Madrid, una ciudad gris, ¿y la suya?

Foto: Manuel Cuéllar.

¿Quién o cómo se decide que el gris, en genérico, sea el color corporativo de los elementos urbanos en la ciudad de Madrid? ¿En qué momento y de qué manera se decidió que el verde de las farolas y los semáforos de mi infancia se tornase gris? He intentado encontrar una respuesta lo más fundamentada posible, al menos para mi ciudad, Madrid, dejando claro que cada lector o lectora deberá intentar buscar la suya allá donde viva. Porque la marea depredadora del gris en sus más diversas variantes –una paleta cromática que va del gris más claro del aluminio hasta el negro más oscuro de la forja, con la inclusión de grises verdosos, azulados o simplemente grises grisáceos, con acabados brillantes, satinados o mates– no conoce fronteras.

Seguramente este artículo puede convertirse, si no en el más polémico que haya escrito nunca, sí en uno de los más discutibles y opinables desde posiciones dispares, ya sean estas las de un especialista en planeamiento urbano, ya sean las de un simple ciudadano de a pie. Y curiosamente lo será cuando, inscribiéndose lo que en él se aborda en el ámbito del espacio público, no se tratarán en el mismo temas donde la controversia política, ideológica o incluso partidista tenga cabida. No se enfrentarán en él visiones contrapuestas de cómo abordar los graves y complejos problemas a los que se enfrentan las grandes urbes y sus habitantes, pero será –estoy seguro– un texto dado a la discusión, simple y llanamente porque en él se tratará un tema tan subjetivo como es el del color, porque, ya saben: «Para gustos, colores».

En primer lugar, quisiera aclarar el significado de su titular.

Comenzaré por su segunda parte, explicando a qué me refiero con esta categorización cromática del hecho urbano. No lo hago en relación al color que de manera generalizada pudiesen ofrecer sus edificios, calles, plazas, parques y avenidas, ni siquiera al espíritu que pudiese caracterizar a sus habitantes; me estoy refiriendo a un factor mucho más concreto y delimitado como es el análisis de la paleta cromática que ofrecen la inmensa mayoría de elementos de mobiliario urbano –o callejero, como le gusta calificarlo a Antonio Muñoz Molina–, fundamentalmente de competencia municipal, pero también autonómica o estatal, incluso algunos promovidos por la iniciativa privada, que podemos encontrar en cualquiera de las grandes ciudades españolas, pero me atrevería a decir que también mundiales.

Quiosco y papelera en el centro de Madrid: Foto: José Luis Díez.

Y ahora me queda explicar por qué asignarle a la ciudad de Madrid ese calificativo –más bien peyorativo– en lo que alguien podría tildar de acto de centralismo perverso. Tengo que reconocer que esta elección ha sido motivada por una simple finalidad periodística, ya que he utilizado el nombre de Madrid a modo de reclamo para intentar llamar la atención del potencial lector o lectora que pasease su mirada por esta revista; queda claro, por tanto, que cada uno de ellos, sobre todo si habitan una gran población, podrá sustituir –si lo cree oportuno– el nombre de su ciudad en el título de este artículo.

Pero tengo que reconocer que en esta elección hay también algo personal; he de aclarar que mencionar a Madrid ha sido algo lógico siendo como soy madrileño de nacimiento y que todavía sigue impresa en mi memoria la imagen de los báculos de iluminación y los semáforos de fuste estriado pintados de un verde muy definido, color que tiñe alguno de mis recuerdos infantiles.

Pues bien, centremos ahora nuestra atención en la superficie –porque ahí es donde precisa y paradójicamente se encuentra el fondo de este artículo– de todos esos elementos urbanos (bancos, papeleras, mupis, marquesinas de autobús, elementos de iluminación, bolardos, contenedores de basura, aparcabicis, jardineras…), y comprobaremos que la inmensa mayoría de ellos se nos presentan bañados por una paleta cromática que va del gris más claro del aluminio hasta el negro más oscuro de la forja, con la inclusión de grises verdosos, azulados o simplemente grises grisáceos, con acabados brillantes, satinados o mates, con texturas que van del oxirón al galvanizado, pasando por el pulido, ya sea en su naturaleza metálica, plástica, pétrea o –haciendo un fácil juego de palabras– el concreto del hormigón.

Quedarían muy pocos elementos que habrían escapado de esta elección cromática; si acaso algunas papeleras o asientos destinados a ser colocados en parques y jardines, o aquellos que algún olvido administrativo habría salvado de una nueva capa de pintura grisácea o de su sustitución; incluso los parques infantiles, tradicionales reservas coloristas donde habitaban ejemplares de brillantes tonalidades primarias, muestran indicios de cómo ese manto gris se va extendiendo poco a poco en su afán depredador.

Pues bien, seguramente comprobemos cómo el factor cromático suele pasar desapercibido en el análisis que más o menos conscientemente podemos hacer de nuestro entorno cotidiano, en el que, en cambio, sí solemos fijarnos –para criticarlas o afirmarlas– otras cuestiones como son las formales o dimensionales, las de la ubicación o número de estos elementos, o algunas más subjetivas como su estilo, gusto o contemporaneidad.

Juegos infantiles en un parque de Madrid. Foto: José Luis Díez.

Y aquí es donde retomo la cuestión que pueda dar lugar a la discusión. Queda claro que el gris –o los grises– es un color con el mismo derecho que cualquier otro a acompañarnos en nuestro quehacer diario a lo largo y ancho de nuestro discurrir citadino; habrá quien opine que se trata de un color anodino, triste y aburrido, pero seguramente encontraremos quien lo tilde de elegante y con clase.

Lo que a continuación voy a plantear en este artículo –más preguntas que respuestas, lo advierto por si algún lector o lectora no quisiera continuar su lectura– es una serie de cuestiones y perspectivas no contempladas hasta ahora, creo, en nuestras grandes ciudades, o al menos de una forma generalizada y sistemática.

Comencemos con una primera cuestión: ¿Quién o cómo se decide que el gris, en genérico, sea el color, digamos, corporativo de los elementos urbanos en la ciudad de Madrid, aunque como ya he dicho, esta pregunta pueda extrapolarse a la gran mayoría de las grandes ciudades españolas, y me aventuro a decir que mundiales?

Permítanme la licencia subjetiva que como autor de este artículo –de opinión, aclaro– tengo para expresar la siguiente interrogante: ¿En qué momento y de qué manera se decidió que el verde de las farolas y los semáforos de mi infancia se tornase gris?

A cambio de esta licencia personal he intentado encontrar una respuesta lo más fundamentada posible, al menos para mi ciudad, Madrid, dejando claro, repito, que cada lector o lectora deberá intentar buscar la suya allá donde viva; y para ello –mucho mejor que recurrir a la consulta de archivos e informes, con tediosas visitas a hemerotecas y despachos– he optado por un recurso mucho más placentero, una amena conversación con un amigo, Carlos Baztán, arquitecto, que durante mucho tiempo ha trabajado para la administración madrileña, tanto autonómica como municipal. Así, Carlos me confirma que, efectivamente, hace ya unos años desde el departamento que dirigía José Luis Infanzón, director general del Espacio Público, Obras e Infraestructuras del Ayuntamiento de Madrid, se decidió hacer uso del color, de manera expresa y consciente, como factor de ordenamiento y unificación del espacio público. Pues bien, habría sido así como se decidieron los código RAL de la gama de los grises que, en detrimento de los verdes preexistentes, identificaría a partir de entonces a la ciudad de Madrid, al menos en la pequeña y cercana escala del equipamiento urbano.

Una vez obtenida tan valiosa información, e intentando aprovecharme de los vastos y polifacéticos conocimientos que atesora Carlos Baztán, le planteé la cuestión de si en esa elección se podría buscar un sustrato histórico, cultural o simplemente ligado a la tradición.

Marquesinas de una parada de autobús. Foto: José Luis Díez.

¿La sombra seria y alargada del Escorial?

Adelantándome a una respuesta seguramente mucho más fundamentada, yo me aventuré a formular mi hipótesis: Veo en esos grises, por una parte, en un intento de explicación geográfica o topológica, la influencia pétrea de la sierra de Guadarrama y la sobriedad de los campos castellanos que rodean nuestra comunidad y, por otra, de orden arquitectónico, la sombra que la austeridad monumental del Monasterio del Escorial, con su sillería granítica y sus cubiertas de pizarra, proyecta sobre la ciudad de Madrid.

Carlos, por su parte, se inclina por la tesis de la influencia que en la memoria que de usos y costumbres de la capital de España pudiesen haber tenido las modas y tendencias de la Corte de Felipe IV a lo largo del siglo XVII, en la que predominaba el empleo de las tonalidades blancas, negras y grises, frente a la Corte francesa de la misma época, donde el colorido y la abundancia de dorados se imponía.

Una vez aclarado, en cierta medida, el caso matritense –al menos como hipótesis de trabajo– sigo planteándome preguntas de forma genérica.

¿Es la elección de ese color corporativo la expresión del espíritu de un lugar, lo que los romanos denominaban el genius loci? Pero si así fuese, entonces, ¿tendrían el mismo carácter ciudades como Vigo, Salamanca o Cartagena? O, yendo más allá, ¿poseerían la misma idiosincrasia todos los barrios, distritos o zonas que conforman una misma urbe? ¿Por qué se unifican cromáticamente el casco histórico de una ciudad y su zona financiera, cuando, por ejemplo, sí se elegiría fundamentadamente un modelo de banco romántico para la primera, pero no para la segunda?

Y todo ello cuando precisamente es el componente cromático el que, dentro de los procesos industriales, es el más flexible y versátil, y económicamente viable, en cuanto a su implementación, frente a factores como los formales o dimensionales, o los propios desarrollos fabriles de producción.

¿Por qué ese afán de unificar el paisaje urbano mediante el uso del gris?

Como intento de obtener una respuesta global, planteo la siguiente cuestión: ¿La elección del gris no sería sino un intento de manifestar el carácter artificial y fabril de los elementos urbanos frente al color verde, universalmente percibido como reflejo del espíritu de lo natural?

Más cuestiones: ¿Por qué ese afán de unificar el paisaje urbano mediante el uso del gris, aunque sea en sus más diversas variantes y manifestaciones?, ¿es simple decisión administrativa, tomada en algún despacho y cuyo origen normativo reflejase una decisión neutra en un intento de pasar desapercibida?, ¿o refleja el miedo a tocar un factor tan subjetivo, personal y lleno de connotaciones como es el del color?

Rejillas y barandilla. Foto: José Luis Díez.

Llegados a este punto, tengo que reconocer que frente a las cuestiones, hipótesis y reflexiones planteadas hasta ahora en este artículo sobre la elección de una paleta cromática que pivota sobre el gris para el mobiliario callejero generalizado en las grandes urbes, yo me decanto, desde hace tiempo, por una explicación mucho más prosaica y de un pragmatismo utilitarista absoluto: la contaminación, o para ser más precisos, su enmascaramiento.

Así, la elección de un color neutro –el color de la ceniza o del polvo– similar a las partículas provenientes de la combustión de los motores de explosión de los automóviles, de las calderas de calefacción y de las industrias, pretendería el camuflaje de esa polución que no se querría ver.

Y si optáramos por el verde…

A falta de respuestas, ahora quisiera proponerle al lector o lectora un ejercicio visual a modo de juego. Cuando camine o circule por su ciudad, intente imaginarse cada uno de los elementos urbanos sustituyendo su color actual por lo que podría ser su equivalente en la gama de los verdes; atendiendo a las propiedades sedantes y relajantes que psicológicamente se otorgan al verde, me aventuro a asegurar que el resultado de dicha mutación sería la percepción de un espacio público más sereno, integrador y amigable.

Pero que quede claro que la elección de este color, el verde, para una hipotética implantación en las ciudades no debería estar motivada por un falso e hipócrita planteamiento ecológico y de sostenibilidad, ya que si fuese así lo único que se estaría haciendo es implementar dichos principios de una manera cosmética y superficial, de una forma meramente propagandística.

Lo que sí podría hacerse es utilizar ese verde como símbolo, como elemento distintivo de la culminación de todo un proceso que convirtiese a nuestras ciudades en espacios más habitables, donde medidas realmente ligadas a la sostenibilidad como el uso del transporte público, ‘la ciudad de los 15 minutos’, el apoyo a la movilidad verde [nota para un artículo: por favor, no olvidar que ‘cero emisiones’ no significa necesariamente ‘no contaminante’], la promoción de zonas arboladas y ajardinadas, el fomento de huertos urbanos en espacios residuales o azoteas, la articulación de carriles bici y un largo etcétera que hiciese posible, por ejemplo, sustituir el titular de este artículo por Madrid, una ciudad verde.

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Comentarios

  • Piedad sagredo

    Por Piedad sagredo, el 20 junio 2022

    Soy de Burgos y es cierto todo lo que dices,aquí es.tal cual lo describes,no lo preste atención asta hoy.Me contaron una anécdota hace ya muchos años,de alguien que caminaba distraído y chocó con una farola iba con la boca abierta y se rozó los piños en la farola,consecuencia acabo con los dientes verdes,hoy lo he recordado,como nos reímos en aquella ocasión,bueno quizás me entendí demasiado en el comentario,un honor leerte y un saludo

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