novela y que el resultado sea tan estupendo redondea la obra.
Y es algo muy original. En el cine y en la música sí estamos acostumbrados a cameos y colaboraciones, pero en literatura es del todo inusual.
Hablando el otro día con José Ovejero comentábamos que había libros escritos a cuatro o a seis manos, pero eso es coautoría. Algo como estos cameos de mi novela no lo conocía. ¡Lo mismo lo he inventado!
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