Viaje a la ciudad que es cielo, tierra, sol, agua, luna y estrellas
Un viaje a Machu Picchu. Un grupo de artistas construyendo una ciudad; constructores interpretando la naturaleza y adaptando la ingeniería al entorno, de manera que la ciudad representa el cielo, la tierra, el Sol y el agua, la Luna y las estrellas. Los ecólogos de la cultura Andina de hace 500 años. Una lección para Occidente sobre el peligro de la intransigencia y la soberbia que se deriva de la tan manoseada superioridad tecnológica.
Es casi imposible describir lo que se siente cuando uno camina por las ruinas de una ciudad inca. El juego de luces, los rayos de sol abriéndose paso por entre las brumas cambiantes que rodean las cumbres colonizadas por la selva, te sumergen en un mundo irreal y mágico que aguarda tras bajarse del autobús. La inmortalidad parece a tu alcance, como si pudieras tocarla, aunque sabes que, con solo sentarse en una roca para dejar que ese universo te llene, es una ilusión. Tienes la certeza de que envejeces a un ritmo mucho más acelerado que todo lo que hay a tu alrededor. Basta alejarse unos cuantos metros de los caminos establecidos para ocultarse y sentir el poderoso embrujo de esta selva casi inmortal, y ese deseo irrefrenable de fundirte con ella.
La visita a Machu Picchu que realicé a comienzos de este verano reprodujo en mi interior impresiones tan cautivadoras que acudí posteriormente al diario de Hiram Bingham, el explorador americano que descubrió esta ciudadela inca para el mundo en 1911. Quería encontrar de manera sincera, a modo de experimento, si existían ecos de lo que sentí. Cuando regresé a Madrid, escribí a modo de borrador las impresiones de mi primer y único encuentro, aún frescas en mi memoria. Días después, empecé a leer el capítulo del descubrimiento –el número siete– del diario. Los recuerdos de Bingham están separados de los míos 105 años, y eran éstos: “El sendero corre por una tierra de incomparable encanto… En la variedad de su hermosura y en el poder de su hechizo no conozco otro sitio en el mundo que se le pueda comparar. No sólo posee grandes picos nevados que se asoman por las nubes a más de dos millas de altura, precipicios gigantescos de granito multicolor que ascienden a miles de pies sobre la corriente espumante y rugiente, sino que también ofrece en sorprendente contraste orquídeas y barreras de árboles, la deleitosa belleza de una lujuriante vegetación, y la misteriosa brujería de la selva”.
Al mismo tiempo, la visita genera una confluencia de mundos procedentes de tiempos y ritmos increíblemente distintos. Lo inmortal se mezcla con lo perecedero. Huayna Picchu, que es la montaña más reconocible a cuyos pies se alzan las edificaciones, forma ya parte de la densa selva amazónica que coloniza la sierra de Vilcabamba. La ciudadela de Machu Picchu se asienta sobre el valle del río Urubamba, que discurre hacia las profundidades de la cordillera, confluyendo con el Apurimac, el sistema fluvial que da origen al Amazonas. No es descabellado pensar que la selva a mi alrededor lleva así millones de años (la antigüedad de la cuenca amazónica podría ser de hasta siete millones, de acuerdo con un artículo de la revista Science); la propia ciudadela fue abandonada hace poco más de cinco siglos, y representó probablemente el último refugio de los incas; y al mismo tiempo, la mayoría de los que caminamos por los alrededores desapareceremos dentro de 30 o 40 años, a lo sumo, y con suerte.
Así de limitada y corta es la vida del ser humano, como la de una libélula entre montañas milenarias. Pero sobre Machu Picchu también se han vertido muchos mitos e inexactitudes. Los incas formaron un imperio que se extendió a Ecuador y Chile, y aunque la fundación de su capital, Cuzco, data del siglo XII, su dominio se extendió apenas un siglo hasta la llegada de los conquistadores españoles, en 1532. Bingham estaba convencido de que los incas tenían una historia milenaria, como la de los romanos y egipcios. La ciudadela estaba cubierta por una espesa vegetación cuando Bingham la “encontró”, en su búsqueda de Vilcabamba, la misteriosa Ciudad Perdida de Los Incas, cuando en realidad ya circulaban rumores y cartas sobre su existencia. (En estos tiempos de Internet hay que abrazar la Enciclopedia Britannica, que cita al explorador alemán Augusto Berns como la primera persona que probablemente visitó el lugar en 1867). Pese a ello, el explorador americano va desgranando gradualmente su asombro. “De pronto me encontré ante los muros de casas de ruinas construidas con el trabajo de piedra más fino que hicieran los incas. Era difícil verlas, porque estaban cubiertas en parte por árboles y musgo, crecimiento de siglos; pero en la densa sombra, escondidos entre espesura de bambués y lianas enredadas, aparecían aquí y allá muros de bloques de granito blanco, cuidadosamente cortados y exquisitamente encajados”.
La ciudadela podría haber representado también el sueño de Percy Fawcett, el explorador británico que buscaba la Ciudad Perdida de Z en plena selva en las selvas de Brasil (una epopeya visualizada de forma maravillosa por el director James Gray en una película que no ha tenido eco en taquilla, un canto poético que se ha perdido entre el ruido de lo inmediato que se ha apoderado de esta civilización digital). Y sin embargo, en el relato de mi historia falta algo sustancial: la manera en la que los propios quechuas contemplan su pasado, si nos apartamos de nuestro punto de vista occidental, impetuoso y ciertamente soberbio, lleno de imperfecciones, y cargado con el romanticismo con el que añoramos las primeras expediciones del hombre blanco. “La ciudad Z la dejaré solo como una película y una interpretación foránea”, me explica Marisol Velazco, nuestra guía quechua, cuando le hablo de la recreación cinemática de James Gray. “No tiene nada que ver con lo que viví, vi y aprendí en estos 14 años de visitar y compartir mi cultura con visitantes de todo el mundo”.
Mientras estamos allí, contemplando las edificaciones, Velazco incide en esta miopía occidental –mi propia miopía. Además de equivocarse en cuanto a su antigüedad, Bingham ordenó limpiar los restos mediante la quema de la vegetación –algo impensable en cualquier protocolo arqueológico actual. Así lo admite el propio explorador americano en su diario: “No solo cortamos los árboles y arbustos, sino que quitamos y quemamos todos los restos, y hasta limpiamos el musgo de los muros en los antiguos edificios y las rocas talladas. Hicimos un decidido esfuerzo para poner al descubierto todo lo que la naturaleza había escondido en el curso de siglos”.
El equipo del explorador examinó los esqueletos encontrados en Machu Picchu y concluyó que, dada su escasa estatura, la ciudad había estado regentada por mujeres –sin tener en cuenta la corta estatura de los Quechuas– dando pábulo a la leyenda que dice que los incas seleccionaban a las niñas más hermosas para que gobernaran la última ciudad antes de su desaparición definitiva a manos de los conquistadores españoles. Las Vírgenes del Sol. Pese a estos errores, este americano popularizó la arqueología a partir de la primera década del siglo pasado, ofreciendo la imagen del científico aventurero que corría mil peligros, desafiando los rigores de la selva y la agresividad de los indígenas, para maravillar al mundo moderno con los prodigios del mundo antiguo.
La mirada de Occidente hacia Machu Picchu sigue indudablemente contaminada. En el momento en que las dataciones arqueológicas situaron la construcción de la ciudad apenas hace 500 años, he escuchado las inevitables comparaciones con las maravillas arqueológicas de nuestra propia antigüedad para relativizar el valor de esta visión única de una ciudad en la selva. Y es aquí donde solemos cometer nuestro primer y fatal error. “Los incas supieron perfectamente escoger este lugar, por su entorno y su ubicación”, nos dice Velazco. “Y no se trata de una ciudad milenaria. Su datación señala el año 1450. Pero que los incas no tuvieran mucho tiempo para realizar semejante construcción hace más impresionante aún esta ciudad, erigida sobre un lugar aun tan inaccesible para alguien de nuestra época, un lugar imposible de conquistar”.
Nuestra visita a Machu Picchu duró unas pocas horas, pero dejaron en la retina imágenes memorables. Resulta increíble la habilidad con la que los ingenieros incas tallaron y ensamblaron los grandes pedazos de roca a partir de las canteras cercanas cuyos enormes bloques pueden verse en las partes más altas de la ciudad. No usaron cemento ni argamasa y los bloques encajan de forma hermética, a menudo con más de cuatro esquinas por bloque, lo que hace al muro más resistente frente a los temblores sísmicos. Su aspecto es idéntico al que se refleja en esa fascinante aventura de Tintín, El Templo del Sol, que recuerdo desde mi infancia: las terrazas de la ciudadela, la forma de las construcciones y la adoración del Sol como Dios supremo para los incas: producto de una extraordinaria documentación llevada a cabo por Hergè.
La experiencia de los ingenieros incas resulta chocante teniendo en cuenta que no conocían la rueda. Bingham describe en su diario la perfección de los caminos de piedra y la construcción de túneles, que permitían a los porteadores llevar el pescado del Pacífico hasta la mesa de los reyes incas en perfectas condiciones. En Machu Picchu, el sistema de terrazas que pueblan la ladera sobre la que se asienta la ciudadela no es otra cosa que un conjunto de filtros construidos con capas de diversos materiales que filtran el agua de lluvia para drenarla hacia el interior de la tierra, protegiendo las construcciones de las avalanchas de barro. Una idea prodigiosa desde el punto de vista de la ingeniería. Los canales horadados en piedra llevaban el agua de un manantial cercano para redistribuirla por toda ciudad a lo largo de más de una decena de fuentes. También resulta sorprendente comprobar que esta civilización (aparentemente) no usaba la escritura; manejaba los metales para convertirlos en cuchillos, pero por lo común dichos metales no se empleaban en la fabricación de armas.
Y sin embargo, se nos escapa otro aspecto fundamental. Si comparamos Machu Picchu con cualquier ciudad moderna -Nueva York, Londres, París o Madrid-, enseguida descubrimos nuestro talento para destruir y construir sobre lo destruido. Nuestras ciudades son un foco de contaminación. Simbolizan la destrucción de la naturaleza, y se parecen a los tumores de cemento y hormigón que colonizan tierras y extensiones bajo su aliento venenoso, y que terminan por dejar un intenso sentimiento de ansiedad en la mayoría de sus habitantes, que huyen a las afueras para respirar aire puro y disfrutar de la frescura de la sombra de un árbol centenario.
“Tendríamos que vivir en aquella época para entender la relación que existía entre el hombre andino y la naturaleza”, nos explica Velazco. “Hoy en día hemos decidido que hay que respetar la naturaleza, pero lo que estamos haciendo es destruirlo todo. En cambio, en la época inca, los hombres respetaban a la naturaleza porque formaba parte de su existencia. Ellos practicaron una relación de reciprocidad, lo que les llevó a realizar miles y miles de construcciones por encima de montañas inaccesibles”. Los incas conquistaron zonas inmensas desde el nivel del mar, asegura esta joven guía, hasta las zonas más elevadas, adaptándose a los requerimientos de las montañas en todo momento. “Machu Picchu es la gran muestra de ello”.
Sobre la ciudadela, en las laderas colindantes, hay grupos de grandes peñascos de granito. No se trata del producto de una excavación, ni se ven señales de traslado. La sierra inmensa a nuestro alrededor es un conjunto de granito colonizado que periódicamente recibe los chaparrones tropicales. Los incas supieron edificar sus ciudades en las laderas de las montañas sin necesidad de “alterar la ubicación original de las piedras”, asegura Velazco. “Es un concepto bautizado como la arquitectura orgánica. Observamos cómo todas las construcciones están amarradas a las montañas y además se mimetizan con el entorno”. No es raro encontrar rocas talladas que imitan la orografía y relieve de las montañas a nuestro alrededor, o techos de las casas que siguen precisamente esa forma de las montañas. “Podemos entenderlo como un tipo de ingeniería ecológica”.
Un grupo de artistas construyendo una ciudad; constructores interpretando la naturaleza y adaptando la ingeniería al entorno, de manera que la ciudad representa el cielo, la tierra, el Sol y el agua, la luna y las estrellas. Los ecólogos de la cultura Andina de hace 500 años. Si Machu Picchu asombra a todo el visitante que se acerque, su impacto sobre los descendientes de los incas es aún más profundo, lleno de sentido y significado. Para nosotros, es una lección sobre el peligro de la intransigencia y la soberbia que se deriva de la tan manoseada superioridad tecnológica. Nos llega a través de cinco siglos, desde el pasado. Así resume Velazco lo que supone para ella Machu Picchu: “Siempre será para mí un lugar pleno se conocimiento y energía construido por hombres muy simples pero a la vez muy sabios una lección sobre el peligro de la intransigencia y la soberbia que se deriva de la tan manoseada superioridad tecnológica”.
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